Ballard still clings (rightly) to a kind of Enlightenment ideal, even as he tracks the horrific legacy of what Adorno and Horkheimer were perhaps too narrow to call “instrumental reason.” Ballard is (if anything) far bleaker than Adorno, but he’s also refreshingly free of Adorno’s high-European snobbery... I would want to argue, finally, that Ballard was a greater social theorist than Adorno, or than such contemporary sociological diagnostians of postmodernity as Bauman, Beck, Giddens, or Castells. And Ballard was a great social theorist not in spite of, nor even in addition to, but precisely because of, his aestheticism, or the fact that he was writing novels rather than engaging in empirical research. His four final novels really only deal with a small corner of
Destruction and violence are just the flip side of accumulation. Where Bataille and Baudrillard seem to imply that excess, expenditure, and violence mark a line of escape from the sterility of bourgeois accumulation, Ballard is far more pessimistic. Expenditure, or potlatch, is really just another part of the same logic…In the 1930s, Bataille held out the hope that the violent, convulsive, extravagant expenditure — which he presciently saw as the motor driving fascism — could be turned against itself, detourned for revolutionary ends. From the perspective of the early 21st century, however, such a hope seems naive. Sports and shopping might seem like domesticated (castrated?) versions of violent expenditure, but for that very reason they absorb all possibility and all hope, and therefore cannot be mobilized as tools of liberation… There’s no such thing as transgression in late-capitalist society.
Steven Shaviro
Hace tres meses moría Ballard, quizá el primer gran escritor global del siglo veintiuno. Y lo hizo en uno de sus mayores momentos de popularidad, por lo menos en España, donde muchos lectores acababan de descubrir a un escritor que respondía a sus preocupaciones capitales, que es lo que una cultura viva debe hacer. Satisfacer las demandas de un público cansado de viejas respuestas a viejas preguntas y deseoso de que un escritor sepa formular al menos un puñado de nuevas preguntas. Ballard, como Pynchon o DeLillo, pertenecía a esa privilegiada clase de escritores.
Si salimos del circuito cerrado de la novela tradicional, comprobaremos enseguida que el mundo de Ballard es el mundo contemporáneo expuesto en toda su crudeza y complejidad: las multitudes de los estadios de fútbol y los conciertos de pop-rock, los aeropuertos, las autopistas, los centros comerciales, las urbanizaciones residenciales, los platós televisivos, el turismo, la alta tecnología, los micro-grupos, los modos de vida suburbiales, la fama mediática, etc. Y el acto de consumir (marcas o mercancías, cosas o fantasías, da igual) como acontecimiento trascendental de este modo de vida, sacramento sancionador de identidad, de clase, de poder, de hegemonía, de pertenencia, de participación y de comunión mística en el orden de cosas. El humor (marxiano) de Ballard: "El consumismo es honrado y nos dice que todo lo bueno tiene un código de barras".
En el último decenio de su vida, Ballard culminó su trayectoria como cronista patológico del estado del malestar de las sociedades occidentales contemporáneas. Y lo hizo construyendo una inquietante saga novelesca consagrada a radiografiar el monótono horror y también la pasión oculta de unas vidas aparentemente anodinas en las que subyace un fondo orgiástico primordial que los mecanismos represivos habituales son incapaces de contener y las promesas publicitarias del sistema no hacen sino agravar con su incumplimiento sistemático. Hasta la publicación de Bienvenidos a Metro-Centre (2006)[i], este ciclo de episodios transnacionales de la vida contemporánea se componía de tres novelas: Noches de cocaína (1996), una analítica integral de los virus comunitarios patógenos que se alojan tras la banalidad balnearia y las relucientes fachadas de tantas urbanizaciones playeras de
En Bienvenidos a Metro-Centre, su última novela, Ballard exacerba todas estas premisas hasta extremos impensables y enuncia una terrible respuesta a la problemática disolución del contrato social generada por la lógica del capitalismo tardío: “el consumismo crea enormes necesidades inconscientes que solo el fascismo puede satisfacer”. Con gran lucidez, Ballard sitúa la trama de esta novela terminal en la crisis de la modernidad engendrada por su mismo triunfo social y político, con el consumo y sus rituales religiosos como consumación paradójica y negación tribal del gesto moderno, con diagnósticos aplastantes como éste: “El gran sueño de la Ilustración, que la razón y el interés propio racional triunfarían algún día, nos ha conducido directamente al consumismo de hoy”. Y como conclusión alarmante de esta situación nueva en la historia: “quizá el fascismo del consumo sea la única manera de mantener unida una sociedad. De controlar toda esa agresión y canalizar todos esos odios y temores”.
