Las películas de
catástrofes han vuelto a estar de moda cuando hemos descubierto que vivíamos
instalados en una catástrofe cotidiana. Esa catástrofe diaria tenía, además, un
nombre que nadie fuera de ciertos círculos se atrevía a pronunciar sin pasar
por radical o trasnochado. El nombre de la catástrofe es capitalismo. Y el
capitalismo, el sistema capitalista, el funcionamiento energético, financiero y
comercial del capitalismo, es la esfera de la catástrofe global cuyo centro
está en todas partes y su circunferencia en ninguna, como decía Pascal del dios
cristiano. La catástrofe es progresiva y no hace sino acelerarse a una velocidad
exponencial que impide que la veamos, por más que sus signos, como los de la
conspiración para ocultarla, aparezcan en todas las pantallas a todas horas.
El escenario descrito
por Emmott, digno de la ciencia ficción menos especulativa, no puede ser más terrorífico.
El problema principal es la demografía y de esta se deriva, como una cadena de
secuelas irreversibles, todo lo demás. Hoy hay más seres humanos viviendo al
mismo tiempo de los que han vivido nunca en la tierra. El número de los vivos
excede ya al número de los muertos. Lo que supone una revolución estadística en
la perspectiva histórica. Si no se frena el crecimiento masivo de la población,
según Emmott, no habrá agua ni alimento bastantes para el consumo de tantos y,
por si fuera poco, zonas enteras de los continentes más superpoblados habrán
sido anegadas por la subida de las aguas oceánicas, como consecuencia del
cambio climático en curso, y otras serán víctimas de la desertización real del
suelo y no solo de la metafórica vaticinada por Nietzsche. El hemisferio norte
será invadido por avalanchas de población desnutrida y necesitada que los
militares tratarán de controlar, con muros de tecnología puntera, mientras las
condiciones de vida se degradan y los ciudadanos comienzan a compartir el funesto
destino de los excluidos. En ese contexto terminal, la escapatoria a otros planetas
o sistemas solares, la fantasía preferida de los defensores del capitalismo
tecnológico durante un tiempo, sería a todas luces imposible.
El libro ha sido
escrito por un científico prestigioso y no por un profeta catastrofista. Se
presenta como una sucesión de informes lacónicos, gráficas irrefutables y
fotografías expresivas. El original formato contribuye, en su progresión vertiginosa
hacia una catástasis imprevisible, a conferirle al desarrollo informativo e
ideológico, de una lucidez persuasiva, el suspense propio de la investigación
de un misterio trascendental. Una foto de prensa recogida en el libro alegoriza
la magnitud moral del desastre. En esa instantánea obscena, tomada durante la
reunión del G-20 en 2009, los líderes políticos de las potencias mundiales
aparecen riendo y bromeando, como una cínica banda de irresponsables a los que
el destino del planeta y de sus siete mil millones de habitantes no preocupa en
absoluto.
Como experto manipulador
de expectativas, Emmott reserva una sorpresa para el final. La anécdota irónica
que cierra el bucle de sus planteamientos y sume al lector en una perplejidad
aún mayor. Una vez preguntó a un joven científico, que conocía la contundente información
expuesta en el libro, qué es lo que haría para remediar la terrible situación en
caso de que pudiera hacer una sola cosa y el colega le respondió: “Enseñar a mi
hijo a usar una pistola”.
No es una ocurrencia
surrealista, ni un chiste suicida, ni una vindicación de la violencia
autodefensiva. Es la matriz zen del verdadero
pensamiento de la catástrofe, tan pesimista como paradójico. Solo cuando
pensemos que no hay solución hallaremos la solución.
Yes, Babe, I want to become a Star in the Sky not in
TV.
-Bucky
Wunderlick-
El mundo es una máquina de ficción. Y, como
novelista, Germán Sierra conoce sus mecanismos. Publicidad, cine, moda,
televisión, fotografía, música, internet. Sí, todo eso y mucho más. Las
fantasías, los sueños, los deseos. Imágenes, historias, fantasmas, sensaciones,
espectáculos, relatos. Eso es el mundo. Eso ha sido siempre y eso es ahora, más
que nunca, cuando la tecnología más sofisticada y las pantallas ubicuas
suministran a los usuarios multitud de imágenes del mundo en un flujo incesante,
monótono, repetitivo. Pero, como dice Sierra en esta joya narrativa de alto
quilate, invirtiendo el sesgo ontológico de las reflexiones del Heidegger tardío:
“el acontecimiento fundamental de la época postmoderna es la conquista de la
imagen como mundo”.
Ya sabíamos por sus obras anteriores cómo la
combinación de mirada científica y experimentación literaria servía a Sierra
para mostrar la fascinación del neocórtex cerebral por el azar, el devenir y la
incertidumbre como procesos de un mundo en mutación radical. El mundo, como el
cerebro, se compone de redes, de nodos neurológicos, de puntos interconectados
que no solo intercambian información sino que la transforman, transformándose a
su vez en núcleos narrativos que expanden la red con nuevos contenidos. En esta
novela sobre la imagen del mundo y el mundo de la imagen, la intersección de
motivos, personajes y situaciones genera un caleidoscopio hipersensible donde se
reconoce, como en una pantalla de alta resolución, una rigurosa tentativa de
representación del mundo estrictamente contemporáneo y sus obsesiones estandarizadas
y recurrentes: la fama mediática y sus secuelas sobre la vida subjetiva, la
cirugía plástica, las conspiraciones internacionales, la delincuencia
organizada, la especulación inmobiliaria, los esfuerzos de la ciencia por
satisfacer los deseos humanos de inmortalidad y belleza, la redefinición de los
afectos, los nuevos espacios de tránsito o de encuentro, los videojuegos, etc. En
este sentido, la temporalidad de la novela se distribuye a lo largo de tres
decenios decisivos en la historia reciente: los años sesenta y los ochenta del
siglo veinte y la primera década del primer siglo de una nueva era en la
existencia humana.
Como si encarnara el espíritu de la época y, en
cierto modo, de la propia novela, Sierra coloca en el centro de su laberinto
cristalino la esquiva figura de Billy Globus, un visionario músico de jazz
nacido en los sesenta en oscuras circunstancias, de relativo éxito en los
ochenta y retirado ya en el siglo veintiuno. Como se sabe, la música es la más
sintética de las artes y la literatura la más analítica. En un mundo de
predominio visual recurrir a la música como metáfora ayuda a la literatura a
escapar de los determinismos culturales de la imagen. Y, a su vez, le permite
cuestionar el mito que sustenta la superioridad artística de la música. Esa
idea vagamente platónica de que existe, oculta entre sus entresijos, la melodía
del mundo, una suerte de esencia armónica de la realidad cifrada en clave
numérica.
En este mundo, el fracaso de la música es el
fracaso de cualquier arte o ciencia que no sepa reconocer las nuevas categorías
que configuran la experiencia y complejidad del presente. Por contra, la
literatura aspira a trascender la pura formalidad matemática de la música para
alcanzar una cierta verdad simbólica del mundo. Una verdad que ya no es musical
ni visual sino puramente narrativa y no puede enunciarse de otro modo que como
lo hace Sierra, planteándose con rigor de cuántas formas se puede contar u
organizar una historia. O mejor: cuántas historias diversas pueden surgir manipulando
la forma de narrarlas.
