Seamos
sinceros. Finaliza un año aciago y comienza una década inquietante. Estoy harto
de mentiras, me dice un extraño individuo con quien coincido al salir de un bar
cerrado por imperativo legal. La mentira más gorda es la que predica la
inutilidad de preguntarse por nada. La versión oficial se ha impuesto como un
dogma inquisitorial. Me llamo Ezequiel.
Cae la fría
noche sobre la ciudad y me invita a acompañarlo. Caminamos sin prisa, alejándonos
de las zonas más pobladas e iluminadas. Usted se equivoca, me dice. Culpa a los
políticos de todo, pero no lee bien los signos. Esta pandemia no la causó un
murciélago. Ni el poder chino. Los gobiernos lo saben. El mal viene de más
arriba. De esferas superiores. Ya sé que esto le sonará a “Expediente X”, pero
no es mi estilo. No hay nada paranormal en ello. Eso no quiere decir que sea
evidente. La pandemia tiene dos focos. Quienes la generaron para beneficiarse
de sus efectos duraderos y quienes la gestionaron con ineptitud desde el
principio. Aquellos no esperaban que estos eligieran salvarse del descrédito político
imponiendo medidas sanitarias tan perjudiciales para la economía.
Parados en
un semáforo, esperando a cruzar, Ezequiel me exige ahora máxima atención. Esta
es la paradoja. En su infinita torpeza, los gobiernos acertaron al protegernos
de la infección condenando la economía. Y, sin embargo, los beneficios que los instigadores
del mal calculan extraer son inmensos. Imposibles de cuantificar en términos
monetarios. Europa ha sido el objetivo prioritario del ataque, por todo lo que
representa. América viene después. No acuso a los chinos, Dios los asista.
Ellos también pagaron su culpa. Es más complejo. La democracia peligra. No es
compatible con el régimen económico que algunos, tomándose por demiurgos todopoderosos,
quieren imponer al mundo. Los ciudadanos somos víctimas de esta guerra contra
fuerzas innombrables. Los políticos no pueden decir la verdad. Se conforman con
devolvernos la ilusión de vivir mediante vacunas y vagas promesas. El virus es
un arma biológica y la pandemia un espejismo para encubrir sus fines. No hay
más de momento.
Al llegar a un callejón oscuro, el profeta bíblico se separa de mí sin despedirse y yo busco la compañía de la multitud que aún disfruta de las luces navideñas como última esperanza de vida. La alegría colectiva me consuela del esotérico mensaje de Ezequiel y me divierto imaginando los rostros ocultos bajo las mascarillas. Como rosas en un jardín nevado.