lunes, 4 de marzo de 2013

MARX LOUNGE


A pesar de lo que digan sus enemigos, la izquierda, lo que se llama izquierda en términos coloquiales, no ha parado de pensar. Es más. Lo propio de la izquierda, desde sus orígenes, es pensar: practicar el pensamiento crítico contra un sistema de organización de la realidad que, desde el siglo diecinueve, no ha cesado de mutar, no ha cesado de crear las condiciones idóneas para realizar con mayor facilidad sus fines lucrativos. Así que el fallo de la izquierda no ha estado nunca en el pensamiento, en la elaboración de un discurso intelectual basado en el análisis del funcionamiento del capitalismo y su reflejo en la vida social y cultural. El único fallo histórico de cierta izquierda fue liderar una revolución fallida y ejercer un poder totalitario para imponerla a destiempo.
Después del colapso soviético, se dio por hecho con demasiada facilidad que la izquierda enmudecería y se conformaría, como ya estaba ocurriendo, con ostentar ocasionalmente el poder ejecutivo y parlamentario en democracias burguesas y capitalistas. Así pareció durante unos años, pero el cerebro de la izquierda más inteligente prosiguió su tarea de dilucidar los desmanes y disfunciones del orden económico y político establecido, aminorando quizá el enunciado de alternativas creíbles a la realidad del capitalismo tardío.
  
 
Como es evidente tras la lectura de este libro imprescindible (Pensar desde la izquierda, Errata Naturae) en estos tiempos de crisis programada, enfrente estaba la doctrina neoliberal, gestada mucho antes pero con influencia determinante a partir de los años ochenta, cuando Thatcher y Reagan  llegan al poder y forjan una alianza política de largo alcance. Desde entonces, ese pensamiento único, una praxis mercantil desaprensiva con un contenido ideológico solo orientado a fomentar esta, no ha hecho sino expandir su nocivo radio de influencia hasta imperar sobre la economía mundial. Eso que los expertos consultados denominan globalización.
Esta es la narrativa beligerante que sostienen los principales adalides de la izquierda intelectual en este período de grandes turbulencias y limitadas expectativas. En las posiciones más avanzadas de este movimiento heterogéneo y plural estaría el estratega revolucionario Zizek, por supuesto, con su valioso tratado político En defensa de las causas perdidas, y Jameson, con Valencias de la Dialéctica y sus análisis filosóficos y culturales del fenómeno de la globalización, en confabulación relativa con Negri y Hardt, los más utópicos, y su creencia en el poder insurgente y transformador de la multitud, o Badiou, defensor intransigente de un nuevo comunismo. Pero también agentes del conocimiento más sutil del nivel de Agamben y Rancière. Y en la trastienda el gran Debord, como un insidioso espectro infiltrado en la maquinaria espectacular. 
 
Toda la apuesta de estos pensadores consistiría en revertir las estrategias del análisis y la crítica de la realidad del capitalismo neoliberal en la creación de una alternativa real al poder hegemónico. Esa estrategia podría alegorizarse con las palabras de ese joven tunecino que, tras la rebelión que acabó con la tiranía en su país, exclamó: “Antes yo miraba la televisión, ahora es la televisión la que me mira a mí”. Como sabía Debord, la revolución es ese momento decisivo en que el espectador abandona la pasividad inducida y se vuelve actor de su destino. O como postula Zizek: “lo verdaderamente traumático es la libertad misma, el hecho de saber que la libertad es realmente posible”. Esto ya no es pensamiento crítico, ni ideas confusas de una izquierda radical. En las actuales circunstancias, eso se llama simplemente sentido común.

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