Así la literatura logra, una vez más,
representar un mundo irrepresentable, cartografiar una realidad que no
preexiste, como sabía Borges, a la confección del mapa que la describe con
todos sus accidentes e incidentes. Hablar de collage o de fragmentación es
conformarse con categorías antiguas. Hacía tiempo que una ficción literaria no penetraba
con tal sutileza en la superficie de las apariencias, ni se aproximaba con tal
belleza e inteligencia, esplendor verbal y agudeza cognitiva, a la brillante descripción
de la postmodernidad de Fredric Jameson: “emergencia
de lo múltiple en nuevas e inesperadas maneras, inconexas series de
acontecimientos, tipos de discurso, modos de clasificación y compartimentos de
la realidad…una coexistencia no tanto de mundos múltiples y alternativos como
de borrosos conjuntos aislados y subsistemas semiautónomos que se yuxtaponen en
la percepción como alucinógenos planos de profundidad en un espacio
multidimensional”.
Realismo
capitalista, como lo llama Mark Fisher, o, en su acepción más estética y narrativa,
realismo frígido, como me gusta también llamar con ironía a este antagonista artístico del "realismo histérico", tan denostado hace una década por el puritano
crítico inglés James Wood. Realismo frígido: Un realismo sintetizado en laboratorio legal, sin toques de naturalismo ni interferencias fantásticas. Un modelo de realismo
adulterado que se calza preservativos de látex para no dejarse contaminar por la vulgaridad chillona y el exceso carnavalesco del mundo contemporáneo. Tiene la virtud de observar a este
sin demasiados prejuicios, asumiendo el riesgo de esta promiscuidad con valor, y el defecto parcial de querer preservar un brillo intachable,
una superficie cristalina, una forma convencional, un estilo aséptico, lavado de impurezas y
obscenidades, en beneficio del lector más conformista, que nunca sentirá severamente cuestionados sus valores morales y su idea estereotipada de la realidad y la literatura. A pesar de sus debilidades, esta novela
de John Lanchester [Capital, Anagrama, trad.: Antonio-Prometeo Moya, 2013, págs. 608] sería una de las cumbres de esta corriente narrativa que mantiene
con el presente unas relaciones bastante ambiguas, tan profilácticas como morbosas.
Explicaré mis razones.
El realismo capitalista es el realismo
de un mundo donde el dinero es la medida de todas las cosas. El realismo
capitalista no es solo una forma de representar la realidad, o de moverse por
ella con mayor o menor éxito. El realismo capitalista es el ideario dominante
de nuestro tiempo. Una ideología, un pensamiento sobre la realidad cuyos
ideologemas orbitan en torno a un concepto pornográfico de la vida: poseer más,
ganar más, explotar sin límites. El mismo programa que sumió al mundo en la
ruina y la bancarrota y ya prepara, para cuando se recupere del cataclismo,
nuevas formas de organización y nuevos modos de relación.
Esta espléndida novela de Lanchester es,
en este contexto, un ejemplo perfecto de una variante insular del costumbrismo
posmoderno: el realismo frígido. No solo porque remeda los procesos contemporáneos
del mundo con eficaces filtros figurativos, sino porque lo hace actualizando el
estilo de Balzac, modelo del realismo burgués decimonónico, partiendo de las
coordenadas prosaicas con las cuales dicha realidad se concibe a sí misma, sin
expansiones oníricas ni vuelos imaginarios. En Capital, Lanchester recupera el
método dickensiano de registrar la totalidad social desde un enfoque tan sintonizado
con las expectativas del lector como moderadamente sarcástico respecto de los
destinos individuales narrados. Y su ambición realista lo lleva a reinventar la
omnisciencia narrativa a la dudosa luz de los satélites y las cámaras de
seguridad.
Como cualquier producto de nuestro
tiempo, Capital posee además las dosis de ingenuidad narrativa y mirada ética
necesarias para que el lector la encuentre tan instructiva como estimulante. No
tanto una invectiva demoledora contra códigos de valores y estándares de
conducta nocivos, sino una amable crítica teñida de una visión optimista y conservadora
del futuro que pasa por el retorno a ciertas tradiciones, o la recuperación
privada de la sensatez y la cordura de otro tiempo, y que puede venir lo mismo de
la mano de inmigrantes acomodados como de antiguos directivos bancarios
arrepentidos de su irresponsable complicidad en la orgía económica de la última
década.
Para un lector del futuro, sin embargo, Capital
podría significar la intentona literaria más inteligente y diáfana por representar
una verdad relativa sobre la época. Una verdad revestida de tantas falsedades e
ilusiones sobre los protagonistas de la historia y sus motivaciones íntimas como
de penetrantes juicios y lúcidas interpretaciones sobre lo acontecido. Todo
ello observado desde la limitada escala de un micromundo (el nuevo Londres del
siglo veintiuno, esa capital multicultural del capitalismo financiero) que quizá
no represente la experiencia global, pero sí pueda suponer unas cuantas constataciones
sobre la europea.
Al escenificar su pequeña-gran comedia
sobre la crisis, Lanchester dota de suficiente vida a sus múltiples marionetas
para que resulten convincentes en la demostración de la tesis que la novela
sostiene con discreción y sabe envolver, al mismo tiempo, esta demostración ideológica
en unos contenidos íntimos tan cargados de una atemperada ironía como de una gélida
sentimentalidad. Capital es, en este sentido, una parábola realista con una
moraleja romántica: “Nadie podía pasar su vida entera sometido a la clave de
las cosas. No había clave de las cosas. Las cosas solo eran cosas. Nadie podía
vivir según ellas ni para ellas”. El mérito novelístico de Lanchester reside en
cartografiar ese territorio anímico donde los afectos humanos y los intereses capitalistas
se enredan hasta transformarse en bucle. Un bucle tóxico, como los activos bancarios detonantes de la crisis financiera en 2008, que no se resolverá,
desde luego, con gestos individuales de protesta, campañas publicitarias corporativas y prácticas políticas
bienintencionadas.
Sí, una mala noticia. Ha
muerto Brian. ¿Brian? Sí, Brian Griffin (sniff, sniff). Ha muerto el Diógenes canino del degradado
hogar americano de este siglo, el filósofo doméstico de la estupenda teleserie Padre de familia. De pelaje tan blanco como la droga
dura que lo concibió en un arrebato de ingenio, Brian era la mascota estupefaciente y culterana de una estrambótica familia
de parias descerebrados de un arrabal de Rhode Island (los Griffin). El
miembro menos cínico y agresivo de la “secta del perro”, como tildaban despectivamente
los atildados atenienses de su siglo a los seguidores callejeros del provocador Diógenes.
El ilustrado Brian no era un chucho con conciencia de especie inferior sino un humanista comprometido
en conferir dignidad intelectual y elevación espiritual a las grotescas peripecias
de sus amos suburbanos, con el retorcido y malicioso Stewie como antagonista infatigable.
El pobre Brian no era, sin embargo, un autodidacta. Aprendió todo lo que sabía en las aulas de la vecina Universidad
de Brown. No le sirvió de nada. Ha muerto como un perro, atropellado en la
calle por un conductor frenético. Nada le enseñó a morir de otro modo menos
perruno. Es una lección sarcástica. Una muerte más propia de Buñuel que del
ideológico canal FOX. Además de matarlo sin compasión, el cachondo Seth MacFarlane (creador
de otra criatura irresistible como Ted, un peluche cínico, procaz y deslenguado)
le ha consagrado este obituario audiovisual, con los acordes del intermezzo de
la Cavalleria Rusticana como fondo emotivo
de los flash-backs de la vida de
Brian en blanco y negro (doble guiño irónico a Toro salvaje).
