No es casual que Juego de tronos sea la teleserie más descargada de internet, la más pirateada y la que más atención suscita en los espectadores, esperando meses para verla aunque sea a través de canales ilegales. No es irrelevante, por tanto, que sea la teleserie más vista y comentada del momento. Más bien es un indicio cultural, un síntoma sociológico y un signo histórico. Como la oportuna publicación de este libro (Juego de tronos, Errata Naturae), sugestiva combinación de ensayos importados y otros encargados ex profeso a autores locales, coincidiendo con la emisión de la segunda temporada (finalizada ayer en Estados Unidos).
Según los inteligentes argumentos expuestos en el libro, las causas del éxito descomunal de Juego de tronos serían: el interés masivo en las conjuras y vicios del poder y, en consecuencia, en el pensamiento político de Maquiavelo (Marcus Schulzke); la curiosidad insaciable por la filosofía reaccionaria de Hobbes y su voraz Leviatán (Gregg Littmann); la avidez incurable por las teorías sobre la locura de Foucault (Chad William Timm); la inquietud histórica por descubrir en un espejo distorsionado las distintas versiones del Medievo inglés o la turbulenta geopolítica del último siglo (Guillermo Altares); la atracción irresistible por los personajes monstruosos y torturados (Christopher Robichaud analizando la carismática figura de Tyrion Lannister), o la génesis traumática de un matriarcado ígneo (Jorge Carrión trazando el retrato poético de la fascinante Daenerys Targaryen).
Y tienen razón todos estos autores, sin duda, aunque la principal causa del éxito tenga otro nombre: fantasía. O dos nombres asociados: fantasía y Martin. La fantasía como evasión espectacular de la realidad del mundo contemporáneo y el escritor George R. R. Martin como fabricante eficaz de ese potente fármaco alucinógeno (Laura Miller describe en su artículo algunos de los efectos perniciosos de la sobredosis en grupos fanatizados de seguidores del ciclo novelesco inacabado) que actúa, según las dosis administradas, induciendo al consumidor a padecer sueños y visiones recurrentes sobre temas intemporales como el poder, la demencia, la monarquía, la traición, el sexo, la maldad, el heroísmo, la familia, la corrupción, el incesto, etc. Sorprende, sin embargo, que no haya ningún análisis en detalle del ingrediente específico (la elocuencia del idioma dramático de Shakespeare para fabular la historia y la leyenda desde la turbia intimidad de sus actores y actrices) que ha permitido a Martin y a sus cómplices televisivos David Benioff y D. B. Weiss enriquecer las rutinarias antiguallas y símbolos wagnerianos trasnochados de los cien mil epígonos de Tolkien (más conocidos en ciertos círculos sarcásticos como los Tolkien Heads) y compensar la fantasía lisérgica con toques narrativos y psicológicos de un realismo veraz.
En este sentido, el genuino “juego de tronos”, la lucha dinástica más encarnizada la ejecutan, tanto en las novelas como en la teleserie, dos reinas milenarias y caprichosas: la Imaginación y la Fantasía. Una vez gana una de ellas e impone sus criterios estéticos por un tiempo y otra vez triunfa su antagonista y gobierna, con todo su fasto y sus excesos, hasta que vuelve a ser destronada, o decide abdicar por aburrimiento de sí misma. Así es la cultura contemporánea, bicéfala, esquizofrénica, bipolar, como la inconclusa, y quizá interminable, saga novelesca de Martin y la magnífica teleserie de la HBO basada en ella. Esta es una prueba más de que las mitologías y mixtificaciones sobre la realidad realizadas por el "inconsciente político" de la colectividad son la materia prima con que sigue trabajando el discurso cultural.
A estas alturas de la historia es la Historia, precisamente, lo que más nos falta o nos sobra y, por una de esas ironías devastadoras a las que esta grandilocuente impostora es tan aficionada, podemos contemplarla exhibiéndose medio desnuda, enjoyada y con el rostro enmascarado, en todas las pantallas, a través de la más avanzada tecnología audiovisual, como un suntuoso libro de imágenes. El vasto panorama de los siglos se nos ofrece desde una perspectiva privilegiada como un sangriento curso de matanzas y guerras civiles por el poder y la gloria mundana, una estela violenta de naciones destruidas y poblaciones exterminadas, una cadena de horrores sin fin, fantasmas y terrores ancestrales, nobles gestos y gestas inútiles. Una visión trágica de la Historia, en definitiva, como quería Walter Benjamin, impregnada de melancolía y pesimismo, donde la oscura trama del tiempo, con todos sus accesorios espectaculares, es la auténtica protagonista.
El Tiempo, sí: ese Gran Señor misterioso que aniquila el poder de los dragones y arruina la belleza de las princesas y el esplendor de los reinos.
2 comentarios:
¿Hasta qué punto este tipo de literatura puede ser de ayuda a una persona? Quiero decir, ¿podemos tener de estas novelas de fantasía una nueva visión respecto al mundo como, por ejemplo nos podrían dar autores de la talla de Hesse? ¿O es convertir la literatura en simple ociosidad? La verdad, es que en cierto modo a mí, personalmente, me da miedo en lo que se está convirtiendo la literatura: una máquina comercial inhumana.
Un saludo
En realidad, amigo Álex, a mí lo que me interesa es la serie de televisión, que me parece excelente como tal, el ciclo narrativo de Martin, a pesar de haberlo intentado, no me interesa demasiado. Y tienes toda la razón; la tiranía del mercado, una forma de fascismo disimulada tras una máscara de apariencia democrática donde todos los gatos son bestias pardas, ha señalado a la fantasía seudocaballeresca o infantiloide, y a la novela de crímenes, como sus subgéneros preferidos. Algo debe haber de fantasioso y de criminal en esas maquinaciones mercantiles...
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