lunes, 31 de julio de 2017

LUMINOSO (HIPER)TEXTO

 [William Carlos Williams, Paterson, Cátedra, trad.: Margarita Ardanaz, 2017, págs. 330]

           
Who restricts knowledge? Some say
it is the decay of the middle class
making an impossible moat between the high
and the low where
the life once flourished . . knowledge
of the avenues of information —

-W. C. Williams, Paterson-


Tras ver la estupenda película “Paterson” de Jim Jarmusch es muy recomendable la lectura o relectura, según los casos, del poemazo homónimo del gran William Carlos Williams, una de las personalidades más singulares de la poesía del siglo XX. Williams fue poeta de vocación y médico de profesión y sus especialidades, la ginecología y la pediatría, no deben dejarse al margen cuando se aborda su labor poética y, muy en especial, la escritura de una exorbitante epopeya vernácula como esta. “Paterson” es el topónimo de la ciudad de New Jersey donde Williams ejerció casi toda su vida dando a luz a miles de bebés y el nombre propio del gigante imaginario que surca la vertiginosa cascada de versos y textos, concebida a imitación de las cataratas del río Passaic, el símbolo nuclear del libro.
Williams gestó “Paterson” durante tres décadas, desde 1926, fecha del poema inicial, y 1946, año de edición del Libro Uno, donde aparecen las líneas mayores de su discurso caudaloso, hasta 1958, cuando se publica el Libro Cinco, epílogo jeroglífico que algunos críticos consideran un comentario prescindible. Como libro unitario solo se publicaría en 1963, el mismo año de la muerte de Williams. [Esta reedición de la primera traducción al español (2001) de “Paterson” incluye, por cierto, las notas del Libro 6 que Williams había planeado añadir para prolongar los ecos del poema hasta la extenuación.]
Inspirada por la exuberante fusión de mito antiguo y prosa cotidiana del “Ulises” de Joyce, y también por los poemas más dantescos de Eliot (“La tierra baldía”) y Pound (“Los Cantos”), la caótica arquitectura de “Paterson” pretende transmitir a la dicción innovadora del modernismo toda la fuerza genuina de la experiencia secular americana, hecha a partes iguales, como sabían sus grandes precursores Emily Dickinson y Walt Whitman, de provincianismo cultural e infinitud espiritual.  
Es muy instructivo revisar ahora las peculiaridades estilísticas y estructurales de uno de los grandes monumentos literarios del siglo veinte, una de esas obras que desafía, con su dificultad y originalidad expresivas, la intelección humana y la tendencia de esta a conferir a todo un sentido predecible. Ante una obra de tal magnitud, la inteligencia reconoce sus límites cognitivos y disfruta de la exploración mental de un territorio que ni siquiera su autor podría cartografiar sin problemas. De ahí que algunos severos intérpretes, juzgando el logro desigual de sus partes, digan que la grandeza estética de “Paterson” es directamente proporcional al tamaño mallarmeano de su fracaso. 
En cualquier caso, si uno se deja arrastrar, libro tras libro, por el torrente verbal que la mente de Williams genera, descubre que la mejor forma de no ahogarse consiste en atender, sobre todo, al doble mecanismo que agita sus aguas: la unidad mínima (versos o documentos fragmentarios) y su conexión precaria con el flujo de la totalidad. Los giros inesperados, el ingenioso poder del poema para asociar voces dispares, metáforas fulminantes y anécdotas históricas, es lo que más gratifica, finalmente, el esfuerzo de conferir un significado transitorio al montaje (hiper)textual. Y es que “Paterson”, cuya génesis es contemporánea de los primeros desarrollos de la cibernética de Norbert Wiener y el esbozo del hipertexto primigenio de Vannevar Bush (el “memex”), se configura también como un dispositivo innovador de organización de la información.
¿De qué trata “Paterson”, en suma, si es que esta operación tiene algún sentido con una obra de estas características? Del fracaso histórico de la vida americana, de la lengua fallida con que los americanos tratan de crear una cultura genuina, de cómo la naturaleza, la economía y la historia, lo masculino y lo femenino, nunca encuentran un lugar utópico en que no reine la muerte, la guerra, la frustración, el crimen o la injusticia, por más que el deseo se empeñe en fundar ciudades sobre el espacio vacío y la materia elemental. “Paterson”, como indica el juego joyceano del título, es el poema profano del hombre que es padre e hijo al mismo tiempo. Padre de las generaciones de los hombres (vivos o muertos) e hijo de sus obras (buenas o malas). La voz degenerada del patriarcado, con sus éxitos y fracasos, y la voz poética regenerada, como dice Williams al final del Libro Uno, de “la tierra, la charlatana, padre de toda habla”. 

