martes, 28 de julio de 2009

BARTHES VUELVE


A Severo Sarduy y a Guy Scarpetta

Todo lo que las ciencias humanas están descubriendo hoy en día, en cualquier orden de cosas, ya sea en el orden sociológico, psicológico, psiquiátrico, lingüístico, etc., la literatura lo ha sabido desde siempre; la única diferencia es que no lo ha dicho, sino que lo ha escrito.

R. B.


Lo diré desde el principio, sin temor a recaer en hipérboles: no ha habido en la historia mejor pensador de la frase que Roland Barthes, mejor “piensa-frases”, como a él le gustaba decir: “Se llama escritor no a quien expresa su pensamiento, su pasión o su imaginación, mediante frases, sino a quien piensa frases”. La cuestión de la frase era para Barthes la cuestión capital de la literatura. Esa frase, según los escritores abordados, podía transformarse en un cuerpo vivo y la modulación expresiva de su forma alargada, redonda o sinuosa en un equivalente verbal de su goce, o de su placer: escribir y leer, relegadas la gramática y la retórica al papel de meros accesorios incitantes, como un cuerpo a cuerpo orgiástico del escritor y el lector, beneficiario final de la operación, con el lenguaje (con los lenguajes). Este símil provocativo sigue conservando plena validez: “La escritura es esto: la ciencia de los goces del lenguaje, su kāmasūtra”.

En efecto, el uso mismo de la palabra “placer” fue motivo de escándalo para muchos cuando Barthes, cansado de ser alternativamente el semiólogo más serio (las Mitologías (1957) representan una contribución indeleble sobre el funcionamiento imaginario de la sociedad de consumo) y el más frívolo de la tribu (había dedicado un volumen sorprendente, El sistema de la moda (1967), a estudiar la moda de los años sesenta a través de sus diseños y fotografías), comenzó a reivindicar en público la dimensión estética del placer, a catalogar los placeres recomendados y los prohibidos, dentro y fuera de la cultura. El arte de vivir, en suma, pero también el goce, no se olvide, el desmayo dichoso que abre puertas insólitas a la creación y a la experiencia.

No obstante, esta cuestión del placer le causó muchos sinsabores y malentendidos. Desde un bando, lo acusaron enseguida de haberse vendido a la derecha cultural (la que reivindicaba la belleza y la falta de compromiso); desde el otro, creyendo en la veracidad de esas acusaciones, lo encumbraron tomándolo por un simpático disidente de la izquierda, un feliz expatriado de los dogmas del Gulag intelectual. Como Marx y Brecht, Barthes fumaba selectos habanos con delectación litúrgica, pero su opinión sobre el régimen de La Habana (como sobre el de Pekín, tan normativo y anodino, según descubriera en sus viajes) no difería tanto de la de ese otro gran fumador difunto y revolucionario del lenguaje que fue Cabrera Infante. Fumar puros cubanos no le impedía mantener, todo sea dicho, una posición política bastante impura: “El puro es un emblema capitalista, vale; pero, ¿y si produce placer? ¿No hay que fumarlo?”, se preguntaba Barthes desafiante. Citando a Brecht donde nadie se lo esperaba desafió al aparato de poder vigente: “Todas las artes contribuyen a la más importante de todas: el arte de vivir”.

En el fondo, no se le leía bien. El placer no es de derechas ni de izquierdas, ni mucho menos de centro, esa impostura neutra. Eso no quiere decir que el placer sea apolítico o inocuo. Todo lo contrario. El placer es polimorfo y transversal y, a pesar de sus diferencias, religa a individuos procedentes de facciones partidarias antagónicas. “Lo que está en cuestión es la subversión de toda ideología”, repetía Barthes, sin que se le oyera del todo. Como el libertinaje, la función del placer radica en los indicios que proporciona, más allá de la gratificación, sobre la posición del sujeto en el mundo, el modo en que delata sus relaciones con el cuerpo propio (“mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo”) y, sobre todo, con el ajeno. En esto, pasados los años, la semiología erótica de Barthes sigue siendo seminal y paradójica, como muestra este juicio sobre la novela De donde son los cantantes del neobarroco Sarduy: “texto hedonista y por ello mismo revolucionario”.

