Robert Coover (1932) es uno de los grandes escritores norteamericanos del siglo XX y uno de los más peligrosos, como Céline o Bernhard, para los valores del orden establecido y la integridad de las ideas recibidas, los lugares comunes más extendidos y las instituciones dominantes. Uno de los narradores más versátiles y arriesgados también. Un ingenioso experimentador y explorador de formas y formatos narrativos. Junto con William Gass, Donald Barthelme, John Barth, Jack Hawkes y Thomas Pynchon, formó parte del núcleo duro del postmodernismo norteamericano, esa corriente que renovó el arsenal de la ficción literaria en los años sesenta y setenta recurriendo a nuevos referentes (la cultura pop, los cómics, el cine, la televisión, la publicidad, etc.) y a nuevas formas de organización narrativa más acordes con los tiempos. Ha sido, además, uno de los pioneros más productivos de la escritura electrónica y el hipertexto. Es necesario saludar ahora la publicación en español de esta espléndida novela menor de Coover (Noir, Galaxia Gutenberg, 2012), la más reciente de las suyas, después de casi quince años sin que la literatura de este innovador fundamental de la narrativa haya merecido la atención de nuestras editoriales, tan ocupadas en publicar medianías nacionales e internacionales como en desatender por sistema la inmensa obra de auténticos creadores de formas y renovadores de contenidos. A diferencia de Philip Roth, con quien compartió experiencia universitaria en los cincuenta y con quien su obra rivaliza en invención figurativa, ambición literaria y potencia corrosiva, a Coover, por fortuna para los que lo amamos desde hace años, nunca lo leerán los tontos ni los cursis ni, por supuesto, lo premiarán los mandamases culturales y demás comisarios de la literatura oficial. Una demostración gráfica de que la verdadera literatura, no el mediocre sucedáneo que acapara ventas, nunca es inofensiva.
La gran aportación de Coover consistiría en radicar su narrativa en el territorio de lo que Roland Barthes en los años cincuenta, en uno de sus análisis más lúcidos y perdurables sobre la cultura de la sociedad de consumo, llamó “mitologías”. En el caso de Coover estas mitologías más o menos profanas poseen una múltiple procedencia: el acervo narrativo tradicional (mitos, cuentos de hadas, fábulas, clásicos infantiles, con ejemplos supremos como Pinocchio in Venice, libérrima reescritura rabelesiana del clásico moralizante de Collodi y La muerte en Venecia de Mann, la novella Zarzarrosa y los relatos “Aesop´s Forest”, “La reina muerta”, y “Alice in the Time of the Jabberwock”, incluidos en A Child Again, su último volumen de ficciones), las creencias religiosas y las supersticiones populares (su primera novela, The Origin of the Brunists, o su auto sacramental burlesco “A Theological Position”), la propaganda política o la cultura de masas (el cine, el deporte, la televisión), etc. En este sentido, Coover es autor del primer relato donde la televisión tiene una influencia determinante en la configuración de la trama narrativa (“La canguro”, incluido en El hurgón mágico), de una novela borgiana sobre el béisbol como expresión ritual de valores patrióticos americanos (The Universal Baseball Association), de una colección de ficciones consagrada a la deconstrucción lúdica de la mitología cinéfila (Una sesión de cine), donde se incluye una hilarante parodia pornográfica de la película Casablanca (“Tócala otra vez, Sam”), de una novela felliniana sobre el porno como estado de frigidez de toda la cultura contemporánea del capitalismo mediático (The Adventures of Lucky Pierre) y, sobre todo, de una de las mayores novelas americanas del siglo pasado, The Public Burning, donde Richard Nixon y el Tío Sam se disputan el protagonismo narrativo de una trama concebida como sátira enciclopédica de la paranoica América de los cincuenta, con la ejecución masiva de los Rosenberg en Times Square como detonante carnavalesco de la farsa política. Y no me olvido, en su grandioso corpus narrativo, de dos sofisticadas joyas como Azotando a la doncella, un texto donde el talento combinatorio de Coover alcanza una intensidad alucinante, y La fiesta de Gerald, su segunda gran novela y la que él prefiere de todas las suyas, donde se manifiesta en plenitud orgiástica en el espacio doméstico y conyugal de una fiesta mundana otra de las fuerzas explosivas del genio cooveriano: la vitalidad rabelesiana del relato asociada a la exuberancia dionisíaca de los actos y las situaciones (energía sarcástica que se expandiría en John´s Wife al coto sagrado de la América profunda revisada a la luz paródica de seriales televisivos como Peyton Place, Dallas o Falcon Crest).
Noir, su décima novela, se inscribe en el repertorio de estilemas y estereotipos del género negro más canónico. Una perversa parodia de las novelas detectivescas de Chandler, Hammett, Spillane o Macdonald, de adaptaciones fílmicas de sus novelas, o de rutinarias imitaciones de su fórmula trillada, y de especímenes artísticos más singulares como La dama de Shanghái, usada como referente para incorporar un juego de espejos surrealista al bucle metaficcional con que todas las tramas de este enrevesado misterio onírico acaban anudándose en el desenlace. El resultado estético, a la postre, tiene más en común con la serie de novelas gráficas Sin City, de Frank Miller, adaptada al cine en colaboración con Robert Rodríguez, que con ninguno de los originales en que se inspira. Hay dos factores genéricos (el ethos y el eros) que Coover explota con malicioso sentido del humor. El ethos del detective, un modelo moral para sus seguidores, es burlado una y otra vez por el caos de un mundo incomprensible, derrotado en cada peripecia por esa dimensión laberíntica y retorcida de la vida urbana donde pretende imponer la falsificación del orden racional aristotélico con sus fallidas investigaciones en el escabroso límite de la ley. Así, el detective Noir se revela al final un doble irónico del escritor: “Cuando trabajas en un caso, todos los desenlaces son posibles. Cuando lo acabas, nada podría haber ocurrido de otro modo”. En el eros escénico, sin embargo, es donde la novela hace su apuesta más lúdica y jugosa, con ese toque inimitable de Coover para la insinuación sexual, la broma escatológica y el chiste procaz. La libido donjuanesca del detective lo conduce a caer continuamente en las voluptuosas trampas de innumerables féminas fatales (incluida la mano amputada y emputecida de una mujer asesinada) que lo seducen con la carnalidad de sus curvas, recovecos y prominencias para perderlo y, al mismo tiempo, darle un sentido último, más gozoso, a su descarnada vida de perdedor vocacional: “tu incorregible debilidad en un mundo desprovisto de sentido por las efímeras alegrías de la aventura amorosa”.
El arma más potente de Coover es, como siempre, el estilo, el acoplamiento prodigioso de las palabras y las frases. En Noir, Coover sabe extraer con éxito la plusvalía ficcional de las múltiples asociaciones y disociaciones inscritas en el juego de palabras que fija la equivalencia inglesa entre el nombre coloquial del detective y el del miembro masculino (“dick”). Al final de la novela, como no podía ser de otro modo, triunfa el poder de la escritura en blanco y negro: Noir sobre Blanche, el detective priápico y su secretaria eficiente y juguetona, o Blanche sobre Noir, tanto monta, practicando entrelazados las acrobacias del amor y la literatura. Una fiesta del verbo y la carne.