lunes, 24 de julio de 2017

AUTOBIOGRAFÍA Y DESFIGURACIÓN

 [Christine Angot, Un amor imposible, trad.: Rosa Alapont, 2017, Anagrama, págs. 229]

Me cansa la autobiografía, lo reconozco. Me cansa la escritura que toma la vida del autor como pretexto para elaborar textos configurados conforme a las categorías engañosas del yo. No me cansa la vida de los otros. Me cansa la moda de la escritura literaria que ha renunciado a los placeres y artificios de la ficción en favor de una concepción limitada por el mezquino principio de realidad.
Salvo que el yo que se autorretrata sea portentoso, repleto de experiencias increíbles, especialmente sexuales, como es el caso excepcional de Philippe Sollers, o dotado de una vivacidad estilística y un don excepcional para la vida del lenguaje, como en los casos afines de Michel Leiris y de Cabrera Infante, la escritura del yo suele producir textos anecdóticos de una pobreza onanista, libros tejidos de vivencias insignificantes. Cabría preguntarse, entonces, si a una época narcisista como la nuestra, de paroxismo individualizador inducido por un contexto normalizado y masificado, le corresponde también como género más genuino la forma autobiográfica.
En un ensayo famoso decía Paul de Man que la personificación es el tropo dominante en los textos autobiográficos, es decir, aquellos que mediante el afrontamiento desvergonzado de los contenidos existenciales hacen del nombre propio del autor algo tan inteligible y memorable como un rostro. Este proceso de formalización estética, según de Man, permite a una obra singular alzarse a niveles distintos de participación en la realidad.
Este es el caso de la escritura de Angot, desde luego, a quien la dicción autobiográfica sirve para especular sobre sí misma y sus orígenes familiares (esto es, ponerse ante el espejo con gesto interrogativo) en una doble operación que implica al progenitor amante y a la madre amada con reparos. El efecto textual de tal ecuación de escritura reside en prestar relevancia a la intimidad conflictiva de la escritora, nutrida de una culpabilidad innombrable, y enfrentarla al tribunal de la conciencia colectiva con todos los argumentos que logran suspender el juicio moral.
Es como si Angot, al escribir Un amor imposible en un ataque de pudor o vergüenza, hubiera deseado recusar las malas lecturas libertinas del escandaloso libro anterior. Esas licencias eróticas cristalizaron en la concesión del premio Sade que Angot rechazó por razones morales, puestas ahora en evidencia con convincente sinceridad. En Una semana de vacaciones, Angot escenificaba una relación incestuosa con su padre biológico, dueño del apellido patriarcal de la escritora, mediante un procedimiento de escritura gráfica que evocaba sin tapujos la crudeza carnal de los actos más abyectos, felación filial incluida. Al mismo tiempo, transformaba los juegos prohibidos del padre corruptor y la niña virginal en una ceremonia simbólica de desposesión mutua.
En este nuevo libro, el amor imposible del título es triple: en primer lugar, el de la madre Rachel, judía y pobre, por el padre Pierre, seudointelectual clasista y antisemita; en segundo lugar, el de la hija natural por el padre que la inicia sexualmente para acendrar su perverso desprecio hacia ambas mujeres; y, por último, el de la propia Christine por una madre a la que solo puede declarar sus sentimientos en la edad adulta, ya siendo madre, cargando vengativa contra la vileza del padre.
Angot descubre así, en definitiva, la verdad de la escritura autobiográfica: esta solo puede realizar sus fines mediante la desfiguración del escritor, ya que, como dice de Man, “el yo no es nunca capaz de conocer lo que él mismo es, nunca puede ser identificado como tal, y los juicios que el yo emite sobre sí mismo, los juicios reflexivos, no son juicios estables”.