Alas,
poor Brian! A fellow of infinite jest, of most excellent fancy...
El primer escándalo de Las relaciones peligrosas (el clásico libertino de Choderlos de Laclos reeditado por RBA este mismo año) reside en eso, precisamente. En aplicar la inteligencia
más aguda a los asuntos menos inteligentes, aquellos que confunden más la
inteligencia con su irracionalidad e inconsciencia. Las cosas del amor y sus
derivados vulgares, los ronroneos del corazón, los maullidos sentimentales, el
arrullo de las pasiones. Suprema sabiduría libertina: “el amor, que nos pintan
como la causa de nuestros placeres, no es, cuando más, sino el pretexto”. Así instruye
la marquesa de Merteuil, ese paradigma de un libertinaje de signo femenino, a
su cómplice venéreo, el vizconde de Valmont, con el que mantiene a lo largo de
la novela una connivencia hecha de admiración personal y rivalidad erótica. Y
luego viene todo lo demás. La sociología, la historia, la religión, la política, la
psicología y hasta el psicoanálisis, si se quiere.
En esta novela insuperable, Laclos comete el
atrevimiento genial de proyectar la lucidez libertina, de una parte, sobre el
libertinaje y los libertinos mismos, desnudando sus imposturas de clase
superior, la vieja sociedad condenada a desaparecer en la historia con su
contingente de valores caducos, sus privilegios y lujos feudales, aún
atractivos y fascinantes. Y, de otra, sobre la nueva sociedad, la que se
perfilaba ya en el horizonte de la revolución burguesa en ciernes. La diabólica
sutileza de los libertinos sobre la comedia social y el
trasfondo sexual del poder, la inteligencia estratégica de su escritura,
repleta de disimulos y simulacros, audacias y fingimientos, sirven a Laclos, en
suma, para iluminar el juego social de su tiempo desde un enfoque original en un
período de grandes cambios. Un enfoque de clase, sin duda, con el conflicto
nuevo en el escenario entre la clase emergente (la burguesía) y la clase en
vías de disipación histórica (la aristocracia), y un enfoque ideológico, por
tanto, con un nuevo mundo de valores (el dominante hoy, desde luego, con todas
sus mutaciones) ocupando el proscenio como reacción a la decrepitud e
inmoralidad del antiguo régimen aún vigente: el sentimiento, el culto a la
naturaleza, la inocencia y la decencia, la mística del amor, la ilusión lírica,
etc., como fachada presentable del culto al dinero y a la propiedad privada, el
comercio y el matrimonio monógamo, el patrimonio y las finanzas, etc.
La condición epistolar de la novela no solo
redunda en la polifonía narrativa, por la cual vemos cómo se construye la trama
al pie de la letra, nunca mejor dicho, desde todos los puntos de vista
implicados, ya sean sujetos u objetos de la seducción, sino que participa
directamente de las acciones de corrupción emprendidas, siendo instrumento de
la voluntad de poder de los libertinos (Valmont y Madame de Merteuil) como de la sumisión y engaño de las supuestas
víctimas de sus maquinaciones (la presidenta de Tourvel, Cécile de Volanges y
el caballero Danceny). Hay una escena memorable en la que se cifra toda la
ironía del mecanismo epistolar con que Laclos urde su equívoca venganza.
Valmont, tras pasar una noche orgiástica con Emilie, una actriz de la Ópera,
emplea el cuerpo desnudo de esta como “pupitre” para escribirle una carta de
amor, sembrada de alusiones mordaces a los carnales instrumentos de su
redacción, a la devota y mojigata viuda de Tourvel, pero se la envía antes a la
Merteuil, cómplice de todas sus licencias y desenfrenos, para divertirla con el
contraste entre el fingido tono de exaltación sentimental del texto de la misiva
y el relato paralelo de las obscenas circunstancias de su escritura.
En este sentido, otra cualidad fatal del
dispositivo novelesco es su ambigüedad, precisamente, y la malicia con que Laclos
calcula, desde el prefacio, los efectos de su recepción para burlar la censura
y engatusar al público, haciéndole creer en las buenas intenciones de esa escabrosa
selección de ciento setenta y cinco cartas cuya procedencia real se declara
pero no se esclarece nunca. Si el bando de los libertinos, ejerciendo el
dominio aparente sobre las situaciones, las estratagemas de seducción y las
apuestas en juego, acaba siendo derrotado por la confabulación de sus enemigos
morales, es no solo una demostración de su debilidad, o de su ocaso manifiesto,
sino también una necesidad narrativa. Sin esa debacle ideológica, la mirada
implacable de Laclos no lograría irradiar ese grado de pesimismo cáustico sobre
cualquier orden social, presente o futuro, comunicando al lector a través del
juego cervantino de la ficción los infundios del naciente ideario racionalista fundado
en la ilusión de progreso.
“In
the postmodern, where the original no longer exists and everything is an image,
there can no longer be any question either of the accuracy or truth of
representation, or of any aesthetic of mimesis either. Deleuze “puissance du faux” is a misnomer to the
degree that, where the true is ontologically absent, there can be nothing false
or fictive either: such concepts no longer apply to a world of simulacra, where
only the names remain, like time capsules deposited by aliens who have no
history or chronology in our sense in the first place.”
“The
generic term “postmodern novel” already seems to be current for “textual” or
severely “reflexive” books of the type of House of Leaves.”
-Fredric Jameson, The Antinomies of Realism, Verso, 2013,
pp. 293 y 296-
Por una de
esas misteriosas casualidades de la literatura, leí Casa
de Hojas entre marzo y abril de 2003 al tiempo que reseñaba para Letras Libres, en una
primera tentativa, la edición española de
La broma infinita. Llevo hablando de
este libro y reclamando su publicación desde entonces. Ha llegado tarde, trece
años de espera son muchos, pero ha llegado al fin y hay que celebrarlo como
corresponde. Que no nos confunda en exceso el espurio esnobismo que suscitan
estas obras norteamericanas de nuevo cuño y entendamos su verdadera aportación
estética antes de dejarnos arrebatar por su (publicitada) novedad formal. Es
una novela híbrida que clausura la metaficción moderna y posmoderna y abre la
puerta sin complejos a todas las remediaciones literarias (como razono aquí).
En el momento mismo en que los adoradores de la tecnología más banal y los
mercachifles del último fetiche tecnológico celebran la desaparición del libro
de papel, Casa de hojas se atreve a explorar sin
complejos la vitalidad creativa de la Galaxia Gutenberg y a renovarla para
mejor reinventar su futuro. Mientras los dómines de la opinión dominante y los
lectores menos avisados de este país siguen encumbrando, como novela
paradigmática, la antigualla estética e intelectual (ruralismos de diseño,
historicismos ramplones, erotismos seniles, vulgaridades policíacas, ajustes de cuentas
disfrazados de humor casposo o pretenciosas cursilerías sentimentales, entre
otros refinamientos artísticos de la escena literaria nacional e internacional), este ambicioso
y original libro hará ver a muchos lo que se han estado perdiendo todo este
tiempo. Por fortuna, algunos autores tomamos nota en su momento de las
mutaciones en curso y ahí están nuestras obras para demostrarlo, digan lo que
digan los filisteos y envidiosos de siempre. Combatiendo en la misma trinchera creativa
que Danielewski, con todas las diferencias de rigor, contra la desidia, la
pereza y el desprecio, que son el lote de la nueva literatura en un ruidoso
entorno de medianías mercantiles de relumbrón y chatarras con ínfulas de
novedad...
