jueves, 22 de noviembre de 2012

KARNAVAL


[Lo diré con ironía para que se me entienda mal, como es frecuente en la red. Como saben los que me conocen, nada puede estimularme más que haber ganado el Premio Herralde de Novela en su edición Triple X (XXX). Para celebrar esta extravagante cifra y, de paso, la aparición hoy en librerías de España y Latinoamérica de Karnaval, una novela calificada con la Triple X de la provocación pornográfica, la exuberancia fabuladora y la incógnita política, obsequio a los numerosos visitantes del blog (amigos asiduos, sobre todo, pero también algún que otro “enemigo” curioso) con un breve fragmento de la misma. En concreto, se trata de la primera intervención, de un total de tres, de Michel Houellebecq en el documental ficticio El agujero y el gusano intercalado entre las dos partes de la novela a modo de entreacto o entremés.]

MICHEL HOUELLEBECQ, novelista
La nave de la catedral de Notre-Dame de París. Houellebecq está arrodillado en uno de los últimos bancos, con las manos dispuestas en actitud de orar. El interior del templo está casi vacío de feligreses. Al fondo, unos monaguillos disponen los objetos del culto para el inicio de una ceremonia que no se intuye inmediata. Hay un par de mujeres de mediana edad en los primeros bancos de la derecha. Un matrimonio anciano y tres niños hacia la mitad de la bancada izquierda. Algunos turistas de ambos sexos pasean por las capillas laterales. Nadie más. El silencio de las piedras y las bóvedas inmensas, como un eco secular, acompaña las graves palabras de Houellebecq, tomado de perfil, desde la izquierda, en un plano lateral que enfatiza la sinceridad de sus gestos y sentimientos.
Houellebecq: Vengo aquí cada vez que tengo ocasión en busca de algo de inquietud metafísica, de un temor reverencial, de una intuición cósmica, que no encuentro ya en otra parte. Escapo así de la banalidad, de la trivialidad, del aburrimiento. No creo en nada de esto, no se engañe, pero esta falta de creencia me conforta, por así decir, me permite entender lo que pasa aquí durante la misa no como un misterio sino como un acontecimiento en el que no he sido invitado más que como observador indiferente. Es un buen papel. En el sexo me pasa cada vez más, no consigo creer en la comedia en que se funda, pero no obstante sigo empeñado en hallar en él una revelación que no se produce nunca por desgracia. Los gestos, las muecas, las contorsiones, las posturas, los esfuerzos, no merecen la pena. Todo ese despliegue por tan poca cosa. Si pudiera creer en esto lo dejaría todo. Creo en el vicio y en la maldad. Eso sí. Y el caso por el que me pregunta es una flagrante manifestación de tal. Pero toda la culpa no es del vicioso, ni del malvado. No. Mire usted, esta es una sociedad que cada vez restringe más la conducta y al mismo tiempo estimula todos los deseos del sujeto. El resultado es la población más esquizofrénica de la historia. Se nos invita a participar de todas las orgías y luego, cuando nos tomamos en serio la propaganda y queremos meter mano en la mercancía, sea cual sea esta, legal o ilegal, saltan las alarmas de seguridad, los controles de detección de infracciones se ponen en marcha y la policía se nos echa encima sin remedio. Nos esposan y nos exhiben en todas las televisiones como a grandes depravados. Este castigo mediático sirve de escarmiento universal. No exagero. Así es. No se puede pretender, como se ha hecho en los últimos cien años, liberar la libido, eliminar la represión, etc., todo ese trabajo de la modernidad, en nombre del progreso y demás entelequias demagógicas, y luego escandalizarse cuando aparecen los monstruos merodeando por las calles y rondando las casas. Rasgarse las vestiduras ante los pedófilos, los violadores, los sadomasoquistas, los psicópatas, los perversos de toda especie, que proliferan como una plaga, para consuelo de mojigatos y biempensantes. Es hipócrita pedirle a un hombre que se ha permitido todas las licencias en su vida, que comienza a notar cómo se le descuelga la bolsa de los testículos cada día un poco más, indicándole que ha comenzado la cuenta atrás, que sus días están contados y algún día cercano, como decía el profeta, serán pesados en la balanza de Dios [Houellebecq se persigna en este momento de manera irreflexiva], es hipócrita, insisto, no esperar de él un comportamiento desesperado como este. Es vil, es rastrero, es canallesco incluso, sí, ese asqueroso libertinaje burgués, ese repugnante hedonismo de clase social superior, que es el de nuestras autoridades y mandatarios y potentados, es todo eso, desde luego, pero es también el síntoma de la esquizofrenia y el malestar crecientes de nuestra cultura y nuestra especie…