Autobiografía por autobiografía: quizá Angot no estaría tan obsesionada por esclarecer las escabrosas circunstancias de su vida a través de la escritura si en lugar de atravesar la ojiva vaginal con la cabeza y el resto del cuerpo, como cuenta, a su madre parturienta se le hubiera practicado la cesárea, como fue mi caso, extrayendo al bebé del vientre materno con el cráneo intacto. 

viernes, 21 de julio de 2017

LESBOGRAMAS


[Anne F. Garréta, Ni un día, EDA libros, trad.: Sara Martín Menduiña, 2017, págs. 149]

Extrañar el lenguaje es un medio de desnaturalizarlo y mostrar al desnudo los artificios y trampas que contiene y a los que sus usuarios atribuimos un nivel de veracidad totalmente imaginaria. Extrañar los artificios del lenguaje y jugar con la arbitrariedad del signo lingüístico y con las posibilidades de la literatura fue la práctica deliberada del Oulipo, un grupo internacional de ludópatas de la palabra escrita que constituyeron bajo estas siglas originales uno de los laboratorios más potentes de invención y creación literaria del siglo XX.
Uno de los juegos más frecuentes entre los oulipianos era el lipograma. De origen latino, la técnica consistía en excluir una letra, normalmente una vocal, de la escritura de un texto, ya fuera poema o novela. Anne Garréta, miembro del grupo desde 2000, escribió esta novela premiada empleando muchas técnicas y licencias basadas en la retórica, pero sobre todo imponiendo el “lesbograma” como traba creativa. El libro se compone, por tanto, de doce ejercicios de lo que un pedante derridiano llamaría “lesbogramatología”, o lo que es lo mismo: ejercicios estilísticos de deconstrucción de la supuesta naturalidad del lenguaje realizados en clave lésbica, esto es, ejecutados con la intención lúdica de denunciar la falacia patriarcal del lenguaje heredado y expresar al mismo tiempo, con lógica ironía, las paradojas de la experiencia lesbiana del lenguaje y el mundo.
La autora se impone la obligación de invocar la presencia de una mujer que la haya deseado, o haya sido deseada por ella, o con la que haya mantenido relaciones amorosas, mediante el procedimiento de dedicarle cinco horas diarias a la escritura de los recuerdos de cada una de esas mujeres espectrales. Pero el orden alfabético de las iniciales de los nombres femeninos termina imponiendo su ley sobre el orden numérico de las noches de la escritura, discrepancia entre series narrativas que el índice acredita para hacer aún más juguetón el dispositivo. Al final, la autora confiesa haber hecho trampas, ya que no ha cumplido con la constricción de escritura impuesta ni tampoco ha sido capaz de rememorar a todas las mujeres que hubiera deseado, ni mucho menos de hacerlo sin emplear la ficción.
Esta última confesión desbarata toda la veracidad del libro e invita a sospechar que todo es inventado, o podría serlo, y que en el fondo importa muy poco, ya que lo verdaderamente esencial es la manera con que la sintaxis sinuosa e insidiosa de la autora va cercando la anomalía de su deseo hacia otras mujeres mediante expedientes que convierten a esta falsa novela, más allá de su adscripción estética, en una muestra consumada de arte libertino. Esa tradición tan francesa que conjuga, desde el siglo dieciocho, del modo menos cartesiano imaginable, la inteligencia y el placer, las ideas y los sentidos, la mente y el cuerpo.
Una investigación intelectual en torno del conocimiento subjetivo de la carne y el sexo, como examinan las admirables novelas de Crébillon y, en especial, “Los extravíos del corazón y el espíritu”, citada por Garréta (p. 103), sobre la que el gran comparatista René Étiemble escribió con sutil ironía: “lo esencial, lo mejor, Crébillon lo ha puesto en el análisis refinado de los sentimientos que se ejercen o de los sofismas que se encadenan a fin de llegar a donde uno piensa”.
Ahí donde se piensa, en efecto, es donde llega Garréta con la escritura y el cuerpo, como Chantal Akerman en su cine, en este estupendo libro que es también un método y un discurso del método para la vida y la creación.

