[Scotty
Bowers y Lionel Friedberg, Servicio completo, Anagrama, trad.:
Jaime Zulaika, págs. 305, 2013]
Scotty
Bowers es el hombre que sabía demasiado sobre la vida secreta de las estrellas
de Hollywood. Como es obligatorio desde la nefasta era victoriana, la vida
secreta transcurre en ese filo prohibitivo de la experiencia donde el deseo erótico no se
atiene a reglas hipócritas ni se limita al binarismo sexual normativo (hoy en día solo los políticos y muchos actores y actrices se ven sometidos a esa disciplina de ocultación y enmascaramiento en su vida privada). Y, sin embargo, Scotty
Bowers es el hombre que ha tardado demasiadas décadas en contarle al mundo la
verdad desnuda que Kenneth Anger aireara con afán vengativo en Hollywood Babylonia: mientras el cine
americano difundía mundialmente un modo de vida mojigato y casto muchos de sus
artífices más notorios se entregaban, sin escrúpulos, al libertinaje y la
promiscuidad más desenfrenados. No obstante, estas revelaciones procaces
ocurren en un momento de indiferencia en que es casi imposible escandalizar a
nadie salvo a los puritanos o los timoratos. Tanto por la evolución de las
costumbres sociales como porque el Hollywood de los años del esplendor en la pantalla ya no es hoy
ese cielo mitológico de la imaginación colectiva sino un cementerio de
cadáveres exquisitos y, en gran parte, olvidados por la mayoría.
Pero Bowers no era solo un eficaz
intermediario carnal, el hombre de confianza que hacía realidad los deseos
menos confesables de Hollywood, ni el amante espléndido de estrellas como Walter Pidgeon, Spencer
Tracy, Vivien Leigh, Montgomery Clift, Anthony Perkins, Cary Grant, Vincent
Price, Randolph Scott o Rock Hudson, entre otros ídolos cinematográficos de la época dorada del
cine clásico, sino un hombre de vida gratificante y plena. Y quizá por eso, por
convertir su existencia en una excitante película que nadie se atrevería a
rodar, recibió en privado un Oscar honorífico, legado por Néstor Almendros, como
recompensa a una carrera mundana enteramente consagrada a la felicidad sexual
de los otros.
La vida de Bowers, desde sus remotos orígenes en
una agreste granja de Illinois, donde fue iniciado en los placeres adultos por un perverso padre de familia siendo solo un simpático mocoso, hasta su condición actual de nonagenario
residente en una lujosa mansión de Kew Drive, en la cima de las colinas de
Hollywood, con vistas panorámicas sobre la radiante ciudad de Los Ángeles, participa
más de la vida divina de las estrellas de la pantalla que del sueño americano
que adormece a la mayoría en un sopor neurálgico y tristón. La principal diferencia entre
la novelesca vida de Bowers y la vida gloriosa de la “novela de Hollywood”,
como Borges la tildaba con cierto desprecio, radica en la atracción
irresistible, la exuberancia vital y las expansiones festivas de la carne.
Desde que era un niño pícaro en el campo, o repartía
periódicos y limpiaba zapatos en Chicago, seduciendo clientes y clérigos
rijosos (impagable el anecdotario sobre la movida pedófila en la parroquia de su barrio donde el infante Bowers era el objeto de deseo más codiciado entre los curas católicos de la zona), hasta ser el hombre más solicitado de Hollywood y alrededores, Bowers se hizo un
experto absoluto en dar placer y recibirlo sin dejar de ser un diletante y un
experimentador de sus sofisticadas variantes. Tanto es así que Bowers,
proxeneta gratuito y amante servicial pero también observador inteligente de la
sexualidad ajena, asesoró sobre lesbianismo al célebre investigador del
comportamiento sexual de hombres y mujeres Alfred Charles Kinsey,
descubriendo al curioso e ingenuo doctor su relevancia en la práctica juvenil de muchas mujeres normales (con
permiso de la sáfica y traviesa Katharine Hepburn, a quien Bowers sirvió con fidelidad durante años, proporcionándole
unas ciento cincuenta amantes de su mismo sexo, a pesar de su emparejamiento mediático con el bisexual Spencer Tracy), e incluso le
organizó veladas especiales, durante sus estancias en Hollywood, con el fin de consolidar y refinar
su conocimiento íntimo de la homosexualidad masculina que tanto le obsesionaba.
Los amores más intensos de Bowers fueron
mujeres comunes (Betty, Sheila, Judith, Lois), y su fascinación por la belleza del
cuerpo femenino impregna sus jugosas memorias de sugestivas descripciones. Pero
sus correrías más suculentas (y truculentas) transcurren, sin embargo, en el turbio
submundo de los vicios y deseos polimorfos, las anomalías escabrosas y las manías morbosas,
como la coprofagia queer de Charles Laughton y Tyrone Power, la deriva sadomasoquista
de John Carradine y su hijo David (muerto en siniestras circunstancias en 2009),
o la predilección del diseñador industrial de la anoréxica muñeca Barbie (Jack
Ryan) por las bromas macabras gastadas, con la complicidad de Bowers, a jóvenes
de silueta estilizada y pechos opulentos.
Un libro, en suma, delicioso y tonificante para
los que conciben la vida como una película muy poco convencional.
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