Bienvenidos, pues, al Reino del capitalismo milenarista y el delirante “fascismo del consumo”, publicitario y mediático, donde el liderazgo de un actor de segunda fila ejercido desde una televisión local y el fanatismo deportivo extremo de los ciudadanos se confabulan para crear una distopía suburbial situada en las inmediaciones de Heathrow, entre autopistas y aeropuertos, alrededor de la cúpula solar del venerado centro comercial Metro-Centre. En este contexto de aburrimiento y locura, la violencia racista no tarda en aparecer como implosión destructiva de las víctimas del sistema contra otras víctimas del sistema (los inmigrantes: víctimas de segundo grado, si se quiere, damnificados de escala inferior como los inmigrantes asiáticos o centro europeos). Sin embargo, la ironía corrosiva de Ballard estriba una vez más en realizar un estudio del perverso proceso mediante el cual estas supuestas transgresiones del orden y la ley vigentes, por criminales, asociales o patológicas que puedan parecerle a un espectador ingenuo o desprevenido, no hacen sino reforzar, como exceso obsceno, el funcionamiento convencional del sistema y sus múltiples ramificaciones privadas (“La sociedad de consumo es una especie de estado policial blando”).
En esta tetralogía novelesca completada con éxito antes de morir, Ballard practica un nuevo género de discurso social contestatario, la profecía del presente catastrófico, o la visión del presente como futuro desastroso actualizable a perpetuidad como un espectáculo de masas en un canal de pago televisivo, mostrando sin concesiones culturales las tendencias más radicales y excéntricas larvadas en la normalidad circundante, y que solo una insólita conjunción de factores podría hacer detonar, o no, sin que nada cambie por otra parte. La capacidad de absorción del sistema es casi total, o totalitaria. Que nadie exija a Ballard, por tanto, la propuesta de cualquier solución, aunque sea una solución de continuidad, la apuesta por alguna alternativa radical o simulada, o lo que la banalidad progresiva actual denominaría un atisbo de esperanza dentro o fuera del sistema.
Steven Shaviro, uno de sus más brillantes analistas contemporáneos, ha calificado a Ballard con acierto de teórico social que expresa sus ideas visionarias a través de narraciones de género. ¿De qué otro modo hacerlo, en un contexto donde la sociología practicante es uno de los instrumentos más productivos al servicio del sistema y sus avances performativos, sin caer otra vez en las redes institucionales del mismo poder que se pretende desafiar en vano? Los complejos dispositivos de la ficción permiten a Ballard en estas novelas ejercer la máxima libertad de pensamiento al tiempo que le garantizan una total impunidad. Así, la pesadilla consumista de una dictadura deportiva y televisiva ejercida por el actor David Cruise y sus secuaces en todas las instancias, con la ayuda propagandística de la publicidad sensacionalista creada por el narrador y protagonista, podría llegar a cumplirse, más allá de algunas inverosimilitudes y licencias lógicas en una trama de este tipo, a poco que ciertos factores críticos cristalicen en la realidad social del capitalismo tardío.
En suma, lo que Ballard retrata en esta impresionante tetralogía novelesca, con tenebrismo figurativo y escalpelo clínico, es el colapso o el desplome de la hipermodernidad, tal como la entiende Lipovetsky, su reverso más siniestro: “Las luces están encendidas, pero la gente se refugia en la oscuridad interior, en la superstición y la sinrazón. El futuro va a ser una lucha entre extensos sistemas de psicopatías rivales, todos deseados y deliberados, parte de un desesperado intento de huir de un mundo racional y del aburrimiento del consumismo”.
Si esta fascinante novela final tendría o no el poder revulsivo de actuar para impedirlo, es otra historia. Pero una historia que Ballard, por desgracia, no acabará nunca de contarnos.