miércoles, 19 de julio de 2017

DESMONTANDO ESPAÑA


Cuando éramos niños, en mi clase todos nos sentíamos separatistas como Puigdemont y Junqueras. El profesor de geografía nos daba un mapa de la península ibérica y una cuchilla de afeitar y nos decía que teníamos que recortar con precisión las provincias y regiones que constituían el territorio español. Algunos se aplicaban a la tarea con ahínco, delimitando con finos cortes las lindes exactas, mientras otros, más libertarios, aprovechaban para trazar, con mirada soñadora, cartografías fantásticas sobre un país dominado por un dictador grotesco que estaba ya en las últimas. Con este método incisivo, aprendíamos mucha geografía real y comprendíamos al mismo tiempo la arbitrariedad absoluta de las divisiones nacionales.
Años después, en otra escuela, Borges me enseñaría que los mejores cartógrafos son los que diseñan un país en la imaginación y luego se lo imponen a la realidad, como hacen ahora los nacionalistas catalanes e hicieron en otros siglos los que crearon España y luego la dividieron en regiones y provincias para favorecer las diferencias tribales y gobernar sin problemas. Todo regionalismo, tarde o temprano, degenera en nacionalismo.
«Soy como Dios», proclama Puigdemont en plena tramontana mental, sin percibir que sus amiguetes de la izquierda republicana le están incrustando el puño dialéctico a traición para controlar el proceso secesionista y precipitar su caída política. Como en un retorcido remake de «La invasión de los ladrones de cuerpos», los alienígenas no son los españolistas sino los catalanes que no ceden su soberanía a la ley del más fuerte. El simulacro de referéndum será un éxito para unos aunque fracase y un fracaso para otros, aunque triunfe la legalidad constitucional, ofreciendo un espectáculo bochornoso que la democracia española debería ahorrarse.
El Estado español, como la criatura del doctor Frankenstein, fue construido con derechos desiguales, particularidades falaces e intereses creados. En el siglo XXI, la España de las taifas autonómicas, las fantasías nacionalistas y las provincias mentales es una pesadez cargante. El mundo contemporáneo lo componen las ciudades y los flujos migratorios entre ciudades. Si la UE no acaba de funcionar es porque los estados soberanos imponen trabas a un proceso de redefinición del territorio inaceptable para muchos, como evidencia la necedad reaccionaria del Brexit.
El desafío catalanista debería servir para repensar España, olvidando traumas históricos, y aliviarla de corsés anticuados y costosos. Repensar España sin trincheras políticas, pensando en las necesidades reales de los ciudadanos. Y estas, gusten o no a ciertos gobernantes, pasan cada vez más por una gestión eficiente y justa de los recursos públicos que por la dudosa seducción del nacionalismo trasnochado o la inercia institucional impuesta por los partidos mayoritarios. Algún día, como Borges predijo, mereceremos no tener gobiernos. De momento, yo me conformaría con librarnos de reyezuelos regionales, caciques provincianos y todo su séquito parasitario. Aviso: el próximo Barça-Madrid puede ser tremendo.

lunes, 17 de julio de 2017

EL CINE Y LO REAL


[Horacio Muñoz Fernández, Posnarrativo. El cine más allá de la narración, Shangrila, 2017, págs. 36]

Muchos creerán antes de leer este libro que son las series de televisión las que han empujado al cine más allá de la narración. O que el cine creativo, al abandonar la función prioritaria de la fabulación, ha permitido que las series se conviertan en el formato narrativo dominante en esta segunda década del siglo veintiuno. Nada más alejado de la verdad.
La complejidad del cine contemporáneo responde en exclusiva a sus propias exigencias artísticas y comerciales, a sus medios de producción y a sus infraestructuras de distribución y exhibición. Siempre ha existido un cine que ponía entre paréntesis la necesidad de la narración como fundamento de su creación y ponía el foco, más bien, en las dislocaciones del montaje, los juegos angulares, las perspectivas aberrantes sobre la realidad y la experimentación con las imágenes.
El cine, en este sentido, nunca ha sido una forma artística única. Junto al cine comercial y mayoritario siempre ha habido experiencias creativas minoritarias. Hasta aquí nada nuevo. Con el advenimiento de la era digital y la renovación del arsenal de recursos y tecnologías para producir películas, se han liberado muchos mecanismos antaño controlados por la industria que han supuesto la aparición de un contingente importante de prácticas cinematográficas y nuevas formas de circulación y consumo.