[Mark Z. Danielewski, Casa de Hojas, Alpha Decay/Pálido Fuego, trad.:
Javier Calvo, 2013]
Para empezar, niéguese a aceptar todas las pretenciosas
obviedades (incluidas las mías, por supuesto) que ha podido leer o escuchar sobre este libro singular
en los trece años transcurridos desde su primera edición. Unos le dirán que es
la gran novela que clausuró el siglo veinte (el siglo por excelencia de la
novela, célebre por haber llevado hasta sus últimas consecuencias estéticas la
modernidad del género) mientras otros, más optimistas o crédulos, le dirán que
inauguró el siglo veintiuno, que es, como todo el mundo sabe, la centuria en
que la novela desaparecerá de la faz de la tierra de una vez por todas para
dejarle el terreno libre al videojuego expandido y a formatos de ficción
audiovisual aún inimaginables. Quédese con una simple idea: pase lo que pase
con la novela o el cine en los próximos decenios, Casa de Hojaspasará a la historia como
un artefacto libresco que supo entender la era digital (y todos sus efectos
especiales) y escenificar, de ese modo, el festivo final de una cultura (la
logocéntrica) y una determinada concepción de la literatura (la canónica) y su problemática
relación con una realidad cada vez más mediatizada por la tecnología.
Acepte, sin embargo, que los múltiples niveles imbricados
que componen el libro, además de confundirlo y hacerle creer, como en una
perversa atracción de feria, que el suelo cognitivo se ha abierto bajo sus pies,
solo pretenden que usted deje de sostener una visión convencional del mundo donde
vive y la identidad subjetiva con que se reconoce ante usted mismo y ante los
demás. Es verdad que el libro se construye en bucle como una réplica trucada de
la casa maligna que es, a su vez, una réplica topológica y tropológica del
libro. La casa y el libro poseen, en definitiva, la misma entidad engañosa: una
“casa” de hojas de papel impresas por dos caras a varios colores con signos
delirantes que intentan reproducir (y comentar) las imágenes y fotogramas de un
dudoso documental (El expediente Navidson)
sobre las experiencias traumáticas de la familia Navidson en la maldita casa de
Ash Tree Lane en Virginia.
No se extrañe, entonces, de que muchos comentaristas,
dentro y fuera del texto, caractericen Casa de Hojascomo una novela de terror: un libro
que se puede leer con la inquietud sobrecogedora con que se consume una novela
gótica, una historia victoriana de fantasmas, o un cuento fantástico sobre una mansión
poseída por algún ente maléfico venido de una galaxia remota o salido de una pesadilla
antediluviana. La única presencia malvada del libro, sin embargo, es la misma
casa campestre donde se instala la familia Navidson sin imaginar las funestas consecuencias
de esa decisión. El espacio habitado se colapsa y la experiencia doméstica,
como si la arquitectura de la vivienda la hubiera diseñado un avatar demoníaco
de Peter Eisenman, se transforma en terrorífica cuando en el basamento se abre un
portal de comunicación con una dimensión infernal indefinible que nos enfrenta
a la esterilidad del racionalismo científico, la insignificancia de los valores
morales, la falacia consoladora del humanismo laico y la creencia religiosa y solo
revela el puro horror de la existencia.
Tendría razón, en este sentido, quien le explicara
que Casa de Hojases una broma filosófica de alcance universal presentada tras el atractivo
envoltorio de una novela de terror deconstruida
por infinitas interpolaciones, digresiones y notas y una geometría no-euclidiana de planos
de ficción y enredados niveles de escritura e imagen. En efecto, si la vida
admite ser interpretada como una historia clásica de terror, la deconstrucción sistemática
de esta sería el método más inteligente para desnudar la ilusión vital de sus
atributos más superfluos y exponerla como lo que es, en toda su precariedad:
una construcción edificada al borde del abismo insondable (noche gnóstica, ungrund mística o pútrida nigredo alquimista), con sus fundamentos
flotando sobre el vacío vertiginoso, una masa insidiosa de materia oscura
acechando desde cada orificio y recoveco hasta apropiarse de su frágil estructura
y devolverla a la inexistencia y la nada, su origen pavoroso.
Uno de los epígrafes del libro es una invitación
paradójica a sumirse en sus enmarañadas páginas, como en los círculos
excéntricos del infierno dantesco, sin miedo ni esperanza: “Esto no es para
ti”. No haga caso a Danielewski, todos los autores mienten (incluso) cuando creen decir la verdad (como todo el mundo, por otra parte). Y no olvide, mientras lo descifra con
paciencia monástica, que el autor del jeroglífico novelesco estudió en Yale, sede de la
escuela de dinamiteros y pirotécnicos de la retórica más temida y odiada del mundo
académico, y allí leyó con provecho a Derrida y se inspiró en el ensayo más
seminal (o diseminado) de su etapa telqueliana[*]
para engendrar (jugando al límite de la cordura con los simulacros narrativos,
las máscaras autorales, las citas apócrifas y el diseño gráfico) esta novela
aberrante y erudita sobre el ingreso de la condición humana en una cultura
monstruosa, aún innombrable, que habrá abolido al fin de sus esquemas mentales las
ideas platónicas de origen y de centro.
Casa
de Hojas:
“forma informe” atrapada en un laberinto verbal sin salida al mundo. [*] “La structure, le signe
et le jeu dans le discours des sciences humaines” (L´écriture et la différence, Seuil, 1967, pp. 409-428; este ensayo
fundamental es citado no por casualidad, en versión original y doblado al inglés, en una
nota al pie deCasa de Hojas, pp. 111-112).
Scotty
Bowers es el hombre que sabía demasiado sobre la vida secreta de las estrellas
de Hollywood. Como es obligatorio desde la nefasta era victoriana, la vida
secreta transcurre en ese filo prohibitivo de la experiencia donde el deseo erótico no se
atiene a reglas hipócritas ni se limita al binarismo sexual normativo (hoy en día solo los políticos y muchos actores y actrices se ven sometidos a esa disciplina de ocultación y enmascaramiento en su vida privada). Y, sin embargo, Scotty
Bowers es el hombre que ha tardado demasiadas décadas en contarle al mundo la
verdad desnuda que Kenneth Anger aireara con afán vengativo en Hollywood Babylonia: mientras el cine
americano difundía mundialmente un modo de vida mojigato y casto muchos de sus
artífices más notorios se entregaban, sin escrúpulos, al libertinaje y la
promiscuidad más desenfrenados. No obstante, estas revelaciones procaces
ocurren en un momento de indiferencia en que es casi imposible escandalizar a
nadie salvo a los puritanos o los timoratos. Tanto por la evolución de las
costumbres sociales como porque el Hollywood de los años del esplendor en la pantalla ya no es hoy
ese cielo mitológico de la imaginación colectiva sino un cementerio de
cadáveres exquisitos y, en gran parte, olvidados por la mayoría.