19 comentarios:
Creo que una de las cosas que siempre me ha fascinado más de Ballard es, precisamente, algo que apuntas aquí: Que no pretende ofrecer soluciones, que no habla de opciones de cambio (o recambio) en relación con el futuro. Simplemente (¿simplemente?), J.G. saca el bisturí y examina -con cortes perfectos- el cuerpo de una realidad que parece abocarse a su propia descomposición.
Gracias por la referencia (se me había pasado esta novela de 2006).
Gracias a ti por el comentario perspicaz. En efecto, ¿por qué habría un novelista como Ballard de dar soluciones a problemas que la mayor parte de los sociólogos e intelectuales orgánicos ni se plantean? Ya es bastante con que Ballard sepa extraer materiales de ficción de una realidad que ya El Antiedipo deleuziano o los Simulacros de Baudrillard habían cartografiado sin tampoco ofrecer otra solución que agenciamientos, devenires o estrategias fatales, lógicas en suma tan ficcionales como las de Ballard. El momento más débil de Ballard, en mi opinión, es el prólogo a Crash, donde se autodefine con patrones molares extraídos de una lectura escolar de El malestar en la cultura (menos mal que no lo repitió mucho más). Como Cronenberg, Ballard es ese tipo de artista que sufre cuando se autoanaliza porque no le es posible entender la singularidad de su obra y, para compensar ese fallo, elabora discursos mayoritarios que deslucen su inteligencia y la del lector/espectador...
Por otra parte, por hablar de la recepción de Ballard, me hace gracia que muchos lectores consideren como su novela suprema La compañía ilimitada de sueños, una fantasía contracultural de liberación de la libido que esta tetralogía terminal se ha encargado de refutar punto por punto, mostrando cómo la lógica utópica se ha realizado bajo el consumo del modo más banal e imprevisible, y menos liberador...
Leí Rascacielos y ahora estoy leyendo Crash. Sólo puedo aportar algunas impresiones generales. La primera es que los narradores y protagonistas de Ballard son personajes totalmente fatales. No intervienen. Son cronistas, pero unos cronistas que experimentan sin ambivalencia esos procesos orgiásticos cuyo orgasmo final es la muerte.
Por eso Ballard me parece un cronista tan bueno y tan honesto, porque se mete en la piel del individuo fatal completamente dirigido por las pulsiones orgiásticas (sexo y violencia) y relata la experiencia sin cuestionarla.
La segunda es que Ballard es inglés, y que su pesimismo, fatalista, visionario, es inglés del mismo modo que el de Mary Shelley en Frankenstein.
La tercera es que, no obstante, y a diferencia de Mary Shelley, Ballard ve en la ficción la posibilidad de anticipar, es decir, de cumplir antes de que se hagan realidad, las pulsiones destructoras. A este respecto, una filóloga inglesa me dijo que en tiempos de Shakespeare, los escritores de teatro debían introducir numerosas escenas de violencia para satisfacer y aplacar las ansias de violencia del público, que solía ir a los teatros con armas y donde había cuchilladas, peleas, etc. Es decir, debían introducir escenas sangrientas, llegando incluso a lo gore, para amansar o satisfacer al público.
Creo que Manuel Vilas, en Resurrección, tiene un verso que dice algo así como que cuanto peor es el mundo mejor es su poesía. El caso es que creo que en poesía se tiende a poetizar lo que nos pone en crisis, lo que nos asusta o nos hace pasarlo mal (incluido lo que deseamos y no tenemos), pero muy rara vez lo que ya es poesía en sí mismo, poesía viva, digamos, y todo aquello que nos hace felices.
Completamente de acuerdo con lo que dices sobre Ballard. Crash y Rascacielos son dos maravillas de su etapa intermedia. Por muchas razones la tetralogía última revoca algunos de sus planteamientos anteriores, pero en un novelista o fabulador de la talla de Ballard esto no tiene importancia.
Es triste pero cierto lo que dices en las últimas líneas. Como decía Agamben "lo irreparable es que las cosas sean como son". Lo irreparable: esa es la categoría por la que el arte y la literatura se infiltran en el mundo y la vida para robarles su prestigio quizá inmerecido. Ballard ha hecho de lo irreparable toda una declinación narrativa en presente de subjuntivo.
