Cuando
éramos niños, en mi clase todos nos sentíamos separatistas como Puigdemont y
Junqueras. El profesor de geografía nos daba un mapa de la península ibérica y
una cuchilla de afeitar y nos decía que teníamos que recortar con precisión las
provincias y regiones que constituían el territorio español. Algunos se
aplicaban a la tarea con ahínco, delimitando con finos cortes las lindes exactas,
mientras otros, más libertarios, aprovechaban para trazar, con mirada soñadora,
cartografías fantásticas sobre un país dominado por un dictador grotesco que
estaba ya en las últimas. Con este método incisivo, aprendíamos mucha geografía
real y comprendíamos al mismo tiempo la arbitrariedad absoluta de las
divisiones nacionales.
Años
después, en otra escuela, Borges me enseñaría que los mejores cartógrafos son
los que diseñan un país en la imaginación y luego se lo imponen a la realidad,
como hacen ahora los nacionalistas catalanes e hicieron en otros siglos los que
crearon España y luego la dividieron en regiones y provincias para favorecer
las diferencias tribales y gobernar sin problemas. Todo regionalismo, tarde o
temprano, degenera en nacionalismo.
«Soy como
Dios», proclama Puigdemont en plena tramontana mental, sin percibir que sus
amiguetes de la izquierda republicana le están incrustando el puño dialéctico a
traición para controlar el proceso secesionista y precipitar su caída política.
Como en un retorcido remake de «La invasión de los ladrones de cuerpos», los alienígenas
no son los españolistas sino los catalanes que no ceden su soberanía a la ley
del más fuerte. El simulacro de referéndum será un éxito para unos aunque
fracase y un fracaso para otros, aunque triunfe la legalidad constitucional, ofreciendo
un espectáculo bochornoso que la democracia española debería ahorrarse.
El Estado
español, como la criatura del doctor Frankenstein, fue construido con derechos
desiguales, particularidades falaces e intereses creados. En el siglo XXI, la
España de las taifas autonómicas, las fantasías nacionalistas y las provincias mentales
es una pesadez cargante. El mundo contemporáneo lo componen las ciudades y los
flujos migratorios entre ciudades. Si la UE no acaba de funcionar es porque los
estados soberanos imponen trabas a un proceso de redefinición del territorio
inaceptable para muchos, como evidencia la necedad reaccionaria del Brexit.
El desafío
catalanista debería servir para repensar España, olvidando traumas históricos,
y aliviarla de corsés anticuados y costosos. Repensar España sin trincheras
políticas, pensando en las necesidades reales de los ciudadanos. Y estas, gusten
o no a ciertos gobernantes, pasan cada vez más por una gestión eficiente y
justa de los recursos públicos que por la dudosa seducción del nacionalismo
trasnochado o la inercia institucional impuesta por los partidos mayoritarios.
Algún día, como Borges predijo, mereceremos no tener gobiernos. De momento, yo me
conformaría con librarnos de reyezuelos regionales, caciques provincianos y
todo su séquito parasitario. Aviso: el próximo Barça-Madrid puede ser tremendo.
Hola a todos!
ResponderEliminar"Non capito niente". O solo un poco.
¿Qué los españoles tenemos que ser más espabilados? ¡Pues vaya novedad!
Pero... ¿cómo, Ferre?. Si ni a usted ni a mí, nos hacen caso. ;-)