Pero Bowers no era solo un eficaz
intermediario carnal, el hombre de confianza que hacía realidad los deseos
menos confesables de Hollywood, ni el amante espléndido de estrellas como Walter Pidgeon, Spencer
Tracy, Vivien Leigh, Montgomery Clift, Anthony Perkins, Cary Grant, Vincent
Price, Randolph Scott o Rock Hudson, entre otros ídolos cinematográficos de la época dorada del
cine clásico, sino un hombre de vida gratificante y plena. Y quizá por eso, por
convertir su existencia en una excitante película que nadie se atrevería a
rodar, recibió en privado un Oscar honorífico, legado por Néstor Almendros, como
recompensa a una carrera mundana enteramente consagrada a la felicidad sexual
de los otros.
La vida de Bowers, desde sus remotos orígenes en
una agreste granja de Illinois, donde fue iniciado en los placeres adultos por un perverso padre de familia siendo solo un simpático mocoso, hasta su condición actual de nonagenario
residente en una lujosa mansión de Kew Drive, en la cima de las colinas de
Hollywood, con vistas panorámicas sobre la radiante ciudad de Los Ángeles, participa
más de la vida divina de las estrellas de la pantalla que del sueño americano
que adormece a la mayoría en un sopor neurálgico y tristón. La principal diferencia entre
la novelesca vida de Bowers y la vida gloriosa de la “novela de Hollywood”,
como Borges la tildaba con cierto desprecio, radica en la atracción
irresistible, la exuberancia vital y las expansiones festivas de la carne.
Desde que era un niño pícaro en el campo, o repartía
periódicos y limpiaba zapatos en Chicago, seduciendo clientes y clérigos
rijosos (impagable el anecdotario sobre la movida pedófila en la parroquia de su barrio donde el infante Bowers era el objeto de deseo más codiciado entre los curas católicos de la zona), hasta ser el hombre más solicitado de Hollywood y alrededores, Bowers se hizo un
experto absoluto en dar placer y recibirlo sin dejar de ser un diletante y un
experimentador de sus sofisticadas variantes. Tanto es así que Bowers,
proxeneta gratuito y amante servicial pero también observador inteligente de la
sexualidad ajena, asesoró sobre lesbianismo al célebre investigador del
comportamiento sexual de hombres y mujeres Alfred Charles Kinsey,
descubriendo al curioso e ingenuo doctor su relevancia en la práctica juvenil de muchas mujeres normales (con
permiso de la sáfica y traviesa Katharine Hepburn, a quien Bowers sirvió con fidelidad durante años, proporcionándole
unas ciento cincuenta amantes de su mismo sexo, a pesar de su emparejamiento mediático con el bisexual Spencer Tracy), e incluso le
organizó veladas especiales, durante sus estancias en Hollywood, con el fin de consolidar y refinar
su conocimiento íntimo de la homosexualidad masculina que tanto le obsesionaba.
Los amores más intensos de Bowers fueron
mujeres comunes (Betty, Sheila, Judith, Lois), y su fascinación por la belleza del
cuerpo femenino impregna sus jugosas memorias de sugestivas descripciones. Pero
sus correrías más suculentas (y truculentas) transcurren, sin embargo, en el turbio
submundo de los vicios y deseos polimorfos, las anomalías escabrosas y las manías morbosas,
como la coprofagia queer de Charles Laughton y Tyrone Power, la deriva sadomasoquista
de John Carradine y su hijo David (muerto en siniestras circunstancias en 2009),
o la predilección del diseñador industrial de la anoréxica muñeca Barbie (Jack
Ryan) por las bromas macabras gastadas, con la complicidad de Bowers, a jóvenes
de silueta estilizada y pechos opulentos.
Un libro, en suma, delicioso y tonificante para
los que conciben la vida como una película muy poco convencional.
1. Acabo de ver en salas la maravillosa La vie d´Adèle y estoy enganchado a la
estupenda teleserie Masters of Sex.
Un tema en común que es el tema común de todo el mundo. El sexo. El abrazo de
los cuerpos. El tema más fascinante aún hoy, en esta época de regresiones
vergonzosas, corrección política, libertad devaluada, cursilería rampante y miedo,
mucho miedo a representar/figurar/tratar el sexo. Sin idealismo ni romanticismo.
Un motivo tabú tanto para el ideario puritano (católico, protestante, islamista,
etc.) como para el socialdemócrata o progresista. Kechiche me parece valiente,
en este confuso contexto. Sus escenas sexuales no gustarán a las feministas
dogmáticas ni a las lesbianas livianas ni a los machos emasculados por la culpa
o la frustración (que acusan a otros, con el dedo flácido, de “machistas
camuflados”) ni a los machistas-leninistas, desde luego, pero sí a las mujeres
sin prejuicios y a sus cómplices en el juego libertario del amor. El sexo, sí, los
cuerpos, la carne, la pasión o el deseo, pero sobre todo el placer dado y recibido,
como decía el gran Paul Léautaud. Eso es lo que comparten Adèle y Emma por un
tiempo, con una intensidad extraordinaria, aunque no pueda durar siempre, por
desgracia. Es la ley del deseo. Lo que brilla con tanto fulgor no está destinado
a perdurar. Ni falta que hace. Nada perdura, ni siquiera los valores rocosos
que se intentan imponer por la fuerza de la costumbre, el programa o el credo. No
hay problema con eso. Celebremos, en lo posible, la escandalosa intrascendencia de la vida, la fugacidad de los placeres del cuerpo. Paradise Lust…
2. Hace unas semanas, metidos en un taxi de regreso
del Museo Nacional de Antropología, Rafael Chirbes y yo nos pasmamos, como
Acteón, con las nalgas esculturales de la Diana cazadora que preside con sus curvas
y volúmenes afrancesados (un vago Boucher, un tenue Courbet) la avenida Reforma
de la Ciudad de México. Cada uno de nosotros ensayó, en el breve lapso en que lo
tuvimos a tiro, una reflexión precipitada (toda eyaculación, ay, es precoz) sobre
la fenomenal belleza de ese culo erguido en lo alto del pedestal como un
homenaje de la piedra a la carne pasajera y al turbador enigma encerrado entre tan
mullidos almohadones. Ayer volví a pensar en ello, viendo la secuencia en que
Emma y Adèle visitan el Museo de Roubaix y recorren con la mirada de la cámara la
desnudez dorsal de algunas esculturas femeninas y se admiran con los desnudos pictóricos
antes de entregarse la una a la otra, en cuerpo y alma, con hambre refinada por
una cultura y un arte erótico que han celebrado el misterio de la vida del
cuerpo, la atracción mutua, la posesión carnal. Chirbes me susurra entonces: nadie podrá
decirme nunca que entrar en la intimidad de un cuerpo es un acto como cualquier
otro. Asiento desde el asiento contiguo y, sin embargo, no estoy seguro de que
el verbo adecuado sea entrar. No. Es demasiado masculino. Demasiado prisionero de la veneración al orificio. Emma no entra en
Adèle, ni Adèle en Emma. Es otra cosa. Quizá la piel, el tacto, la fricción, el
roce. O los labios, la boca, la vulva, la lengua, el clítoris. Hace muchos años aprendí la
lección de algunas lesbianas. Es la mejor escuela. La cosa se parecería más a
una cartografía incisiva que a una excavación minera.