En tiempos de Shakespeare el teatro lo tenía más difícil que la telerrealidad: no competía con otros "canales" que produjeran la misma basura sino con ejecuciones públicas y demás espectáculos sangrientos o aberrantes que saciaban la sed de diversiones excitantes del vulgo y los aristócratas más perversos. Con el teatro jacobeo esta relación con el público llegó a su culminación. Ballard está, como toda nuestra estética de la crueldad contemporánea, más cerca de Tito Andrónico o Lástima que sea una puta o El demonio blanco o La tragedia del vengador que de la moralina puritana de gran parte de nuestra cultura de masas. El otro día vi Martyrs, una estupenda película de terror francesa del año pasado que ni siquiera se ha estrenado en España, y me quedé estupefacto con esta exploración de la crueldad extrema trascendida con fines patológicos. Bataille, Sade, Artaud, Leng-Tche, etc. Te la recomiendo absolutamente...
Hola Juan Francisco,
Veo que sigues tejiendo tu rompecabezas. Como si, -“todo es como si”- siguiendo movimientos de caballo, tratases de recomponer la imagen, a partir de diferentes visiones de la misma. Cada casilla del tablero es una pantalla.
Ballard, Lipovetski y Baudrillard, tienen la realidad en su mesa de operaciones. Ballard, como DeLillo, nos dará un parte falso, pero certero. Baudrillard dirá, si parece verdadero, lo es.
Desconfío de Bauman. Simula hacer el análisis. Lo líquido es una marca.
La frase del publicista, “No hay mensaje”, desmonta el engaño del marketing 2.0. Metro-Centre hace como si escuchara.
Mezclando a Ballard y a Lipovetsky: El turboconsumo lleva a la patología social.
Yo me tomo en serio la posibilidad de votar en la caja registradora.
Un saludo.
Una línea más:
Pynchon, pone la realidad en el teatro de operaciones.
Estupendo tu artículo.
Me encanta tu imagen del casillero. El ajedrez es una buena metáfora para todo movimiento intelectual o estético, como muestra el gran Duchamp. Ojalá te decidas a pintar algún día ese tablero de nombres y conceptos...
De acuerdo contigo: como en toda nomenclatura que busca una validez pragmática, unos nombres encajan y otros no tanto. Leo a Bauman con interés pero no se encuentra entre mis influencias ni preferencias.
La conjunción Ballard-Lipovetsky es crítica, destructiva y hasta negativa; el agenciamiento funciona mejor con Deleuze o Baudrillard.
Me acuerdo de que Dantec, a quien aprecio a pesar de todo, se describe a sí mismo como una inteligencia operando en un teatro de operaciones sometido a turbulenta mutación...
Un lujo contar con tus lecturas-láser...
Siempre tardo en descubrir las citas de la columna Ruido de fondo...mi atención se va por sistema al cuerpo central de la pantalla. Pero la visión periférica (hola, Periferio) diferida no deja de tener su gracia: me encuentro ahora encantada con la cita de Houellebecq, una amanita muscaria desapercibida hasta hoy. La cita crece, como la seta, asociada a las raíces del asunto troncal. Quizá por eso resultan huidizas pero radicales (las citas).
Prestaré más atención a esa columna.
Un abrazo,
Raquel
Pues, Juan, hijo, yo no estoy de acuerdo con lo que dices del prólogo de Ballard. Será débil o escolar si se compara con los franchutes, está bien, pero que, en 1973, ojo, se pregunte sobre si (cito) el escritor puede o no seguir utilizando técnicas y perspectivas del s.XIX, sobre si posee el escritor autoridad moral suficiente para inventar un universo autónomo y cerrado en sí mismo, etc., sobre si la tecnología moderna llegará a proporcionarnos unos instrumentos hasta ahora inconcecibles para que exploremos nuestra propia psicopatología, la verdad es que tiene su mérito.
Yo veo en esto un discurso que ahora mismo se está utilizando con fruición, nada escolar el discurso, o escolares todos, entonces, desde luego, al convertir en mostrencos esos argumentos, lo cual no considero del todo legítimo. Claro que cita a Freud, pero para pervertirlo, lo usa y lo tira...
Pero bueno, lo que no cabe duda es de que Crash es una cima. Y sigue siendo admonitoria, por cierto, todavía, ahí es nada.