Nadie parecía darse cuenta de que Barthes, en realidad, era un perverso consumado. Así se había retratado en El placer del texto (1973), ese libro controvertido como pocos, sin inocencia y sin culpabilidad, de cuerpo entero: alguien que podía mantener equívocas relaciones conyugales con las obras de la cultura institucionalizada y, simultáneamente, serle infiel con las creaciones intempestivas que pretendían subvertirla: “ni la cultura ni su destrucción son eróticas, es la fisura entre una y otra la que se vuelve erótica” (todavía hoy, resulta difícil escapar a este desdoblamiento esquizofrénico). Barthes lo había enunciado de muchos modos a lo largo de su vida: “un escritor que nace abre en sí el proceso de la literatura”, como escribió en una de sus obras tempranas (El grado cero de la escritura, de 1953). En otro ensayo contemporáneo del opúsculo polémico, confirmando este dictamen anterior, definió la crítica como la tarea de “poner en crisis el lenguaje”. Mejor o peor, muchos habían leído a Sade por entonces, su fofa figura flotaba en el ambiente contracultural de la época, y conocían el significado real de ese falso eufemismo en su léxico desmedido (como el “aleluya” de Bataille, otro pensador excesivo). Así que la tarea dominante de la crítica y la literatura, para escándalo de tantos mojigatos, consistía ahora en poner “cachondo” al lenguaje a través de las fricciones gozosas y los deslizamientos progresivos de la escritura (corrompiendo o pervirtiendo el designio de este dictum: “la escritura puede conseguirlo todo de una lengua, y lo primero de todo, puede devolverle la libertad”).

Para no quedarse circunscrito, como buen estructuralista, al ámbito de lo literario y lo puramente intelectual, Barthes escribió un ensayo memorable sobre Brillat-Savarin, el más famoso gastrónomo y gastrósofo francés de todos los tiempos, el libertino del paladar, el mayor tratadista filosófico del gusto culinario y el refinado placer de los sentidos. Da verdadero gusto leer a Barthes proyectándose en la figura obesa de este fisiólogo del sabor, este glotón de las palabras y los platos, comparando la escritura con el arte sutil del cocinero, encumbrando el apetito como pasión oral: como buen fetichista, Brillat-Savarin, escribe Barthes, “desea la palabra como desea las trufas, una tortilla de atún, un pescado a la marinera”. Una fisiología del estilo, una sensualidad voluptuosa de la dicción y el granulado de la voz, “una estereofonía de la carne profunda”, como la denominara Barthes (que también dedicaría frases memorables al refinamiento culinario de la tempura japonesa como metáfora de un escritura desprovista de pesadez en su libro El imperio de los signos, que reseñé en un post temprano). ¿Qué más se le puede pedir a un escritor? “Hambre” de letras: palabras erotizadas y apetecibles como cuerpos o partes del cuerpo, palabras sabrosas y suculentas como bocados y condimentos, palabras como espesas bocanadas de humo exhalando de entre los labios.

Después, a fin de procurarle nuevas resonancias íntimas al placer y al goce, se mostró lo bastante libre en un contexto intelectual que no lo era tanto con la disidencia como para reivindicar ese discurso de expresiones desfasadas (el amor, lo sentimental, los celos), sin renunciar un ápice a la inteligencia más aguda: “lo obsceno del amor es que pone precisamente lo sentimental en el lugar de lo sexual”. El amor “pone” o “no pone”, ésa es toda la cuestión insinuada por Barthes. También supo anticiparse en esta recuperación a las corrientes que en los años ochenta (con Susan Sontag a la cabeza, una discípula díscola, como Sollers o Scarpetta) reivindicarían la pasión desde la inteligencia. Quizá luego, habría dicho Barthes con un asomo inevitable de nostalgia, se implantaría de nuevo un culto desproporcionado a la pasión y a los sentimientos (sin verdadero objeto, o sin otro objeto que el narcisismo disimulado y la moralina subyacente) y muy poca inteligencia. Se ha llegado a decir, incluso, que la verdadera pasión de Barthes, desde la infancia, era el aburrimiento, un acusado tedio vital. Tal era, según algunos, la causa profunda de ese sensacionalismo del estilo, esa poligamia de los temas, esa bulimia del interés y la curiosidad. Si fuera así, habría que agradecerle que el deseo de no aburrirse lo empujara a escribir de modo que jamás resultara aburrido, tratara lo que tratara (al revés de tanto supuesto vividor y jaranero de la prosa que rara vez suscita otra respuesta que el bostezo o el sopor).