Esta rigurosa monografía examina esta evolución del cine a la luz de tres categorías principales que habrían producido la superación de lo narrativo: el espacio, el tiempo y el cuerpo. O lo que es lo mismo, el viaje a la inmanencia de las sensaciones, la duración y la fisicidad tangible emprendido por la cámara para permanecer apegada a las vivencias crudas de un cuerpo transformado en sensibilidad extrema. El gesto de ir más allá de lo narrativo no supone, por tanto, solo una refutación de los conceptos clásicos de historia y personajes, ni una recaída en el formalismo o la abstracción vanguardista, sino una tentativa de construcción fílmica de una experiencia sensorial y afectiva más próxima a lo real, tanto para los realizadores de la película como para quienes asisten a su proyección, en cualquier espacio donde esta tenga lugar.
Una de las tesis más interesantes de Muñoz Fernández es, precisamente, que la condición necesaria para la aparición de un cine posnarrativo no es solo la actitud de sus creadores sino la de sus potenciales espectadores. Ya sea en salas comerciales, festivales, museos, filmotecas, internet o en televisiones y ordenadores personales, la cinefilia 2.0 es la que abre la posibilidad de un cine nuevo que apela desde todas las pantallas a todos los espectadores por igual y a ninguno en particular, aunque se conforme luego con el consumo minoritario habitual.
Los ejes vitales del libro son la percepción del espacio y del tiempo, el paisaje natural o urbano, que se da en cineastas como Béla Tarr, Pedro Costa, Lisandro Alonso, Albert Serra, Jia Zhang-ke, Olivier Assayas o Gus Van Sant, así como la reconfiguración de las relaciones de la cámara con el cuerpo, con o sin sexo, que se da en cineastas fundamentales del presente como David Lynch, Bruno Dumont, Tsai Ming-liang, Claire Denis o Philippe Grandrieux.
Mi única discrepancia seria con el autor reside en su excesiva valoración del grado de aproximación a la realidad que mantienen estos y otros grandes directores para considerarlos más o menos avanzados e innovadores. Hasta el punto de tildar de retaguardia a esa facción del cine, con el gran Sokurov a la cabeza tras la muerte del genial Raoul Ruiz,  que se refugia en el gabinete fáustico para experimentar con los artificios técnicos y la alquimia visual de las imágenes.

viernes, 14 de julio de 2017

DEVENIR INDIO


[Rudolph Wurlitzer, Nog, Underwood Editorial, trad.: Rubén Martín Giráldez, 2017, págs. 190]

Si alguien quiere saber de dónde procede el pulpo Grigori de “El arco iris de gravedad”, que lo busque en esta asombrosa novela de Rudy Wurlitzer, guionista de cine reconocido y novelista de culto admirado por Pynchon, entre muchos otros. La producción novelística del guionista profesional siempre entraña un enigma y un problema que no se manifiestan en su alter ego, el novelista reconvertido en guionista para ganarse la vida. Wurlitzer fue guionista de cineastas de carácter intransigente como Monte Hellman, Sam Peckinpah y Alex Cox. Ya solo por “Carretera asfaltada en dos direcciones”, “Pat Garrett & Billy el Niño” y “Walker” deberíamos considerar a Wurlitzer uno de los más originales guionistas del cine americano de los setenta y ochenta.
“Nog” es una novela lisérgica y no me extraña que fascinara a Pynchon como gran parada carnavalesca americana (con el pulpo en la batisfera como icono de su mundo grotesco) travestida de novela de carretera dislocada y travesía delirante por los paisajes y parajes menos cartografiados de la geografía nacional. “Nog” participa a fondo de la cultura psicodélica asumiendo en su discurso sincopado y en la figuración de sus secuencias y escenas los recursos alucinantes que proceden del abuso de ciertas sustancias. Los tropismos novelescos que marcan el viaje mítico a los orígenes, con las ocho estaciones simbólicas de sus ocho capítulos, surgen directamente de la mente del narrador alterada por la virulenta acción de los agentes psicotrópicos.
Dice Erik Davis, en el prefacio a una reedición reciente, que “Nog” es una de las grandes novelas de la contracultura americana, ese gigantesco experimento social, sexual, ético y estético, moral y musical, bioquímico y político, mediante el que una parte de la juventud americana de los años sesenta y setenta abandonó la vida convencional y se lanzó a la carretera y los caminos, formando comunas nómadas y fantaseando con fugarse de la civilización occidental. Como todas las ilusiones de la inmadurez, este devenir indio del joven blanco anglosajón se reveló un sueño imposible y en una década los mismos que habían abanderado descamisados esa gran mutación cultural se hicieron, sin apenas transición, ejecutivos millonarios de Wall Street, gestores corporativos o directivos de compañías discográficas.
En “Carretera asfaltada”, los fotogramas se detienen, el celuloide se quema y la película termina abruptamente. En “Nog”, en cambio, ese espíritu salvaje que había nutrido el mejor cine de Peckinpah, una intersección de romanticismo y nihilismo transmutada por la violencia extrema de los gestos viriles, conduce a un final más plácido. Una suerte de revelación budista del vacío y la nada que aguarda al viajero al final del trayecto, cuando la navegación agota la promesa del horizonte y la orilla se ofrece como un regreso al hogar. Tomando un taxi y volando de vuelta a una Nueva York que el escritor quizá nunca abandonó más que con la mente, mientras su personaje fantasma, el corpulento Nog, emprendía un viaje crepuscular más allá del oeste pero no más allá de la muerte, como hacía el “Hombre muerto” de Jim Jarmusch, ese guion que Wurlitzer escribió (“Zebulón”) y nadie quiso filmar antes de que Jarmusch lo plagiara para realizar su única obra maestra.
“Nog” acaba en la vacuidad contemplativa pero antes de eso, antes de enfrentarnos a la frontera última de la experiencia del yo y el espacio-tiempo, narra “un viaje de ninguna parte a nadie”, como dice Davis, que es, como en los textos terminales de Beckett, maestro indiscutible de Wurlitzer, uno de los periplos filosóficos más radicales que el lenguaje y la cultura no pueden asumir mientras pretendan preservar su estabilidad y poder. 