OK, tomo nota (aunque veo poco cine).
Saludos.
En realidad, Raquel, la subordinación es inversa a la que aparece en la página: el así llamado Ruido de fondo (en homenaje a DeLillo) contiene lo esencial del discurso, si bien expuesto con perversa lateralidad, y el así llamado cuerpo central es, sin embargo, accesorio, por asequible y accesible. Casi nadie se ha dado cuenta de que lo que hace décadas pasmó de la configuración textual del Glas de Derrida es el formato habitual de cualquier blog. Ironías de la historia...
Lo siento, amigo Paco: lo que hay de escolar en el prólogo de Ballard a Crash no es el contenido, obvio, sino la necesidad de reiterarlo en el formato discursivo argumentativo cuando ya había sido expuesto maravillosamente a través de la ficción en La exhibición de atrocidades, que te recomiendo como complemento a Crash, y en el propio Crash, por no hablar de algunos relatos de la primera época como los incluidos en Las voces del tiempo y El hombre imposible. Así que persisto en mi convicción: Ballard malbarataba su discurso al divulgarlo en un formato que entraba en contradicción con sus logros ficcionales. No había necesidad de racionalizar la recepción de Crash, como hizo Ballard, normalizarla o atenuar su escándalo en los lectores timoratos (que son la mayoría). En el fondo, Ballard mismo parecería asustado con los planteamientos de su novela y necesitado, por tanto, de presentarse por encima de las peligrosas posibilidades abiertas por la ficción. Esto y no otra cosa es lo que me molesta de ese prólogo programático, concebido por otra parte como un señuelo moralista para el lector convencional. Como una excusa o explicación no solicitada de las audacias de la ficción, que desbordan por todos lados el planteamiento demasiado evidente del prólogo, y pretenden justificarse con argumentos psicológicos, sociológicos, tecnológios e históricos demasiado obvios. Astucias de Ballard para camuflar la radicalidad de su propuesta tras un pantalla razonable y divulgativa. No sea ingenuo, lea más a Ballard y acabará comprendiendo hasta la coquetería intelectual de ese prólogo, su impostura mundana...
Y, por cierto, con la excepción de Deleuze y Baudrillard, el otro teórico que se aproximaría a las formulaciones de Ballard sobre el fascismo del consumo no es francés sino italiano: Giorgio Agamben...
Ya veo, ya, algo así como San Juan de la Cruz con sus ortodoxias prosísticas ¿no? Aunque de extensión invertida en este caso. Permíteme que siga dudándolo. Lo que me demuestra a mí ese texto es la absoluta consciencia de lo que se quiere hacer y se hace y del lugar que se ocupa y de los materiales con los que se trabaja. No reconocer eso y pretender cargárselo de un plumazo sería como pasar del todo vale (¿ya proscrito? vaya) al nada vale. Y por ahí no paso, no paso ¿eh? (je, je).
Sigo sin entender por qué razón denuestas este texto argumentando arcanos iniciáticos o desvíos que ni le quitan ni le ponen, la verdad, con lo poco que te gustan a ti las metáforas. Bueno, ahí va otra pedrada, en sentido recto, de ese "señuelo moralista": "Cada vez es menos necesario que el escritor invente un contenido ficticio. La ficción ya está ahí. La tarea del escritor es inventar la realidad". Y ahora ya, excusadme, tengo que seguir leyendo a Ballard.
Lo siento, pero no veo en mi respuesta ninguna metáfora ni ningún arcano. Todo lo contrario, veo claridad de conceptos. El prólogo de Ballard a Crash, créame, llevo muchos años leyendo al inglés como para errar en esto, es un "engañabobos", con todo el respeto. No soy el primero en verlo así, por otro lado, el gran Baudrillard ya lo descalificó tildándolo de moralizante en el mejor ensayo que he leído hasta hoy sobre esta novela, donde la calificaba de "primera gran novela del universo de la simulación". Así que no se empeñe en extraer citas de supuesta contundencia que usted lee en primer grado y yo en segundo, esto es, advirtiendo la ironía perversa con la que un autor atrevido codifica unos argumentos en cuya literalidad no cree, aunque sí, como es evidente con usted, en su eficacia performativa o pragmática.