Es irónico, en este sentido, que su última entrevista se la concediera a Play-Boy, la revista prototipo de la heterosexualidad más blanda y conformista. Hablaba en ella, con interés especial, de los regímenes adelgazantes y demás torturas dietéticas que se imponían ya en la sociedad como una moda espartana. Como si Barthes temiera, con sobrada razón, que el exceso de preocupación por el estado de salud del cuerpo, la “inquietud de sí” (como escribiría su amigo Foucault), la obsesión ascética por la forma atlética, el ideal apolíneo, no fueran sólo una infección publicitaria o un ideario de modistos puritanos, sino los mayores enemigos declarados del placer o el goce. Como diría Barthes, parodiando a Brillat-Savarin: es posible que comiendo o bebiendo menos se viva más, pero es seguro que se vive menos. Extensión o intensidad: he ahí el dilema del placer (de todos los placeres). El binomio del goce según Barthes.

domingo, 19 de julio de 2009

EL REINO DEL CONSUMO


Ballard still clings (rightly) to a kind of Enlightenment ideal, even as he tracks the horrific legacy of what Adorno and Horkheimer were perhaps too narrow to call “instrumental reason.” Ballard is (if anything) far bleaker than Adorno, but he’s also refreshingly free of Adorno’s high-European snobbery... I would want to argue, finally, that Ballard was a greater social theorist than Adorno, or than such contemporary sociological diagnostians of postmodernity as Bauman, Beck, Giddens, or Castells. And Ballard was a great social theorist not in spite of, nor even in addition to, but precisely because of, his aestheticism, or the fact that he was writing novels rather than engaging in empirical research. His four final novels really only deal with a small corner of Europe, and not with the rest of the world. But they rigorously anatomize, and shock us into a deeper awareness of, the social nightmare that, if alien to most of the world’s population, is nonetheless hegemonic over them.


Destruction and violence are just the flip side of accumulation. Where Bataille and Baudrillard seem to imply that excess, expenditure, and violence mark a line of escape from the sterility of bourgeois accumulation, Ballard is far more pessimistic. Expenditure, or potlatch, is really just another part of the same logic…In the 1930s, Bataille held out the hope that the violent, convulsive, extravagant expenditure — which he presciently saw as the motor driving fascism — could be turned against itself, detourned for revolutionary ends. From the perspective of the early 21st century, however, such a hope seems naive. Sports and shopping might seem like domesticated (castrated?) versions of violent expenditure, but for that very reason they absorb all possibility and all hope, and therefore cannot be mobilized as tools of liberation… There’s no such thing as transgression in late-capitalist society.


Steven Shaviro


Hace tres meses moría Ballard, quizá el primer gran escritor global del siglo veintiuno. Y lo hizo en uno de sus mayores momentos de popularidad, por lo menos en España, donde muchos lectores acababan de descubrir a un escritor que respondía a sus preocupaciones capitales, que es lo que una cultura viva debe hacer. Satisfacer las demandas de un público cansado de viejas respuestas a viejas preguntas y deseoso de que un escritor sepa formular al menos un puñado de nuevas preguntas. Ballard, como Pynchon o DeLillo, pertenecía a esa privilegiada clase de escritores.


Si salimos del circuito cerrado de la novela tradicional, comprobaremos enseguida que el mundo de Ballard es el mundo contemporáneo expuesto en toda su crudeza y complejidad: las multitudes de los estadios de fútbol y los conciertos de pop-rock, los aeropuertos, las autopistas, los centros comerciales, las urbanizaciones residenciales, los platós televisivos, el turismo, la alta tecnología, los micro-grupos, los modos de vida suburbiales, la fama mediática, etc. Y el acto de consumir (marcas o mercancías, cosas o fantasías, da igual) como acontecimiento trascendental de este modo de vida, sacramento sancionador de identidad, de clase, de poder, de hegemonía, de pertenencia, de participación y de comunión mística en el orden de cosas. El humor (marxiano) de Ballard: "El consumismo es honrado y nos dice que todo lo bueno tiene un código de barras".


