miércoles, 9 de junio de 2010

TODA LA MEMORIA DEL MUNDO


Muchos siglos antes de Julio Verne, Dante Alighieri, un escritor de ciencia ficción de fines del siglo trece y comienzos del catorce[i], viajó al centro de la tierra para dialogar con los muertos, siguiendo la estela de otros precursores. En el Infierno descubrió una imagen deforme del mundo terrestre pero, sobre todo, la existencia de planetas menos tortuosos como el Purgatorio, una anodina sala de espera espiritual, o el Paraíso, un lugar radiante habitado por tenues criaturas entregadas al conocimiento infinito. La fuerza inusitada que movía al viajero cósmico en su travesía era la misma que, según la creencia dominante, mantenía unido el universo. El amor.

Muchos siglos después, replicando a Dante, Borges descubrió que el planeta más extraño de todos era aquel en el que vivía por azar, un planeta insignificante donde todos los tiempos y los espacios coexistían sin confusión. Ese planeta paradójico encerraba también un inquietante secreto amoroso.

Como se ve, la Divina Comedia medieval y “El Aleph” moderno anticipan ya la fórmula creativa de El fondo del cielo (Mondadori, 2009), de Rodrigo Fresán, esta novela homenaje a un género literario y cinematográfico (la ciencia ficción) que ha dejado de serlo para volverse un vasto repertorio de metáforas. El viaje espacial, el descubrimiento de nuevos mundos, el amor más allá de las barreras del tiempo y el espacio como promesa de felicidad y salvación, la cronología del universo como la historia de amor y desamor más antigua y elemental, etc.

La ciencia ficción surge en la historia para dar respuesta a una doble necesidad: primera, traducir al código de la ciencia y la tecnología el acervo de mitos, leyendas y fábulas almacenado desde antiguo en la imaginación humana; y, segunda, transcribir en el código figurativo de la cultura humana las nuevas realidades, a menudo inhumanas, engendradas por la ciencia y la tecnología. En este sentido, no es casual que el triángulo de amor y amistad de El fondo del cielo asuma al final la imagen de una constelación celeste, ni que esté formado por un escritor profesional de ciencia ficción, un científico experimental y una enigmática mujer, híbrido de escritora y visionaria, por la que ambos sienten un amor que no es de este mundo; mientras ella, una “extraterrestre” perdida en la órbita grosera del planeta, los ama como sólo se puede amar a criaturas tan vulnerables desde la lejanía astral.

Las metáforas de la ciencia ficción sirven a Fresán para ir narrando una historia compleja que tiene mucho de alegoría sobre el siglo veinte. El siglo que conoció por primera vez el fondo infundado de la materia y el grácil bucle del espacio-tiempo infinito. El siglo en que la ciencia y la ficción se plantearon similares aspiraciones prometeicas. El siglo que manipuló esa inveterada historia de amor y odio entre la energía y la materia del universo para servir a la voluntad de poder y destruir el mundo. El siglo del cine y de Stanley Kubrick, precisamente, director de películas paradigmáticas (Dr. Strangelove, 2001: Una odisea del espacio y La naranja mecánica) sobre la historia del siglo.

Sin olvidar, por supuesto, la perturbadora peripecia del presente. Este siglo veintiuno que encarnaba hasta hace poco el símbolo del futuro. El horizonte imaginario de un difuso porvenir que ahora, ironía histórica, es actualidad intempestiva. Así el año 2001 y la sigla imborrable del 11-S, central en la trama novelesca: el acontecimiento traumático que clausuró una era y dio comienzo a otra, no menos extraña.

De este modo, El fondo del cielo procesa información extraída de todos los discursos implicados en la definición de lo contemporáneo (un archivo de múltiples formatos y soportes) a fin de reconstruir la memoria artificial de una especie en vías de extinción con momentos estelares de su historia universal (desde el principio pirotécnico del Big Bang hasta el fin del mundo que conocemos).

Toda la memoria del mundo, como en aquella película de Resnais, envasada en un volumen que es también una biblioteca babélica. Un recuerdo aún humano, demasiado humano quizá, y no el simulacro mnemónico de un androide. Una tentativa de reminiscencia total anterior a la desaparición de lo humano y a ese momento crítico en que una máquina tendrá inteligencia suficiente para memorizar todos los datos y sumir a sus falibles programadores en la amnesia total.

Todo esto y mucho más nos “recuerda” esta maravillosa novela de Fresán.


[i] Como nadie puede desconocer, esta es una licencia intelectual y un anacronismo histórico que me permito como provocación para llamar la atención sobre ciertas cuestiones que no han pasado desapercibidas en otros países donde la ciencia ficción no vegeta en los márgenes de la cultura. Cualquiera que haya leído la obra de Dante “desde el presente” no habrá podido evitar sentir, al recorrer el Inferno, el Purgatorio y, sobre todo, el Paradiso, ese vértigo ontológico y esa síntesis espaciotemporal que el género de la ciencia ficción nació para acomodar al imaginario de una sociedad plenamente tecnológica.

4 comentarios:

José Luis Amores dijo...

Siempre que te leo, primero lo hago diciendo sí con el índice sobre la rueda del mouse. Es decir, pasando rápido los párrafos para averiguar si el ensayo o la novela, o simplemente “el libro”, desde o bajo tu perspectiva, son buenos o no; si hay que comenzar a buscar o si, por el contrario, puede uno seguir a lo suyo. Después vuelvo al principio y enciendo un cigarrito… Pero en esta ocasión la fórmula newtoniana ha dejado paso a la einsteniana y, sólo sea por una vez, has comentado una novela que yo ya me había leído. Una novela que, como a ti, me ha gustado bastante, y pienso que no tiene nada que ver que uno constituya parte de esa alucinada legión fiel a los síes de Fresán, a su prosa elegíaca y a su discurrir digresivo siempre sobre una misma cosa (la literatura) pero también sobre todas las demás (la muerte, el Tiempo, el amor). Fresán es el oráculo de los libros (de Belros, las tiendas de caramelos) y también el druida que remezcla la pócima mágica como el más puro remake de esta secular identidad nuestra. Nada pasa o pasará o ha pasado porque todo ya sucedió y volverá a suceder en un loop más que en un bucle. Así Fresán en una cita rescatada de El fondo del cielo: “El pasado nunca deja de moverse aunque parezca algo inmóvil”.

Si vuelvo a ser de los primeros en comentar es por culpa del Buzz de Google que avisa puntualmente de tus colgaduras.

Saludos.

Madison dijo...

Ah genial, lo pasé genial leyendo este libro. Y fíjate que e lo empezé al subir al tren.
Madrid-Barcelona, cuando llegué casí estaba terminado.
Para fue una sorpresa el estilo de libro, pues anteriormente había leido La velocidad de las cosas y muy bien la verdad.

Qué buena reseña has escrito

Adriana dijo...

No nonozco a Fresán pero ya me voy corriendo a conocerlo...gracias a ti.

Anónimo dijo...

"llamar la atención sobre ciertas cuestiones que no han pasado desapercibidas en otros países donde la ciencia ficción no vegeta en los márgenes de la cultura".

Tan cierto como triste. Y habrá que seguir "llamando la antención", aunque creo que, a pesar de que en este país parece que la cultura vegeta en los márgenes de la ciencia ficción, afortunadamente cada vez son menos los que perciben la literatura con anteojeras.

--CW