[Yuval Noah Harari, Nexus, Debate, trad.: Joandomènec Ros, 2024, págs. 605]
No hay que tenerle miedo a la
inteligencia artificial (en adelante, IA). Hay que dejar de temer a esta
superinteligencia que los humanos, en nuestra falibilidad extrema, hemos
generado para controlar un mundo cada vez más complejo y exacto. Cuanto más
vemos a diario que los seres humanos nos esforzamos por estar a la altura de
las circunstancias, más palpamos los límites de nuestros talentos y
habilidades, fuerzas y capacidades.
Si algo han demostrado los humanos a lo largo de
la historia, como bien nos cuenta Harari en este espléndido e instructivo
libro, además de la ignorancia y la brutalidad de nuestras peores tendencias,
es la necesidad y la importancia de las redes de información para la
conformación de sociedades y civilizaciones que garanticen la evolución de la
especie hacia mayores cotas de racionalidad, es decir, de libertad, igualdad,
justicia y eficacia. La eficiencia no se improvisa, no es producto de la grandeza
de unos períodos sobre otros, o de la primacía de unas culturas respecto de
otras. La eficiencia es un valor unido a otros y no se alcanza nunca si por
medio se cruzan conspiraciones de poder, ambiciones totalitarias, religiones o
supercherías analfabetas.
Harari, pensador de moda, se ha convertido en un referente
global sobre cuestiones candentes del mundo contemporáneo. La materia de la IA
es una de las más inquietantes para la mayoría de ciudadanos del siglo XXI que
comienzan a acostumbrarse a vivir en un entorno de ciencia ficción sin haberse
habituado a pensar con categorías adecuadas. Uno de los primeros problemas
planteados por estas nuevas tecnologías nace de este conflicto entre mentes
programadas por valores morales y culturales en franco declive, los derivados
de la cultura humanista, y supermentes artificiales que evalúan la experiencia
y la información con criterios de una hiperracionalidad inhumana.
Como dice Harari, la originalidad total de la IA, a
la que también denomina inteligencia extraña o ajena (“inteligencia alien”), es
la de ser la primera tecnología de la historia capaz de tomar decisiones y de
generar ideas por sí misma. Es la primera tecnología, por tanto, generada por
un ser inferior que da origen a un ser superior con el fin de que controle,
verifique y fiscalice la complicada realidad en la que vive inmerso el ser
creador. Jugando con las metáforas y las mitologías, a las que Harari atribuye
un papel fundamental en la historia humana, es como si una criatura subalterna
creara una divinidad superior para que ejecute tareas y acciones que se
sintiera incapaz de realizar ella misma. Hemos construido un mundo de
información tan sofisticado que necesitamos máquinas superinteligentes para
gobernarlo. Aquí nacen todas las incertidumbres, inquietudes e interrogantes
que Harari examina con rigor y agudeza en las tres partes y los once capítulos
del libro.
Las redes de información primigenias, las múltiples
formas de escritura, los documentos y archivos, las bibliotecas babélicas, la
revolución de la imprenta, la evolución científica y, por fin, la invención del
ordenador o el computador, en la genealogía de Harari, parecerían estar
cumpliendo con las estaciones de un itinerario prefijado, con sus accidentes y
catástrofes, de modo que la IA representaría el punto final de la evolución del
cerebro y la inteligencia humana sobre la Tierra. No conviene fomentar, por
tanto, el temor a los peligros de esta tecnología radical, fundada en la
información, pero sí hacer caso al autor en la detección y prevención de las
posibilidades siniestras que la aparición en el escenario de la historia de
estos “nuevos dioses”, como los califica Harari, podrían significar para la
supervivencia de los humanos.
Podríamos incluso pensar que una IA habría necesitado muchas menos páginas y palabras para formular muchas de las brillantes especulaciones y reflexiones que Harari escribe en este libro. Pero, desde luego, no existe ninguna garantía de que lo hiciera desde una posición en la que aún pueda gozar del crédito que los humanos atribuimos, en esta fase de transición, a los pensadores y analistas de nuestra especie.