En el último decenio de su vida, Ballard culminó su trayectoria como cronista patológico del estado del malestar de las sociedades occidentales contemporáneas. Y lo hizo construyendo una inquietante saga novelesca consagrada a radiografiar el monótono horror y también la pasión oculta de unas vidas aparentemente anodinas en las que subyace un fondo orgiástico primordial que los mecanismos represivos habituales son incapaces de contener y las promesas publicitarias del sistema no hacen sino agravar con su incumplimiento sistemático. Hasta la publicación de Bienvenidos a Metro-Centre (2006)[i], este ciclo de episodios transnacionales de la vida contemporánea se componía de tres novelas: Noches de cocaína (1996), una analítica integral de los virus comunitarios patógenos que se alojan tras la banalidad balnearia y las relucientes fachadas de tantas urbanizaciones playeras de la Costa del Sol; Super-Cannes (2000), cuya trama especula con las pulsiones transgresoras que afectan a las selectas poblaciones de los modernos complejos urbanos artificiales, sofisticados parques tecnológicos y residenciales donde el factor humano y la vitalidad de sus habitantes se preserva mediante el recurso regresivo a una violencia y agresividad primigenias; y Milenio negro (2003), donde se afronta sin tabúes una posible revolución o sublevación terrorista de la desalentada clase media contra el orden establecido.


En Bienvenidos a Metro-Centre, su última novela, Ballard exacerba todas estas premisas hasta extremos impensables y enuncia una terrible respuesta a la problemática disolución del contrato social generada por la lógica del capitalismo tardío: “el consumismo crea enormes necesidades inconscientes que solo el fascismo puede satisfacer”. Con gran lucidez, Ballard sitúa la trama de esta novela terminal en la crisis de la modernidad engendrada por su mismo triunfo social y político, con el consumo y sus rituales religiosos como consumación paradójica y negación tribal del gesto moderno, con diagnósticos aplastantes como éste: “El gran sueño de la Ilustración, que la razón y el interés propio racional triunfarían algún día, nos ha conducido directamente al consumismo de hoy”. Y como conclusión alarmante de esta situación nueva en la historia: “quizá el fascismo del consumo sea la única manera de mantener unida una sociedad. De controlar toda esa agresión y canalizar todos esos odios y temores”.


Bienvenidos, pues, al Reino del capitalismo milenarista y el delirante “fascismo del consumo”, publicitario y mediático, donde el liderazgo de un actor de segunda fila ejercido desde una televisión local y el fanatismo deportivo extremo de los ciudadanos se confabulan para crear una distopía suburbial situada en las inmediaciones de Heathrow, entre autopistas y aeropuertos, alrededor de la cúpula solar del venerado centro comercial Metro-Centre. En este contexto de aburrimiento y locura, la violencia racista no tarda en aparecer como implosión destructiva de las víctimas del sistema contra otras víctimas del sistema (los inmigrantes: víctimas de segundo grado, si se quiere, damnificados de escala inferior como los inmigrantes asiáticos o centro europeos). Sin embargo, la ironía corrosiva de Ballard estriba una vez más en realizar un estudio del perverso proceso mediante el cual estas supuestas transgresiones del orden y la ley vigentes, por criminales, asociales o patológicas que puedan parecerle a un espectador ingenuo o desprevenido, no hacen sino reforzar, como exceso obsceno, el funcionamiento convencional del sistema y sus múltiples ramificaciones privadas (“La sociedad de consumo es una especie de estado policial blando”).


En esta tetralogía novelesca completada con éxito antes de morir, Ballard practica un nuevo género de discurso social contestatario, la profecía del presente catastrófico, o la visión del presente como futuro desastroso actualizable a perpetuidad como un espectáculo de masas en un canal de pago televisivo, mostrando sin concesiones culturales las tendencias más radicales y excéntricas larvadas en la normalidad circundante, y que solo una insólita conjunción de factores podría hacer detonar, o no, sin que nada cambie por otra parte. La capacidad de absorción del sistema es casi total, o totalitaria. Que nadie exija a Ballard, por tanto, la propuesta de cualquier solución, aunque sea una solución de continuidad, la apuesta por alguna alternativa radical o simulada, o lo que la banalidad progresiva actual denominaría un atisbo de esperanza dentro o fuera del sistema.