martes, 11 de julio de 2017

PENSAMIENTO REALISTA


[John Gray, Misa negra. La religión apocalíptica y la muerte de la utopía, Sexto Piso, trad.: Albino Santos Mosquera, 2017, págs. 339]

Hoy, como entonces, se cree que nada puede detener a los seres humanos a la hora de rehacerse a sí mismos y de rehacer el mundo en el que viven según les plazca. Esta fantasía subyace a muchos aspectos de la cultura contemporánea, por lo que, en tales circunstancias, lo que necesitamos es un modo de pensar distópico.

-John Gray-

El realismo puede ser una estética dudosa cuando se habla de cine, literatura o arte en general, pero cuando se trata de pensamiento, tras las terribles convulsiones sociales, históricas y políticas del último siglo, es la única forma de garantizar una relación productiva entre el cerebro humano y la realidad en la que se integra y, sobre todo, de frenar la tendencia espontánea de la mente a elaborar interpretaciones de la realidad que supongan fugas fanáticas de esta a través de la creación de mitos de redención o mixtificaciones nocivas sobre el papel de la especie en el mundo.
Este espléndido libro de Gray, uno de los grandes analistas del mundo contemporáneo, fue publicado en 2007, cuando el desastre de la guerra de Irak comenzaba a ser manifiesto y el segundo mandato de Bush se volvía un espectáculo bochornoso. Y, sobre todo, antes de que estallara la crisis financiera que aún estamos pagando. Este último aspecto es decisivo, un decenio después, para poner entre paréntesis el vaticinio de un futuro más optimista, a pesar de todo, que se realiza en las últimas páginas.
Como lector asiduo de Gray, sin embargo, uno tiene la sensación de haber leído ya muchos de los argumentos de este libro en los libros posteriores del autor y, muy en especial, en los últimos publicados La comisión para la inmortalización, El silencio de los animales y El alma de las marionetas.  No obstante, lo que admira de Gray es su capacidad para neutralizar con eficacia en el discurso de sus libros las críticas ideológicas de izquierda o de derecha. Uno lo ve empeñado en machacar sin piedad las ilusiones revolucionarias de los jacobinos franceses, los marxistas-leninistas soviéticos o los maoístas chinos, con cifras aplastantes de catástrofe masiva y genocidio sistemático, y poco después, en otro capítulo, lo encuentra triturando, con la misma energía demoledora y la misma violencia fría de los datos y las ideas desnudadas de su retórica propagandística, los daños criminales del nazismo germánico y la patológica voluntad de poder de Hitler y sus cómplices, o el utopismo falazmente democrático del imperio americano liderado por Bush y sus rapaces neoconservadores tras el 11 de septiembre de 2001.
Y es que Gray, si es un conservador, lo es de nuevo cuño. Un conservador que refuta la idea humanista e ilustrada de progreso y la promesa utópica de transformación del mundo, religiosa o laica, como las armas de destrucción más devastadoras concebidas por el hombre. Ese programa totalitario y esa promesa peligrosa afectan por igual a todos los idearios que se han disputado el poder en el escenario de la historia de los dos últimos siglos: anarquistas, comunistas, fascistas (cristianos o islámicos), pero también los gobernantes occidentales que han pretendido expandir la democracia por el mundo con la fuerza bruta de la persuasión militar y económica.
Gray no escatima argumentos para probar su tesis, disecciona teorías y discursos, analiza hechos significativos, personalidades carismáticas, ficciones y perversiones de la historia sangrienta del siglo XX, hasta alcanzar la conclusión irrebatible de que el antídoto más contundente contra los excesos de la sinrazón utópica es el pensamiento realista. El pensamiento realista, como Gray reconoce, tiene la virtud de ser maquiavélico en su comprensión de los influyentes mecanismos del poder político y el único defecto de ser impopular. Ya se sabe que el ser humano no se caracteriza, precisamente, por afrontar sin filtros imaginarios la verdad que emana del análisis desapasionado de la realidad. De ahí quizá, siendo Gray un ateo reconocido, el papel paradójico que atribuye a la religión en la vida de la gente. Una vía mental hacia la ilusión de que más allá de la mezquina realidad tal vez exista un mundo espiritual asequible y un vínculo comunitario gratificante.