3. Y Masters
of Sex, la nueva serie de Showtime sobre los famosos sexólogos Masters
& Johnson (William Masters y Virginia Johnson), por una de esas ironías con
que mi vida urde una segunda trama superpuesta a la primera, me remite a la
obra más jugosa de William Gass (Willie
Masters´ Lonesome Wife; 1968), donde el gran experto en la “vida sexual de
las palabras” (Will Gass) le daba una lección secreta al supuesto experto en la
vida sexual de los individuos y las parejas (Will Masters) y no solo al otro maestro palabrero (Will Shakespeare), como muchos han creído desde su publicación. En la
misma época (finales de los sesenta) en que se hicieron públicos los resultados
de los estudios de Masters & Johnson, Gass contesta a su colega científico de
la Universidad de Washington (St. Louis, Missouri), recordándole que se le ha
olvidado una dimensión fundamental de la experiencia: las relaciones entre el
verbo y la carne, el verbo que se hace carne en la vida y la carne que se hace
verbo profano en la literatura y en la novela, retornando así al origen del bucle
cultural que nos define. Con su diseño original, sus juegos gráficos, tipográficos y pornográficos y sus páginas de colores y tonos replicando
mesetas de excitación, grados de ardor y orgasmos constatados, Willie Masters´ Lonesome Wife plantea la lectura, en un tropo
atrevido, como la posesión por una multitud de hombres y de mujeres del cuerpo desnudo de la solitaria esposa
protagonista. El objeto de deseo de la lectura era tan promiscuo e impuro que Gass,
por precaución, recomendó en vano al editor que incorporara un profiláctico al libro
para evitar que el lector contrajera la “Infección Verbal” ("Verbal Disease"). El mismo Gass, según reconoce, la
habría contraído tiempo atrás leyendo a ciertos maestros inconfesables
(Chaucer, Rabelais, Joyce, entre los más probables). El
verdadero designio del híbrido artefacto (narración paródica y ensayo estético a partes iguales) es
la reivindicación de una literatura tan contaminada de impurezas mundanas como caracterizada
por una dicción deslenguada e irreverente, el “estilo democrático” demandado
por los nuevos tiempos culturales: “Full
of the future, cruel to the past, this time we live in is so much in blood with
possibility and dangerous chance, so mixed with every color, life and death,
the good and bad homogenized like milk in everything we think –new men, new
terrors, and new plans- that Alexander
now regrets his love to drink; Elizabeth, that only Queen, paws for her wig to
seek employment; and the swift Achilles runs against his death to be here. It´s
not the languid pissing prose we´ve got, we need; but poetry, the human muse,
full up, erect and on the charge, impetuous and hot and loud and wild like
Messalina going to the stews, or those damn rockets streaming headstrong into
stars. YOU HAVE FALLEN INTO ART-RETURN TO LIFE”.
La última frase parece dedicada a Adèle, a la
actriz Adèle Exarchopoulos y no solo al personaje que encarna con sensualidad y gracia infinitas. De hecho este post, como homenaje al gran Rohmer, podría
haberse titulado, sin cambiar de orientación sexual, La bouche d´Adèle…
Como cualquier escritor
sabe, antes de poder hablar de la realidad, la escritura se encuentra atrapada en
un territorio simbólico, ese museo virtual y esa biblioteca imaginaria que han
traducido la experiencia secular a lo largo de la historia en formas y estilos.
Conocer a fondo ese bagaje, saber desplazarse con soltura por su laberíntica
construcción y manipularla con fines creativos, es la primera condición del
creador genuino, ese que aspira a dejar alguna huella en la historia de su
arte.
"El modo cómico nos agrada más que el modo trágico".
-A. Gray, Un hacedor de historias-
Lo que para el deportista de élite es el
gimnasio, lo es para el lector y el escritor exigentes una biblioteca bien surtida
de autores originales y ambiciosos. Entre los más imaginativos practicantes de
la ficción de las últimas décadas, ninguno más estimulante e imaginativo que el
escocés Alasdair Gray (1934), un erudito fabulador de elite, uno de esos maestros
exuberantes que dan sentido aún a la idea de una literatura exenta de
mediocridad intelectual y compromisos sociológicos o comerciales.
En los años noventa, su literatura, emparentada
por inventiva y ambición con la de posmodernos americanos como Barth
o Pynchon, se tradujo con profusión al español en editoriales importantes, pero
luego fue desapareciendo paulatinamente hasta borrarse del todo en el nuevo
siglo. Es una grata noticia que dos exquisitas editoriales recuperen en
paralelo sendos libros fundamentales de Gray: la meganovela Lanark (1981; publicada ahora por Marbot
Ediciones y en 1991 por Ediciones de Blanco Satén con la misma traducción de
Albert Solé) y la formidable colección de ficciones Historias sobre todo inverosímiles (1983; publicada ahora por Editorial
Rayo Verde y en 1995 por Minotauro con la misma traducción de Marcelo Cohen). [Si
mi información es correcta, otra de sus grandiosas creaciones, ¡Pobres criaturas!, un híbrido novelesco irresistible
(pastiche de ciencia-ficción victoriana, utopismo socialista, erotismo libertino y metaficción nabokoviana, con Frankenstein inscrito al sesgo como modelo moral y temático), se
encuentra aún disponible en la edición de Anagrama de 1996.]
Lanark es una fastuosa novela-palimpsesto
que rivaliza con las grandes obras literarias del pasado, siendo por otra parte
una obra de composición tan innovadora como insólita: cuatro libros de
cronología desordenada para narrar la vida de un artista excéntrico que acaba,
tras su prematura muerte, desdoblándose en otro personaje imaginario de un universo
kafkiano. Una de sus invenciones más ingeniosas, un epílogo intercalado mucho
antes del final, transforma esta novela ilustrada en el análogo literario de un
libro sagrado. En ese epílogo unamuniano, a la manera espectacular del mago de
Oz, aparece un extraño personaje que es y no es el autor, un desvalido demiurgo
cuyo empeño en crear la historia en curso es tan grotesco como insignificante
la razón de su existencia.
Pero un libro no existe solo por su autor. Antes
de eso, el autor pertenece a una cultura y esta cultura se compone de muchas
cosas (objetos, edificios, obras, hechos, etc.), pero sobre todo de una biblioteca
infinita, la biblioteca de Babel imaginada por Borges pero intuida por todos
los escritores de la historia. Esa vasta biblioteca poblada de volúmenes reales
y de otros tantos virtuales sobre la que se funda una cultura se compone a su
vez de algo muy anterior y quizá mucho más importante: historias, mitos, fábulas,
leyendas y relatos. Y por esto en ese epílogo paradójico no solo se revelan las
fuentes literarias y los plagios literales (o las modalidades de plagio) con que
se ha construido el singular texto de Lanark,
sino que también se rememoran las grandes narraciones que contribuyeron a crear
la cultura occidental, desde Homero y la Biblia hasta Fausto, Moby Dick o Guerra y
paz, pasando por Rabelais, Los
cuentos de Canterbury, El Quijote, El
Paraíso Perdido y Kafka, una de las influencias más notorias del libro. Lo
más significativo del gesto, sin embargo, es que toda esta acumulación de citas
y artificios, juegos y parodias, simulacros y estrategias retóricas, sirve a
Gray para reivindicar el valor y la importancia de la literatura en una época
de amnesia cultural e histórica.
Y de esto trata, en un primer nivel, Lanark, a través de sus múltiples
ficciones especulativas y de sus bucles metaficcionales. De la creación, del
arte y la literatura como metáforas del poder creativo y la libertad individual.