Steven Shaviro, uno de sus más brillantes analistas contemporáneos, ha calificado a Ballard con acierto de teórico social que expresa sus ideas visionarias a través de narraciones de género. ¿De qué otro modo hacerlo, en un contexto donde la sociología practicante es uno de los instrumentos más productivos al servicio del sistema y sus avances performativos, sin caer otra vez en las redes institucionales del mismo poder que se pretende desafiar en vano? Los complejos dispositivos de la ficción permiten a Ballard en estas novelas ejercer la máxima libertad de pensamiento al tiempo que le garantizan una total impunidad. Así, la pesadilla consumista de una dictadura deportiva y televisiva ejercida por el actor David Cruise y sus secuaces en todas las instancias, con la ayuda propagandística de la publicidad sensacionalista creada por el narrador y protagonista, podría llegar a cumplirse, más allá de algunas inverosimilitudes y licencias lógicas en una trama de este tipo, a poco que ciertos factores críticos cristalicen en la realidad social del capitalismo tardío.


En suma, lo que Ballard retrata en esta impresionante tetralogía novelesca, con tenebrismo figurativo y escalpelo clínico, es el colapso o el desplome de la hipermodernidad, tal como la entiende Lipovetsky, su reverso más siniestro: “Las luces están encendidas, pero la gente se refugia en la oscuridad interior, en la superstición y la sinrazón. El futuro va a ser una lucha entre extensos sistemas de psicopatías rivales, todos deseados y deliberados, parte de un desesperado intento de huir de un mundo racional y del aburrimiento del consumismo”.


Si esta fascinante novela final tendría o no el poder revulsivo de actuar para impedirlo, es otra historia. Pero una historia que Ballard, por desgracia, no acabará nunca de contarnos.


[i] J. G. Ballard, Bienvenidos a Metro-Centre, Minotauro, Barcelona, 2008, pág. 326.

martes, 7 de julio de 2009

GUÍA DE PERVERSOS


Hace unos meses un tribunal condenaba al “ogro” de Austria a una pena de reclusión vitalicia más que merecida. Sin embargo, ninguna de las páginas del sumario ni el texto de la sentencia, ni ninguno de los infinitos reportajes periodísticos producidos sobre el caso, han conseguido esclarecer la perversión particular que guiaba la conducta de Josef Fritzl. Ahora que tendrá mucho tiempo libre para ello, el “monstruo de Amstetten” podría dedicarse a leer este espléndido tratado sobre la perversión[i] y así inocular algo de inteligencia crítica en los mecanismos de la más absoluta aberración mental.


No es una broma de mal gusto. Como bien dice Roudinesco, lo que está en juego en la comprensión de la perversión (“un fenómeno sexual, político, social, psíquico, transhistórico, estructural, presente en todas las sociedades humanas”) es la idea de lo humano que se hacen los individuos y las sociedades. Pervertir es invertir, alterar o trastocar el orden establecido, pero también cometer extravagancias o actos excéntricos, o tenidos por tales. Con lo que el artista y el criminal, el santo y el gran pecador, el genocida y el monstruo social participan de la misma tendencia a dejarse tentar, en distinto grado y con diversa intención, por esa parte maldita de nuestra naturaleza. El lado oscuro, sí. El reverso tenebroso de la existencia. La expresión de la animalidad reprimida o de una maldad tildada de inhumana. Tantas formas de designar esa faceta salvaje que, según Roudinesco, se resiste a la domesticación moral. Ésta es, con todos sus matices y variaciones, la disyuntiva de Roudinesco: perversión o domesticación. Afirmación de nuestras tendencias o derivas menos confesables, las que nos proporcionan una constitución subjetiva, o bien aceptación resignada de los designios gregarios de la mayoría, represión de todo lo que nos diferencia o singulariza.


Este libro ofrece, pues, una panorámica inteligente y bastante completa, a pesar de algunas ausencias significativas (la "condesa sangrienta" Erszébet Báthory, en especial, por ser un correlato femenino de Gilles de Rais), de los desarrollos históricos y las grandes figuras de la perversión. Desde el principio, Roudinesco, avezada discípula y biógrafa de Jacques Lacan e historiadora del psicoanálisis, establece las reglas del juego de su pesquisa psiquiátrica: trascender las categorías convencionales con objeto de entender la perversión desde una perspectiva tan abierta al análisis como beligerante contra la ideología represora. Partiendo, para marcar distancias respecto de otros discursos más conformistas, de un presupuesto de complicidad con la perversión sublimada del artista: “¿Qué haríamos sin Sade, Mishima, Jean Genet, Pasolini, Hitchcock y tantos otros, que nos legaron las obras más refinadas que quepa imaginar?”[ii].