Lo más original del pensamiento realista propugnado por Gray es, sin embargo, su asociación con la visión distópica del mundo procedente de escritores como Wells, Huxley, Orwell o Zamiatin, entre los modernos, y Dick, Nabokov, Burroughs o Ballard, entre los posmodernos. De hecho, la situación actual representa, con la matanza de Siria y el terrorismo del Isis como nuevos agentes impulsores, la consumación del pensamiento de Gray sobre el milenarismo del terror y el mito del apocalipsis occidental.

lunes, 10 de julio de 2017

EL FANTASMA DE LA LIBERTAD


[John Gray, El alma de las marionetas, Sexto Piso, trad.: Carme Camps, 2015, págs. 143]

El fantasma de la libertad es el irónico título de una de las películas más incomprendidas de Buñuel. Parte de ese malentendido procede de la época en que la realizó, a mediados de los setenta, en plena expansión social del libertarismo contracultural. Y otra parte, más importante aún, de la irreverencia cómica con que el genial cineasta abordó el ideal de la libertad: mito fundacional de la modernidad ilustrada y uno de los pilares constitucionales de la subjetividad moderna, según el romanticismo literario.
Para Buñuel, agudo conocedor de la naturaleza humana y de su increíble poder mental para convencerse de la realidad de sus ilusiones, la libertad es el valor con que los seres humanos dicen guiar los actos de sus vidas mientras todo en ellos, como muestra la película con ridícula obscenidad, ya sea la pasión erótica, la creencia religiosa, el ideal moral, la costumbre mundana, la identificación profesional o la rutina cotidiana, solo busca la sumisión, el sometimiento o la servidumbre.
“¡Oh, Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”, proclamó Madame Roland al pasar por delante de la estatua de la Libertad erigida en la plaza de la Revolución (hoy de la Concordia) momentos antes de ser guillotinada por traicionar a la revolución jacobina en la que había creído hasta entonces como una ingenua girondina.
Este excelente ensayo de John Gray cifra la importancia de la cuestión utópica de la libertad en la forma en que esta ha sido entendida a lo largo de la historia, como un desafío perpetuo a los límites de la inteligencia, tanto oponiéndose al libertinaje gratuito de los dioses y la irracionalidad de los animales, como, más tarde, al mimetismo inerte de muñecos, autómatas, androides, maniquíes y demás seres creados por los humanos como réplicas de sus rasgos singulares.
De ese modo, como expuso Kleist en un texto famoso, la conciencia humana aspiraba a recuperar la gracia perdida con la caída del Paraíso, según el relato bíblico, mediante un antagonismo creativo con los maleficios de la divinidad y las restricciones del animal. El aciago demiurgo, con sus desmanes, enseñó a los gnósticos una doble lección intemporal: la obligación de distanciarse de la creencia pasiva en la bondad divina y el anhelo de conocimiento como superación de los orígenes infames.
No obstante, la creación material de seres subordinados (entre los citados por Gray: los títeres de Kleist, la autómata de Villiers, el Golem de Meyrink, los maniquíes de Bruno Schulz o los androides de Dick), privados de una apariencia de libertad, enfrentaría a los humanos, como en el cuento de Andersen sobre la vida de las marionetas, a la verdad de su condición trágica.
“Más humanos que los humanos”, los replicantes de Blade Runner no solo se rebelan, como el titán Prometeo, contra su destino y su ingeniero creador sino que nos recuerdan la terrible fragilidad de la existencia y la conveniencia de asumir la caducidad y la muerte, como quería Leopardi, para vivir más intensamente una vida libre de angustias y mortificaciones inútiles. Como sentencia Gray, una época definida por la sobreexposición a internet, el desarrollo policial de sofisticados medios de control, los avances en inteligencia artificial e ingeniería cíborg y el despliegue de máquinas informáticas cada vez más autárquicas, vuelve a enfrentar a la especie humana, confirmando a Buñuel, con el círculo vicioso de la historia secular: “solo criaturas tan imperfectas e ignorantes como los seres humanos pueden ser libres del modo en que son libres los seres humanos”.

