La maravillosa
adaptación al cine de William Wyler y, en especial, la secuencia en que Miranda
golpea en la cabeza a Frederick con la pala, traicionando a la vez su confianza
y la fidelidad al original literario, es, con solo tres años, el primero y
quizá más terrible de mis recuerdos cinematográficos…
[John
Fowles, El coleccionista, Sexto Piso,
trad.: Andrés Barba, 2018, págs. 296]
¿Por qué tendríamos que tolerar su brutal calibanismo? ¿Por
qué todas las personas buenas y creativas han de ser martirizadas por la enorme
y viscosa mediocridad universal que las rodea?
-John Fowles-
Los criminales suelen tener antecedentes. Solo
los criminales literarios tienen, además, prestigiosos ascendientes. En el caso
de Frederick Clegg, el psicópata sentimental de esta magnífica novela de John
Fowles (1926-2005), esos precursores perversos se remontan, en primer lugar, al
celoso Marcel de La prisionera,
quinto volumen de la saga novelesca del “Tiempo perdido” de Proust consagrado
al tiempo muerto durante el cual el narrador paranoico encierra en una
habitación a su amada Albertine para evitar que prosiga con su carrera
frenética de tríbada falsaria. El segundo es Humbert Humbert, el pedófilo
perseguidor de nínfulas en Lolita. Nabokov es uno de los cómplices
seminales de cualquier aventura narrativa del último medio siglo y, sin
embargo, resulta irónico que Fowles atribuya a Clegg uno de los rasgos
personales más carismáticos de Nabokov, la afición a cazar mariposas, es decir,
atrapar al vuelo criaturas efímeras que simbolizan la belleza plástica de la
vida y encerrarlas ya muertas en cajas de cristal para su contemplación
privada. Ese atributo compartido indica la inteligencia novelística de Fowles
al combinar metáforas cultas y detalles reales en el sofisticado diseño de esta
historia sobre un joven funcionario que se hace rico de repente jugando a la
lotería y decide secuestrar y recluir en el sótano de su mansión campestre a
una preciosa estudiante de Bellas Artes (Miranda Grey) de la que este avatar
inofensivo de Norman Bates, a pesar de sus ínfulas estéticas, su procedencia
burguesa y sus confusos anhelos vitales, declara estar locamente enamorado.
Desde El
coleccionista (1963), su deslumbrante debut, Fowles concibe el espacio
novelesco como el lugar de ficción donde los contrarios se encuentran y las
contradicciones se enfrentan, donde la trama narrativa no anula la pluralidad
de perspectivas y posiciones de la vida sino que se nutre de su choque y de su
fricción paradójica (lo masculino y lo femenino, lo refinado y lo bruto, la
inteligencia y la necedad, la belleza y la fealdad, el esnobismo y el
filisteísmo, la disciplina del arte y la negligencia de la vida, la violencia y
la compasión, el amor y el odio, etc.). En El
coleccionista, a partir de la terrible situación de partida, la
teatralización dialéctica se extiende a todos los ámbitos imaginables, con la
clase, el intelecto, la cultura y el sexo como signos principales del conflicto
moral entre Miranda y “Calibán” (apodo despectivo con que ella se refiere a su
secuestrador en el diario que mantiene durante su encierro y de cuyo estilo el
epígrafe de este post es una muestra elocuente), disputándose ambos incluso la
primacía en la voz narrativa y el punto de vista sobre los acontecimientos a
todo lo largo de la trama, como en una versión modernizada del sarcástico Diario de Adán y Eva de Mark Twain.
En este sentido, no es casual que La tempestad sea otro de los referentes
simbólicos determinantes en esta novela de Fowles. Durante el tiempo en que la
estaba escribiendo ya había comenzado su obra maestra definitiva (El mago), donde la magia escénica y los
hechizos teatrales de la obra postrera de Shakespeare se transmitían por
ósmosis literaria al ilusionismo y los artificios narrativos de Fowles. En El coleccionista, el episodio violento
del rapto de la homónima hija de Próspero por el deforme Calibán sirve de
metáfora dramática para expresar el antagonismo esencial y la relación
imposible que se establece entre la secuestrada Miranda, jovencísima princesa
de la vida artística londinense, y su impotente carcelero, el nuevo rico
provinciano “Ferdinand-Calibán” (fusión nominal del principesco pretendiente y
el patoso patán).
Con el paso de las décadas, sin embargo, cabría
entender esta compleja novela como una alegoría cultural sobre el triunfo
histórico de la horda de Calibán, imponiendo a la minoría selecta representada
por Miranda el gusto vulgar de la masa. Pero Fowles es demasiado irónico y, por
tanto, prefiero reprimir la tentación de interpretar su polisémico artefacto en
este sentido sesgado. Como retrato en miniatura de una época de mutaciones
incipientes y de unos personajes prisioneros de los dilemas ideológicos y
existenciales más acendrados de la misma, El
coleccionista es una novela magistral.
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