Por este escenario conceptual diseñado como un catálogo de tipos excesivos desfilan todos los que han preferido “desviarse” de la normalidad para asumir otras posibilidades de vida: desde los flagelantes y su vocación virginal, los mártires masoquistas, las santas estigmatizadas, el asesino pedófilo Gilles de Rais y el fantasioso libertino Sade hasta los defensores contemporáneos de los derechos de los animales y la zoofilia, pasando por los aberrantes nazis y, en especial, los verdugos responsables de los campos de concentración donde se exterminaba a los representantes de la “alteridad” sexual, racial o mental. En este elenco infame, los terroristas y los pederastas personificarían el papel de enemigos radicales de la humanidad: el afán destructivo de unos, en nombre de valores vacuos que funcionan como pretextos de sus acciones criminales, y la impiedad sacrílega de los otros respecto del nuevo objeto de veneración de la clase media dominante (la infancia) acabarían suscitando en el imaginario colectivo la misma repugnancia y el mismo terror.


De todas formas, como señala Roudinesco, tampoco el sistema capitalista escaparía al dominio de la perversión. Y más en un período de grave crisis, que, como todo el mundo sabe, sólo sirve para disciplinar a la población y someterla aún más a los duros dictados de la economía imperante. En este aspecto, acierta Roudinesco al caracterizar como perversa a la sociedad contemporánea por su profiláctica voluntad de erradicar la perversión: “tal es en la actualidad la nueva utopía de las sociedades democráticas globalizadas…borrar el mal, el conflicto, el destino, la desmesura, en provecho de un ideal de gestión tranquila de la vida orgánica”. No se me ocurre mejor ejemplo de tal perversidad terapéutica que la práctica vigente en Estados Unidos y Canadá que convierte a los así llamados “desviados sexuales” en ratas de laboratorio, sometiéndolos, con su consentimiento, a toda clase de experimentos abyectos con el fin de reorientar su deseo y curar su “rareza”. “Cuando los diversos tratamientos se revelan ineficaces, los médicos del sexo preconizan la castración”, denuncia Roudinesco.


Frente a esta perversión institucional asociada a la ciencia y al mito médico de la curación, la perversión individual se revela como un subterfugio patológico para acrecentar el poder normalizador sobre la sociedad, como sucede con el terrorismo y, en general, la violencia. Ya Baudrillard en La transparencia del mal y Michel Foucault, que siempre bordeó el estudio de las perversiones, habían anunciado lo que Roudinesco confirma ahora con contundencia: “Una sociedad que profesa semejante culto a la transparencia, la vigilancia y la abolición de su parte maldita es una sociedad perversa”[iii].




[i] Élisabeth Roudinesco, Nuestro lado oscuro, Anagrama, 2009.


[ii] En consonancia con lo que Michel Foucault expresa en uno de sus textos de mayor actualidad (La vida de los hombres infames), lo que denomina una modificación sustancial de la “ética inmanente del discurso literario de Occidente”: “sus funciones ceremoniales se borrarán progresivamente; ya no tendrá por objeto manifestar de forma sensible el fulgor demasiado visible de la fuerza, de la gracia, del heroísmo, del poder sino ir a buscar lo que es más difícil captar, lo más oculto, lo que cuesta más trabajo decir y mostrar, en último término lo más prohibido y lo más escandaloso”. Y añade, para rematar este concepto: “Más que cualquier otra forma de lenguaje la literatura sigue siendo el discurso de la “infamia”, a ella le corresponde decir lo más indecible, lo peor, lo más secreto, lo más intolerable, lo desvergonzado”.


[iii] Si no nos tomamos en serio los avisos más graves de este excelente libro, viviremos en una sociedad donde al "perverso", como sucede en el Reino Unido desde 2007, se le identificará desde el vientre materno a través de estudios neurológicos y se le apartará del resto para evitar la contaminación o el contagio. Esto sí que debería preocupar seriamente a los defensores de la así llamada “vida”, esta exclusión del diferente, y no la práctica del aborto que, como sentencia Roudinesco con lucidez, no es ni una perversión ni una aberración de la conducta.