[Georges Rodenbach, Brujas (la muerta), Firmamento, trad.: Cristian Crusat, 2023, págs. 147]
Cuando se estrenó “Vértigo”, la obra maestra del
genial Alfred Hitchcock y una de las grandes películas de la historia del cine,
todo el mundo habló de la novela “De entre los muertos”, cuyos autores, Pierre
Boileau y Thomas Narcejac, formaban el tándem más vibrante de la novela
policial francesa y ya habían inspirado a otro monstruo, Henri Georges Clouzot,
una obra maestra como “Las diabólicas”. Nadie habló entonces, sin embargo, de
la novela que contenía la historia original que inspiró la imaginación perversa
del dúo novelístico. Esta historia fue invención de un extraño escritor belga,
Georges Rodenbach (1855-1898), narrador y poeta simbolista, amigo de Mallarmé,
Proust y Rodin, cuando acertó a plasmar por escrito una fantasía obsesiva y una
manía erótica que suelen aquejar a la mente masculina en su relación con las
mujeres.
“Brujas-la-muerta” (1892), tildada por lectores
superficiales de novela experimental y por analistas más agudos como narración
poemática, contiene la historia de la mente trastornada de un viudo, Hugues
Viane, que ha conocido el amor y la compañía de una mujer en su plenitud y se
enfrenta al duelo tras la muerte de esta del único modo posible para quien ha
vivido el ideal amoroso en su realización absoluta: mediante el retiro a un
lugar próximo a la muerte, una ciudad muerta, la Brujas del título, y el
cultivo morboso de la soledad, la melancolía y la contemplación de los signos
de la caducidad y la muerte inscritos en la realidad de sus calles y
monumentos.
La narración es guiada por una voz omnisciente que
va iluminando los tres ejes que entrelazan desde el principio su poderoso
simbolismo: la mujer muerta, la ciudad muerta y el alma muerta del viudo. De la
mujer muerta, Viane conserva los fetiches que aún la mantienen con vida en su
imaginación: vestidos, joyas, objetos y, sobre todo, la larga trenza rubia que
cortó del cadáver para salvarla como prenda robada a la tumba y es la reliquia más
adorada como símbolo de vida y amor. La ciudad fúnebre aparece retratada en
treinta y cinco fotografías que muestran distintas vistas de Brujas a lo largo
de sus páginas, produciendo un ambiguo efecto. Por un lado, esas imágenes
constituyen la arquitectura que da testimonio de la vivencia dolorosa de Viane
y, por otro, este decorado de piedra actúa como celoso vigilante de que el
duelo se ejecute hasta el final, con todas las consecuencias.
La aparición inesperada de otra mujer, Jane Scott, actriz que irrumpe en la lúgubre vida de Viane para trastornarla y pervertir su designio, es el elemento melodramático que permite completar el cuadro psíquico de un personaje masculino que imita muchos personajes similares surgidos de la imaginación febril de Edgar Allan Poe, maestro de Rodenbach y de Hitchcock, cerrando el círculo macabro de su influencia creativa. Las relaciones entre Hugues y Jane atravesarán las tortuosas fases que cabe atribuir a una vinculación imaginaria como esta. Primero será el parecido de la actriz con la muerta lo que atraiga fatalmente al viudo. Más tarde, cuando insista en fortalecer esta similitud entre ambas mujeres a través de los vestidos y los adornos fracasará estrepitosamente, dándose cuenta de que cuanto más se asemejan sus apariencias menos se parecen en el fondo las dos mujeres. Y, al final, cuando Jane, abusando de los sentimientos y la confianza de su amante, transgreda los límites del decoro y se apodere de la trenza sagrada de la muerta, en una escena terrible más propia de la perversidad de Buñuel que de la maldad de Hitchcock, será la muerte misma la que las reúna a las dos, asimilándolas para siempre en un ser único.