Y también del amor, en un segundo nivel, del amor con minúscula y del Amor con
mayúscula, como la Divina Comedia,
otro modelo supremo para Gray. Del amor que religa a las criaturas, con sus
pequeños episodios traumáticos y sus grandes hazañas gozosas, y del gran amor
innombrable, el que mantiene unido el mundo y el que, cuando falta, como en la
guerra, lo destruye todo.
Tengo
estómago, siempre lo tuve, por eso me aguanto la arcada y pienso que esta
gente, obviando todo lo que nos separa, han querido invitarme esta noche, antes
de condenarme como un idiota al desahucio moral, para parlamentar y comunicarme
el plan de urgencia que han concebido entre todos, en asambleas convocadas en
todo el mundo, en plazas urbanas y en foros de internet, para tratar de impedir
que el mundo prosiga la deriva autodestructiva en que lo ha sumido la situación
económica. Un decálogo infalible de
soluciones a la crisis, eso me dice el líder parlanchín y gesticulante, un
barbudo sudoroso que habla un inglés cavernario, entregándome en presencia de sus correligionarios el maletín metalizado
que contiene las demandas venidas de todas partes como una voz única de
indignación universal y las respuestas elaboradas por él y algunos reconocidos
expertos para lograr un mundo más justo y equitativo, sin infamias flagrantes
como la de Grecia, me dice ahora, guiñándome un ojo, antes de afrontar en poco
tiempo la necesidad impostergable de una revolución. Esta palabra mágica el
líder de todas las bandas y grupos presentes la repite en todo momento, como un
mantra leninista, enfatizando con su mala pronunciación la separación entre el
prefijo y el resto de la palabra, ese descabezamiento simbólico enfervoriza a
la masa cada vez que se produce y es como si la idea material de la revolución
se traspasara entonces de boca en boca, sílaba a sílaba, como una consigna
subversiva que prende la mecha de sus acusaciones y quejas. El líder preconiza la instrucción del
lumpen, el inmigrante y el excluido como la tarea política más relevante del
nuevo siglo. Quién de entre todos vosotros quiere pertenecer al pasado, que
levante la mano y será fusilado con nuestro desprecio. Risas y abucheos,
aplausos y proclamas estentóreas. Este discurso incendiario y esta reacción
explosiva consiguen asustarme al principio, lo reconozco sin rubor, como
burgués y como mandatario, pero la excitación colectiva es contagiosa, no soy
insensible a esa clase de estímulos y experiencias, más bien al contrario,
siendo un individualista con conciencia social, los momentos orgiásticos de
cualquier sublevación colectiva me atraen tan poderosamente como mis orgasmos
privados. No se escandalice con mis palabras. Como comprenderá, en mi situación
es fácil sentirse más allá de los tabúes corrientes. La franqueza expresiva es
mi nueva racionalidad, no me queda otra opción. Lástima que no pueda aplicar
los beneficios de ésta a la vida política, esa terapia sería saludable, el
sistema se hunde, está podrido y nadie cree ya en él. Se requieren líderes que hablen con libertad, sin ataduras
institucionales, despojados de la obligación de ser políticos responsables y
moderados. Se necesita con urgencia un discurso más radical y menos
complaciente sobre el estado de cosas. Y aquel estrafalario mitin, se lo
aseguro, fue uno de esos momentos cenitales en que uno siente de verdad en todo
el cuerpo que las cosas podrían cambiar y ser de otro modo si nosotros, los que
gobernamos el mundo velando sólo por nuestros intereses y los de nuestros
poderosos amigos, no estuviéramos al mando para impedirlo. Y la gente está
aquí, siento su peso y su fuerza gravitando sobre mí, aplastada contra las
bóvedas y paredes estrechas de esta estación de metro clausurada, como en
muchos otros lugares del planeta en ese mismo momento, dando testimonio de
pertenencia a la multitud de los desfavorecidos, dando cuerpo a una nueva clase
social y a una nueva categoría política, monstruosa, si la observamos con
mirada clásica, demagógica, si la juzgamos con criterios partidistas, pero con
un porvenir prometedor si sabemos canalizarla entre todos con inteligencia en
la dirección conveniente…Tengo serias
sospechas de que el individuo que, aquella noche de mediados de mayo, ejercía
como líder y orador principal en el mitin de la estación de metro es un
filósofo mediático de origen centroeuropeo, si no me equivoco, residente en
Nueva York desde hace años por razones más que dudosas. Creo haberlo visto en
televisión alguna vez, aunque no pueda acordarme de su nombre. Es un hombre muy peligroso para nuestros
intereses. Escuchándolo mientras aleccionaba a la multitud a base de chistes
groseros y soflamas grotescas comprendí que había transformado su locura en
pensamiento.
-Karnaval,
págs. 87-89 y 91-
Superado el “fin
de los tiempos” pronosticado por los mayas (o, como diría Borges,por los malos intérpretes de los mayas), ya podemos
por fin volver a pensar en las cosas que están pasando o han pasado, las
hayamos visto o no en alguna de las pantallas con que a diario los medios nos
sirven la dieta informativa necesaria para mantener confiscada nuestra voluntad
política. Es evidente que 2011 fue un año decisivo en la no-historia reciente
por muchas razones, casi todas analizadas con su habitual agudeza dialéctica en
este libro (El año que soñamos
peligrosamente, Akal, trad.: José Antón Fernández, 2013, págs. 183) por ese
peligroso provocador de la inteligencia contemporánea, el pensador impensable Slavoj
Žižek (en este post
explico con detalle esta denominación de origen).
El título, una parodia deliberada de una célebre
película de los ochenta, sirve para anunciar el programa de la sesión de
pensamiento intensivo a que el maestro paradójico va a someter a sus lectores.
El pensamiento en su triple salto mortal más atrevido: cómo abordar las derivas
del presente y la ingente información generada a su alrededor sometiéndolas a
la violencia retórica de la tradición filosófica. El problema es, como siempre,
la confusa y caótica realidad y los signos contradictorios que emite sin cesar,
como una máquina de fabricar ilusiones, deseos, impulsos y anhelos
estandarizados. Pues 2011 fue para Žižek el año en que se impuso en el mundo el
signo de la insurrección popular con las revueltas egipcia y tunecina, los
indignados españoles, las protestas contra el capitalismo financiero de Wall
Street y contra las políticas de austeridad dictadas por la UE, etc. Y también cuando
amenazas aciagas, señales ominosas y “sueños oscuros y destructivos” hicieron
su siniestra aparición: la matanza de Oslo, la extensión del fermento racista y
nacionalista a todo lo largo y ancho de Europa, sin olvidar los estragos
cotidianos de la crisis económica y las soluciones erróneas para paliarla.
Pero es, en particular, en su enfoque dialéctico
de todos estos fenómenos en el marco del antagonismo global dentro del
capitalismo donde la estrategia analítica de Žižek alcanza sus puntos álgidos y
sus mayores aciertos críticos. En definitiva, como demuestra el caso reciente de
Detroit, la primera dictadura económica establecida en suelo americano, el
verdadero peligro que nos acecha es el de la implantación de “un nuevo modelo
socioeconómico”: “el modelo tecnocrático despolitizado donde a los banqueros y
a otros expertos se les permite aplastar la democracia”. Ante este peligro real
palidecen todos los demás. Es más, cabría entenderlos como secuelas del grave mal
que corroe las democracias occidentales y que no es, a pesar de las escandalosas
apariencias, la corrupción institucionalizada ni la nefasta gestión pública ni la
degradación social ni la mediocre casta política, sino la aceptación resignada de
las abstracciones financieras impuestas por el capitalismo neoliberal sobre la realidad.