miércoles, 5 de julio de 2017

POSVERDAD


Cuando ciertas palabras entran en el diccionario, el lenguaje se tambalea. Las palabras flaquean, los significados fallan. Así pasa con la posverdad. Da igual quién la creó o con qué fin. Lo importante es su utilidad en la era de la corrección política donde cada cosa tiene un nombre distinto del que le corresponde.
En un mundo que ha abandonado la verdad como marco, con partidos políticos elaborando clichés evasivos que sus representantes deben repetir, como androides, cada vez que son preguntados sobre asuntos comprometidos, con discursos que prometen lo imposible y nombran con eufemismos las realidades más crudas, no pasaría mucho tiempo sin que todo se volviera falso.
Algunos ingenuos creen que la posverdad se inventó para denigrar al enemigo y no a ellos. Conviene tener cuidado. Una palabra de doble filo como esa, cuando se vuelve arma arrojadiza, pasa a servir a cualquier causa y quienes la usan con frecuencia pueden verse atrapados en el bucle del sinsentido. Hace falta ser muy sutil para esquivar sus trampas retóricas. Posverdad es el mantra de periodistas y políticos para enmascarar la verdad: no existe un lugar preservado donde no impere su lógica falsaria.
El reino de la posverdad se extiende sobre un mundo de signos hostil al pensamiento. La impostura se construye con parches de siglas y retales de neolengua tecnócrata. La amnistía fiscal se llama “regularización” y “reprobación” el varapalo parlamentario al ministro resabiado que la maquinó. El carnaval LGTBI desfila por Madrid con plena bendición institucional días después de que la monarquía condecore a un siervo franquista como servidor democrático y el filósofo Žižek abarrote el CBA como una estrella mediática propagando un retorno desesperado al socialismo burocrático. La previsión del PIB se eleva sin control mientras las notas de la PEvAU caen en picado en un país donde “moderado” es el elogio de moda, nadie puede ser nada mejor, y “radical” el nuevo denuesto decidido por consenso, nadie puede ser nada peor.
El capital sexual de la economía española, me dice un amigo tras realizar una encuesta entre mujeres, se sustenta en el ministro de Guindos. Tal es su atractivo que ha precipitado el adelanto de las rebajas veraniegas. Quién sabe si para satisfacer una demanda secreta o una oferta inconsciente. Gestación subrogada, la llaman los finos estrategas de Ciudadanos, vientre de alquiler, los detractores de una izquierda anticuada, y embarazo compartido, los folletos publicitarios de algunas clínicas prohibitivas.
Y así la realidad, cada vez más compleja, acaba configurándose con arreglo a las palabras dominantes y lo que no se nombra, o se nombra con subterfugios, desaparece de la vista y de todas las pantallas que la mantienen activa. De Siria y de Venezuela, por eso, mejor no hablar, faltan las imágenes y sobran las palabras. Y una palabra sobre todas, ética.