lunes, 19 de noviembre de 2012

COOL FICTION


[Don Winslow, Los reyes de lo cool, Mondadori, trad.: Óscar Palmer]
Para saber dónde se ubica el escenario del conflicto más estéril de la historia basta consultar Google Earth. Una frontera política de tres mil cuatrocientos kilómetros interpuesta entre los Estados Unidos y México como un cordón sanitario, una membrana permeable al intercambio y la circulación de hombres peligrosos y mercancías ilegales. Para entender por qué allí, precisamente, en esa árida zona del territorio americano, tiene lugar desde 1973, cuando Nixon la declaró por primera vez, la infame “Guerra de la droga”, es necesario leer esta espléndida e irónica novela de Don Winslow sobre la génesis histórica y el turbulento presente de esa “guerra” tan cruenta como tramposa.
Y es que la guerra contra el narcotráfico es solo absurda, como sabe Winslow, cínico observador de la situación, si uno la piensa desde la perspectiva de sus fines públicos, proclamados en todos los medios por políticos y policías, no tanto si se piensa en los beneficios generados para las partes implicadas. Beneficios económicos, desde luego, el dinero puede fluir en abundancia exento de control fiscal, y también beneficios políticos y sociales. El simulacro bélico (la “Guarra de la droga”, en el cáustico apelativo de Winslow) se vende a una población norteamericana, compuesta de numerosos consumidores habituales de estupefacientes, como medio de moralización colectiva y, de paso, como machacona propaganda del eficiente funcionamiento estatal contra toda forma de amenaza externa o interna a la nación.
La trama tarantiniana de Los reyes de lo cool se ambienta en un rincón paradisíaco de esa frontera infernal: Laguna Beach, entre Los Ángeles y San Diego, un enclave privilegiado que condensa los estereotipos de la California más espectacular y turística. Como saben los lectores de Salvajes, su novela anterior, o los espectadores de la vibrante traslación cinematográfica de Oliver Stone, es ahí donde vive un encantador trío de jóvenes, Ben, Chon y O (“Ophelia”), disfrutando a tope del soleado paraje, la juventud, la libertad y la belleza y, además, la fortuna ganada cultivando y vendiendo un fabuloso cannabis afgano (la “Viuda blanca”). El niñato liberal y pacifista, el republicano belicoso y cachas y la rubia pija y aventurera, ocupando cada uno un nicho ideológico, sexual o sentimental diferente para favorecer la fricción personal y la atracción bipolar entre estos protagonistas de un eterno anuncio publicitario sobre el sueño californiano y su inimitable espíritu vital. Sí, ellos tres son los “reyes de lo cool”, así los califica desde el principio Duane, su adversario más viejo y enconado, y lo refrenda al final Dennis, el cómplice agente de la DEA, con admiración no exenta de envidiosa ironía. Eso es lo que son: eximios modelos del estilo (de vida) intrascendente, ocioso y pragmático del siglo veintiuno.
En esta segunda entrega de la serie, Winslow, ingenioso narrador y dialoguista, tiene la brillante idea de recuperar los inicios del singular triángulo haciendo retroceder la moviola del tiempo hasta 2005, cuando todavía el 11-S y las guerras de Irak y Afganistán hacían estragos en la conciencia americana. A su vez, el montaje narrativo alterna el violento recuento de sus vicisitudes para sobrevivir a los resentidos ataques de sus enemigos con certeros flash-backs a 1967, 1976, 1981 y 1991, donde se evoca a ráfagas la culpable historia de sus padres y las diversas drogas que consumían y producían para sufragar su excéntrico modo de vida en un contexto político cada vez más hostil. De ese modo, Winslow logra escribir la crónica clandestina de una América que se salió del eje de la historia y empezó a girar en el voluptuoso vacío de la felicidad instantánea.