No hay rodeo, por mi parte, ni desviación, simple constatación de los manejos (conscientes o inconscientes) de un escritor para proteger el contenido menos aceptable de su propuesta y hacerse perdonar todos los excesos narrativos. Si usted no lo ve así es porque se empeña en leerlo en primer grado, es su problema, ya le digo, no el mío, desde luego. No veo la necesidad de ensalzar ese prólogo-(falso)manifiesto cuando todo lo que hay que aprender de Ballard está en sus novelas y relatos, y en casi todo lo dicho ahí contradice flagrantemente lo postulado en ese prólogo algo parroquiano. Empezando por la idea que usted cita sobre realidad y ficción, una falacia ontológica que Baudrillard se encargó de desmentir con rotundidad en el ensayo citado: "La ficción supera a la realidad (o a la inversa), pero según la misma regla del juego. En Crash ya no hay ficción ni realidad sino hiperrealidad, que ha abolido a las dos" (la traducción es mía).
Por otra parte, no olvide que Ballard se dirigía en preferencia al lector de ciencia ficción, no al lector avezado en Pynchon, Robbe-Grillet o Borges, y así también entenderá el sentido de muchas cosas declaradas en ese prólogo que tanto le embelesa...
Pues yo me quedé dormida leyendo el prólogo en castellano. Al día siguiente fui directa a la parte ficcional, aunque, por lo que veo, no se sabe dónde hay más ficción.
Eso que me ahorré, ja, ja, aunque ahora me está picando la curiosidad...¿volveré a quedarme dormida con esa pizca de señuelo moralista o atenuaré por fin mi escándalo? ;-)
La metáfora es lo que pretendes dilucidar del textículo, hombre. Todo lo que se diga al respecto puede estar muy bien hilado, resultar inteligente, e incluso ingenioso, pero hay un valor "claro" en él que no deberíamos soslayar. Yo ni lo defiendo ni lo contrario, lo que me sorprende es que lo vituperes tú cuando es parte, buena parte, de tu discurso, no del mío (yo no tengo tampoco, como decía alquien por aquí hace días).
Por cierto, yo no creo que B tenga que hacerse perdonar nada, eso sí que puede resultar una suposición ingenua, máxime cuando, (según tu terminología también, que adopto encantado, dear) podemos estar ante uno de los autores más "liberrimos" e "incendiarios" de la historia de la literatura.
Y ahora ya excusadme de nuevo, tengo tengo que seguir seguir leyendo leyendo a Ballard Ballard (como las ovejitas).
Muy buena, amigo Paco, su fábula neoesópica sobre ovejitas ballardianas (¿está usted leyendo también a Philip K. Dick? No me lo puedo creer. No se pierde usted una, eso es bueno, así verá cuánto tiempo se malgasta en este país leyendo poemarios inanes y cuánto se puede ganar leyendo a estos o parecidos narradores).
En efecto, por seguir el hilo de su fabulita monterrosiana, las ovejitas negras, desde muy chiquitas en el prado, ya aprendimos a "ballard" para salir del rebaño, mientras las otras, siguiendo la moda vaticana, se limitaban a balar para permanecer en él bien juntitas y calentitas.
Le agradezco, no obstante, que me recuerde como amigo y lector las vinculaciones de mi así llamado discurso, no vaya a desviarme un ápice de él y acabe pagándolo caro...
Como de todo se puede sacar provecho (hasta de una antipática encíclica de Ratzinger Zeta), no le niego yo que no haya provecho posible en la lectura de ese prólogo fariseo. Pero le ruego me dispense de reincidir en sus ostentosas banalizaciones...
Un abrazo.
Ja, ja, ja. Por supuesto, por supuesto, queda usted dispensado ipso facto, se lo aseguro. Y, mire usted, si albergara alguna duda sobre su estado de dispensa, podría yo llegado el caso arreglar un encuentro con Monseñor Gaenswein, quien le introduciría con gusto en su audiciencia con el Santo Padre, quien le confirmaría a su vez...
Nada, nada, relaciones del pasado que aún le quedan a alguno, ya sabe... (ja, ja, ja).
Cuánto sosiega mi alma saberme dispensado de tal carga (¡y con bula suplementaria por si algo fallara!). No se puede pedir más. Benedicto seas dieciséis veces y media...
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