viernes, 14 de julio de 2017

DEVENIR INDIO


[Rudolph Wurlitzer, Nog, Underwood Editorial, trad.: Rubén Martín Giráldez, 2017, págs. 190]

Si alguien quiere saber de dónde procede el pulpo Grigori de “El arco iris de gravedad”, que lo busque en esta asombrosa novela de Rudy Wurlitzer, guionista de cine reconocido y novelista de culto admirado por Pynchon, entre muchos otros. La producción novelística del guionista profesional siempre entraña un enigma y un problema que no se manifiestan en su alter ego, el novelista reconvertido en guionista para ganarse la vida. Wurlitzer fue guionista de cineastas de carácter intransigente como Monte Hellman, Sam Peckinpah y Alex Cox. Ya solo por “Carretera asfaltada en dos direcciones”, “Pat Garrett & Billy el Niño” y “Walker” deberíamos considerar a Wurlitzer uno de los más originales guionistas del cine americano de los setenta y ochenta.
“Nog” es una novela lisérgica y no me extraña que fascinara a Pynchon como gran parada carnavalesca americana (con el pulpo en la batisfera como icono de su mundo grotesco) travestida de novela de carretera dislocada y travesía delirante por los paisajes y parajes menos cartografiados de la geografía nacional. “Nog” participa a fondo de la cultura psicodélica asumiendo en su discurso sincopado y en la figuración de sus secuencias y escenas los recursos alucinantes que proceden del abuso de ciertas sustancias. Los tropismos novelescos que marcan el viaje mítico a los orígenes, con las ocho estaciones simbólicas de sus ocho capítulos, surgen directamente de la mente del narrador alterada por la virulenta acción de los agentes psicotrópicos.
Dice Erik Davis, en el prefacio a una reedición reciente, que “Nog” es una de las grandes novelas de la contracultura americana, ese gigantesco experimento social, sexual, ético y estético, moral y musical, bioquímico y político, mediante el que una parte de la juventud americana de los años sesenta y setenta abandonó la vida convencional y se lanzó a la carretera y los caminos, formando comunas nómadas y fantaseando con fugarse de la civilización occidental. Como todas las ilusiones de la inmadurez, este devenir indio del joven blanco anglosajón se reveló un sueño imposible y en una década los mismos que habían abanderado descamisados esa gran mutación cultural se hicieron, sin apenas transición, ejecutivos millonarios de Wall Street, gestores corporativos o directivos de compañías discográficas.
En “Carretera asfaltada”, los fotogramas se detienen, el celuloide se quema y la película termina abruptamente. En “Nog”, en cambio, ese espíritu salvaje que había nutrido el mejor cine de Peckinpah, una intersección de romanticismo y nihilismo transmutada por la violencia extrema de los gestos viriles, conduce a un final más plácido. Una suerte de revelación budista del vacío y la nada que aguarda al viajero al final del trayecto, cuando la navegación agota la promesa del horizonte y la orilla se ofrece como un regreso al hogar. Tomando un taxi y volando de vuelta a una Nueva York que el escritor quizá nunca abandonó más que con la mente, mientras su personaje fantasma, el corpulento Nog, emprendía un viaje crepuscular más allá del oeste pero no más allá de la muerte, como hacía el “Hombre muerto” de Jim Jarmusch, ese guion que Wurlitzer escribió (“Zebulón”) y nadie quiso filmar antes de que Jarmusch lo plagiara para realizar su única obra maestra.
“Nog” acaba en la vacuidad contemplativa pero antes de eso, antes de enfrentarnos a la frontera última de la experiencia del yo y el espacio-tiempo, narra “un viaje de ninguna parte a nadie”, como dice Davis, que es, como en los textos terminales de Beckett, maestro indiscutible de Wurlitzer, uno de los periplos filosóficos más radicales que el lenguaje y la cultura no pueden asumir mientras pretendan preservar su estabilidad y poder. 

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