lunes, 12 de noviembre de 2012

CHISME SUBLIMADO


[Jean Rolin, El rapto de Britney Spears, Libros del Asteroide, trad.: Luisa Feliú]
En este mundo existe la información y existen los chismes. La primera da lugar a actividades serias como las que llevan a cabo las agencias de inteligencia y control, los inversores financieros o sus agentes en bolsa. Del chismorreo, en cambio, subproducto degradado de aquella, se ocupan los medios de más bajo nivel a través de asalariados sin escrúpulos que acosan a individuos no siempre merecedores de tal grado de atención, pero que suelen extraer de él un alto rendimiento.
La información es valiosa, suele interesar, como sabemos, a todo el que tiene o pretende tener el poder, mientras el chisme es banal e insignificante, aunque en esto mismo pueda radicar su encanto intrascendente, su atractivo incluso, frente a la aridez y crudeza inhumana de los datos puros. Como es lógico, dada la engañosa organización democrática de las sociedades occidentales, la información, en el sentido estricto de la palabra, solo está disponible para grupos minoritarios que saben qué destino darle, cómo usarla del modo más adecuado para sus intereses y los de sus representados, mientras la chismografía, el cotilleo y demás mercancías deterioradas del mundo de la información, nutren la adulterada avidez de conocimiento de la mayoría de la población, entontecen sus expectativas y distraen su aburrimiento o su vacío.
El gran mérito de Rolin en esta fascinante novela consiste en infiltrarse como un agente secreto de la inteligencia en el corazón palpitante de esta problemática contemporánea con tanta ironía velada como elegancia verbal. Asumiendo que muchas novelas no son más que chismes sublimados, Rolin urde con malicia la historia de un espía, miembro del servicio secreto francés, que durante un tiempo, mientras realiza una misteriosa misión en Los Ángeles en torno a la cantante Britney Spears y a una presunta tentativa de secuestro contra ella por parte de un grupo islamista, adopta la falsa identidad de un periodista del “corazón”, esto es, un traficante profesional de trivialidades sobre la vida privada de los famosos.
Gracias a este espía singular, dueño de la curiosidad analítica del escritor pero disfrazado bajo la máscara mundana del paparazzo, el lector descubrirá una ciudad inabarcable, un escenario devastado donde las celebridades son abrasadas por el sol implacable de la fama con la misma velocidad con que otras son generadas para ocupar su puesto de inmediato y garantizar así la pervivencia del lucrativo negocio. Pero hasta en esto hay clases y está claro que no es igual ser una muñeca rutilante tipo Britney Spears, Lindsay Lohan, Lady Gaga o Katy Perry, diosas espectaculares citadas con frecuencia en los agudos comentarios del narrador, que un adefesio vulgar como los que acaparan, para narcotizar a las masas, el morbo desinformativo en revistas de execrable calidad o programas televisivos de máxima audiencia y mínima dignidad.
Rolin acierta plenamente al confiar al espía la indiscreta narración de su aventura angelina desde el exilio en el convulso Tayikistán adonde lo ha conducido, como castigo a su incompetencia, la desastrosa misión. Esa doble perspectiva, un juego novelesco con la globalización cibernética del famoseo y la complejidad geopolítica actual, permite al agente protagonista rememorar sus días perdidos en pos de la decrépita Britney y su intenso romance con Wendy, una preciosa réplica de la cantante, sin sospechar hasta el final cómo la muerte lo acecha para borrarlo del mapa de un mundo donde se ha quedado sin lugar, como tantos aspirantes al trono perecedero de la gloria mediática.

