STANLEY KUBRICK murió hace 20 años, en marzo de 1999,
y su última obra maestra (Eyes Wide Shut) llegó a los cines de todo el
mundo en el verano de ese mismo año, en las postrimerías de un siglo que su
autor iluminó como pocos antes de eclipsarse para no ver las radiaciones del
nuevo siglo. Estaba en Nueva York cuando se estrenó la película y me negué a
verla por no padecer la ridícula censura que convertía la magnífica escena de
la orgía en la mansión masónica en una obscenidad moral aún mayor, otra demostración
del absurdo puritanismo americano, del que Kubrick huyó refugiándose durante
décadas en Londres.
Stanley Kubrick es el director más importante de la
historia del cine. El más ambicioso y original de los cineastas. Es
imposible superarlo. Imagino que habrá directores con mayor talento
visual, o mayores dotes para dirigir actores y actrices, o poner en escena con
más brío situaciones y acciones o, simplemente, para montar imágenes. Ningún
otro director, sin embargo, ha hecho por el arte del cine lo que hizo Kubrick.
Ganarle el prestigio artístico del público al tiempo que abordaba los motivos
más polémicos o avanzados de cada época donde desarrolló su inagotable
filmografía. Metamorfosear los géneros en que decidió inscribir cada una de sus
películas en un formato creativo a partir del cual expandir el lenguaje
cinematográfico y tratar las cuestiones primordiales de la existencia humana,
desde la violencia social y la existencia metafísica de una mente superior al
destino de la tecnología, el sexo, la muerte y la inteligencia en el universo.
De las películas de romanos hizo reflexiones sobre la historia, la
civilización, la barbarie, la esclavitud, la decadencia, la cultura y la
libertad humana: de historias de atracos o delincuentes, grandes visiones
morales: la primera guerra mundial, la guerra fría y la guerra de Vietnam le
dieron pretexto para sacudir las estructuras mentales del ejército y los
poderes, así como la ciencia ficción y el terror para mostrar en una pantalla
visiones extraordinarias más allá de lo humano. Su hermética obra póstuma,
tan incomprendida por los espectadores y cierta crítica obtusa, puso un espejo
alambicado frente al final del siglo XX para que los ojos de los supervivientes
abordaran el nuevo siglo con una conciencia aguda que aún no termina de
expresar sus puntos de vista más críticos.
Mi nueva novela Revolución contiene un velado
homenaje a Kubrick, mi artista predilecto del siglo XX. Por una de esas
desviaciones fatales que nos llevan donde debemos ir y no donde querríamos
estar, en la comodidad del cálculo racional, un largo ensayo que planeaba para
poner en limpio mi obsesiva visión del cine de Kubrick acabó infiltrándose en
la escritura de la novela, como una señal extraterrestre, y mezclándose con su
trama narrativa. Para un lector atento, de hecho, la trama novelesca de Revolución se parece en exceso a una síntesis realizada en la matriz de un
computador superinteligente de las tres películas nucleares de su
filmografía: 2001, El resplandor y Eyes
Wide Shut. (Y, de paso, de todas las interpretaciones y exégesis, más o
menos atinadas, que sobre ellas se han vertido desde sus respectivos estrenos.)
O lo que viene a ser lo mismo: el entorno doméstico de
una familia convencional, con su pareja heterosexual y sus tres hijos anómalos,
dos gemelos, uno de cada sexo, y uno adoptado y superdotado, viviendo una
experiencia que pone a prueba sus categorías, sometiendo su vida a un test de stress
(afectivo, sexual y emocional). El viaje alucinante de la ficción los conduce a
los límites de lo humano, allí donde habitan las máquinas, los monstruos y los
fantasmas: los monstruos y los fantasmas producidos por la mente y las
relaciones humanas, y los generados por la tecnología de las máquinas, los
simulacros, las pantallas, etc.
La literatura es como la telepatía (me dice Laura Fernández que esto ya lo
había dicho Stephen King: no importa, es bueno repetirlo). Comunica al lector
con el escritor en el silencio de la vida interior. Más allá del ensordecedor
ruido del mundo.
Como el astronauta metafísico al final de 2001.
Sin el cine de Kubrick nada de esto podría ser pensado
ni imaginado.
Sin la revolución Kubrick no existiría Revolución.