En este sentido, como alerta Žižek desbordando
con sus reflexiones los limitados planteamientos de la teleserie The Wire, el mundo se enfrenta a una
situación digna de una película de ciencia ficción donde todos los habitantes del
planeta tierra, sin distinción de sexos, razas, culturas o nacionalidades, padecen
la invasión de un poder ubicuo que pretende hacerse de manera insidiosa con el
control absoluto sobre sus vidas. El problema primordial radica, por tanto, en esa
“violencia sistémica fundamental del capitalismo” ante la que las respuestas
políticas convencionales se muestran impotentes. Con todo, en este escenario emergente
de capitalismo a la asiática y decadencia americana Žižek atribuye un papel determinante
a la débil Europa una vez supere, resucitando “su legado de emancipación
radical y universal”, el impasse ideológico
en que anda sumida.
El esloveno Slavoj Žižek es
el gran provocador escénico del pensamiento contemporáneo. Sus numerosos libros
son materia de culto entre los seguidores más crédulos del discurrir de la
filosofía contemporánea y también, esto es lo más sorprendente, entre los
incrédulos que hace tiempo dieron por hecha la muerte de la filosofía, o su
sustitución por formas de discurso más acomodaticias. Sin embargo, Žižek dista
de ser un pensador al uso y la variante de discurso que ha elegido como su
marca de fábrica se parecería más al monólogo del presentador de un circo de
múltiples pistas en cada una de las cuales, con derroche de paradojas
sofisticadas, anécdotas, digresiones y chistes picantes, se fueran solventando
de modo acrobático los problemas más acuciantes a los que se enfrenta el
resquicio de inteligencia que nos queda a los contemporáneos.
Hace poco un importante crítico
de cine norteamericano nombraba a Žižek “el maestro incuestionable de los
estudios internacionales de cine”. Y es que el cine es uno de los instrumentos
preferidos por Žižek para plantear sus dilemas filosóficos o psicoanalíticos.
No hay postulado de Žižek que no comience, termine, se apoye o fundamente en
películas de cualquier periodo de la historia. Uno de sus primeros libros se
titulaba, con gran sentido del humor, Todo
lo que usted quería saber sobre Lacan y nunca se atrevió a preguntarle a
Hitchcock. Precisamente Lacan y Hitchcock, además de Hegel, son las figuras
centrales de su panteón intelectual, tan indesligables de los giros radicales emprendidos
por el pensamiento de Žižek que todos sus argumentos parecerían reducirse a un
esquemático “Lacan o Hegel lo dijeron antes, pero Hitchcock lo mostró mejor”.
Este libro (Órganos sin cuerpo. Sobre Deleuze y
consecuencias, Pre-Textos, trad.: Antonio Gimeno Cuspinera, 2006, pág. 245)
está dedicado nominalmente a ajustarle las cuentas al filósofo Gilles Deleuze,
pero solo la mitad aproximada de sus páginas se ocupa en realidad de formular
una revisión crítica de sus conceptos más conocidos (o, más bien, “de dar por
detrás a Deleuze”, esto es, de “la sodomización
hegelianade Deleuze”, como Žižek
denomina, no sin ironía también respecto de Foucault, a su método: la
concepción más o menos inmaculada de un monstruo filosófico generado por el escandaloso
acoplamiento del nietzscheano antiedípico y el maestro histórico de la
dialéctica escenificado bajo la mirada obsesiva y penetrante de un lacaniano, testigo
perverso de estas nupcias contra natura)
con objeto de mostrar que el pensamiento de Deleuze, contradiciendo las
evidencias, es de indiscutible estirpe hegeliana.
Sin embargo, el resto del libro
se ocupa o preocupa, con asombrosa potencia analítica y considerable despliegue
de efectos especiales y pirotecnia conceptual, de las consecuencias de la
biogenética para nuestra concepción de la subjetividad y la identidad humanas;
de la imposibilidad de incorporar las teorías científicas a la vida cotidiana y
la redefinición científica de lo humano en curso; del lenguaje político y la
dialéctica peculiar de políticos como George Bush (el capítulo más cómico y a
la vez certero del conjunto); de la Revolución rusa y sus celebraciones y represiones;
del capitalismo de consumo considerado como un carnaval permanente; de la
pornografía como utopía de una desorganización libidinal del cuerpo; de la realidad
virtual y la realidad de lo virtual; del cine como arte fundado en la
combinación técnica de lo objetivo y lo subjetivo y su capacidad para dar
cuenta de las fantasías y traumas de lo real; del hiato ontológico insuperable
entre los sexos: del régimen ficcional de la verdad, el funcionamiento del
cerebro, la producción de la conciencia y la trascendencia del arte en debate
con el “cognitivismo” dominante; de la necesidad de llevar hasta el límite la
lógica de la ciencia con el fin de generar una “nueva figura de la libertad”;
de la guerra de Irak, sus secuelas y aporías; etc.
Žižek suele alardear en
entrevistas de que él se rebaja a hablar de películas no sólo porque le gustan sino
porque piensa así atraer mayor atención sobre su discurso. Lo curioso es el
efecto contradictorio del procedimiento. De hecho, se podría afirmar que Žižek,
como si el efecto hubiera subvertido sus relaciones con la causa (una de las
ideas más apasionantes del libro), usa la filosofía como pretexto para librarse
sin trabas a esta orgía analítica de referencias cinematográficas. En todo caso,
este lector en particular se resigna a veces a párrafos abstrusos sobre
cuestiones filosóficas algo redundantes con el único propósito de poder gozar
del impagable estímulo procurado por la discusión fílmica que suele
acompañarlas. Así de perseverante (o de “perversa”) puede llegar a ser la
conciencia humana.
Irónicamente, sería en el
dominio de la “perversión”, esto es, en la desviación de la tendencia
supuestamente natural o necesaria, donde se muestra, como afirma Žižek en
contra de los cognitivistas más ortodoxos, lo esencial de lo que nos hace
“humanos”. En definitiva, ¿no es nuestro “deseo fundamental”, al revés del
personaje de Hitchcock, el de “no saber demasiado”?
Posdata: Una aplicación
práctica de cómo funciona el pensamiento de Žižek en el dominio de la vida
cotidiana. Pongamos que te has propuesto bajarte una película de Internet, uno
de los últimos éxitos de Hollywood. Pasas una noche entera importando la
película a tu ordenador desde una determinada página web. Cuando abres el
archivo, o cuando reproduces el disco en que lo has guardado, lo que aparece en
la pantalla no es la película esperada sino un bodrio porno. Tú le echarás la
culpa a la piratería, a la tecnología, a la decadencia moral propiciada por la
tarifa plana e incluso a Internet. Pero si lo piensas bien lo que ha sucedido,
según Žižek, es lo siguiente: tu consciente quiso hacerse ilegalmente con una película
convencional, pero fue tu inconsciente quien realmente hizo el trabajo que te
proponías. O, por decirlo en términos de economía contemporánea, tu consciente
subcontrató a tu inconsciente para hacer el trabajo sucio y no mancharse las
manos. Así funciona el poder hoy…