La guerra y la literatura tienen una conexión
visceral. Homero abrazó la causa de los perdedores troyanos en contra de sus
compatriotas. El poeta yámbico Arquíloco cantó las virtudes de la deserción en la batalla.
Muchos siglos después, Céline la describió como un carnaval demente, donde
todas las categorías y los juicios morales se confunden y la lógica racional de lo motivos se transforma en aberración criminal. Hemingway elogió el
valor viril del combatiente y Claude Simon la animalidad profunda que la nutre como negación de sus valores declarados. En la historia
mundial de la literatura hay tantas versiones de la guerra como guerras en la historia del mundo.
La temática bélica constituye un excepcionl campo de exploración creativa para poner a
prueba las definiciones morales de lo humano y los valores dudosos de la
civilización.
La guerra de Irak fue una guerra anómala no solo
por la sinrazón económica de sus motivaciones, o la crueldad y brutalidad de
los ocupantes, demostrando que la innovación en el negocio de la barbarie es
siempre posible. Además puso en contacto al imperio militar más importante de
la historia con un territorio que fue la cuna de la cultura. Este cortocircuito
entre la alta tecnología destructiva y el suelo del antiguo imperio donde nació
la escritura ya predispone a novelar sin hipocresía.
Al acabar esta magnífica novela de Kevin Powers,
me acuerdo del polémico estreno de Redacted, la escandalosa película de Brian de Palma que muchos odiaron en Estados Unidos y no solo la Fox News y sus adláteres republicanos (viví en directo su estreno en salas y puedo contar detalles vergonzantes de su recepción nacional).
Era evidente que la sociedad norteamericana no estaba preparada en 2007 para
asumir esta visión intransigente del conflicto. Cinco años después, con la
guerra iraquí eclipsada en la conciencia pública por la crisis económica, otra guerra desplazada de contexto, Powers
ha conseguido que su novela reciba todos los elogios y los aplausos de la
crítica y de una parte significativa de los lectores.
El acierto de Powers al poner en escena su
pequeña historia personal se cifra en dos recursos retóricos: primero, un
lenguaje poético de brillante musicalidad que sublima de inmediato con
metáforas e imágenes los aspectos más crudos de la espantosa realidad de la
guerra; y, segundo, una disposición inteligente del material narrativo, orientada
a producir tensión y suspense en el relato en primera persona de lo acaecido en
Al Tafar un siniestro día de octubre de 2004. Sobreponiéndose a su conocimiento
íntimo de la violencia, Powers construye una trama simétrica mediante hábiles
contrapuntos entre los cinco capítulos correspondientes al episodio traumático
(septiembre-octubre de 2004), un único capítulo referido a los prolegómenos del
alistamiento y el entrenamiento (diciembre de 2003) y otros cinco sobre las postrimerías
del hecho (marzo-noviembre de 2005 y abril de 2009).
La cualidad estética del discurso cobra un valor
añadido en la ficción. Las razones por las que el narrador John Bartle
(trasunto posible del Bartleby melvilleano) se alistó en el ejército con 21 años fue
para demostrarse que no era un cobarde ni un maricón, como creían sus groseros paisanos
por su rara afición a la literatura. A través de su experiencia terrible en
Irak y, en especial, de las horribles circunstancias de la muerte de Murphy, su
amigo y protegido de 18 años, Bartle asumirá, tras pasar una temporada en la
cárcel y volverse un extranjero para los suyos, el valor ético de la cobardía
del escritor frente a la falsedad de los valores comunitarios que sostienen sus
semejantes para justificar las masacres y las carnicerías.
En definitiva, Los pájaros amarillos no es
tanto una novela más contra la guerra como una vindicación de la literatura
como arma moral de los cobardes para desnudar la impostura criminal del poder
militar, la propaganda patriotera y los mitos belicistas.