domingo, 4 de noviembre de 2012

EL SIGNO DE RABELAIS


Como si no hubiera nada más urgente, frente a la interiorización depresiva del malestar colectivo, que producir placeres exuberantes, juegos de lenguaje proliferantes, ebriedades devastadoras, goces excesivos, enormidades, fantasías desbocadas.
-Guy Scarpetta, Pour le plaisir-

[Salman Rushdie, Los versos satánicos, Mondadori, 2012]

Hace unas semanas un vídeo chapucero sobre Mahoma ponía en jaque al mundo occidental y nos recordaba el poder revulsivo de las representaciones, valiosas o despreciables, que tienen como objeto las creencias religiosas. Es por esto una acertada iniciativa la reedición de la novela más polémica del final del siglo veinte, Los versos satánicos, de Salman Rushdie, donde los protagonistas son dos actores asiáticos, Gibreel Farishta y Saladin Chamcha, cuyas aventuras, fantasías, metamorfosis, sueños y conflictos con la realidad de su país de origen (la India) y de adopción (Gran Bretaña) constituyen una fascinante alegoría sobre la inmigración, la identidad multicultural y la globalización mediática.
En el espurio debate de entonces, Baudrillard afirmaría que la fatwa de Jomeini contra Rushdie había intimidado a Occidente mediante un poder muy superior al de sus armas más sofisticadas y su avanzada tecnología. Olvidaba el provocativo sociólogo francés que Rushdie había suscitado esa airada reacción del imán iraní usando precisamente el poder simbólico de la literatura, ese mismo que ciertos poderes fácticos pretenden anular por temor a su influencia real. Kundera, en cambio, supo entender el caso con mayor lucidez al defender la incompatibilidad radical del discurso novelesco y el espíritu teocrático que condenaba a muerte al blasfemo autor: “la novela es otro planeta, otro universo basado sobre otra ontología, un infernum en el que la verdad única carece de poder y en el que la satánica ambigüedad convierte toda certidumbre en enigma”.
El centro neurálgico hacia el que Rushdie dirige su estrategia subversiva no es, pues, la Meca sino la alienación fundacional de la mente humana: esa tendencia innata a tomar por reales las ficciones con que el cerebro se droga desde el origen de los tiempos para dar sentido a su existencia en la tierra y atribuirle un destino trascendente en el diseño del universo. En este sentido, es irrelevante que el motivo preferente de la sátira sea el Islam o cualquier otra creencia que se atribuya una condición sagrada. Llámense como se llamen, todos los credos existentes están fundados en mitos que se imponen a sus miembros, de modo autoritario o dogmático, hasta que nadie recuerda que fueron inventados por un poeta o profeta de la tribu y no revelados por ningún ente divino de existencia verificable. Bajo el signo crítico de Rabelais y Cervantes, la novela moderna se erige en el discurso sacrílego por excelencia, aquel cuya principal función consiste en desnudar con ironía la cualidad ficcional de los demás discursos, ya sean teológicos, jurídicos, económicos o políticos, que sostienen el orden social establecido y los valores y prejuicios comunitarios.
Sin embargo, la genialidad de Rushdie en esta inventiva e hilarante novela, de la que muchos hablan sin haberla leído, radica, más allá de presuntas profanaciones, en haber sabido ensamblar, en un mismo artefacto de ficción, un juego irreverente e iconoclasta con la mitología fundamentalista (islámica, pero no solo) y, al mismo tiempo, con la idolatría televisiva y cinematográfica. Con la ideología atávica del integrismo religioso, de tan candente actualidad, y con la del espectáculo integrado, único ideario identificable en las democracias occidentales. Frente a ambas, Rushdie pone en escena la formidable ironía y ambigüedad de un relato que acaba relativizando cualquier posición de verdad absoluta, credulidad o fanatismo. Con ello, asociando una imaginación exuberante a la máxima libertad expresiva e intelectual, nos hace a los ciudadanos del siglo veintiuno, amenazados por múltiples formas de irracionalidad, el mayor regalo imaginable.