viernes, 1 de marzo de 2013

PREGUNTAS Y MÁS PREGUNTAS


 Se preguntará el lector si una obra tan ingeniosa como esta de Padgett Powell (El sentido interrogativo, Alpha Decay, trad.: Albert Fuentes), compuesta en exclusiva de interrogaciones formuladas por el autor a un destinatario indefinido, cuyo perfil podría corresponder a un hombre o una mujer, según los momentos, de raza blanca, nacionalidad americana y clase media, conforme al tenor de muchas de las preguntas, pero también de rasgos universales en una época de estandarización de las formas de vida y las mentalidades, es enteramente original o solo el penúltimo producto de una larga tradición literaria fundada en los juegos retóricos y la licencia combinatoria del lenguaje y los formatos narrativos.
Ese mismo lector podría preguntarse, en este sentido, si toda esta aventura intelectual no comenzó con Flaubert y los copistas Bouvard y Pécuchet, esa cómica pareja de investigadores aficionados que afrontaron hasta el agotamiento cognitivo el vacío espiritual y la estupidez positivista de su tiempo. Se podría preguntar, así mismo, si el capítulo 17 del Ulises de Joyce, donde Stephen Dedalus y Leopold Bloom interrogan la trastienda de sus ínfimas vidas y la totalidad de la cultura occidental, no sería un precursor privilegiado. O también ese fragmento de los seminales Ejercicios de estilo de Raymond Queneau donde la anécdota detonante es referida, imitando a Joyce, a través de un interrogatorio policial, como reharía Danilo Kiš, marcando un hito, en su memorable novela El reloj de arena.
Cualquier lector avezado, conociendo a Wittgenstein, podría interrogarse, al pensar en el perverso dispositivo de este libro, sobre los límites del lenguaje y los límites del mundo fijados por ese lenguaje. Podría preguntarse, en efecto, si esta serie de preguntas sin respuesta describe a su manera oblicua un mundo tangible, si este interrogatorio incisivo no configuraría el mapa lingüístico de un territorio tan real como mental, un mundo de cartografía incierta, dubitativa, pero también sarcástica y burlona. Este libro presentaría, en suma, la originalidad de postularse como el monólogo conflictivo de un sujeto trivial enfrentado, desde la ignorancia y la inmadurez de nuestra condición más profunda, al espejo de la cultura, del lenguaje, de la información, y afirmando, contra todo ese bagaje paralizante, el poder de la literatura para cuestionar, ahora sí, los límites del conocimiento, la lógica y el sentido de las cosas, la sustancia de nuestras ideas e informaciones, el supuesto saber y el supuesto poder de la ciencia sobre la vida y el sentido último de la vida.
Se preguntará el lector, finalmente, si una obra como esta, aunque apele al humor, al sinsentido, a la ironía y al ingenio, no constituiría una sección significativa de una enciclopedia posible de los lugares comunes y los estereotipos actuales, un diccionario de la banalidad, la estupidez y la mentalidad común del siglo XXI, un perfil del contenido nimio y la inteligencia limitada de nuestros cerebros en el tiempo mismo en que los cerebros electrónicos y la inteligencia artificial estarían a punto de encargarse de dirigir nuestras vidas. Cabría preguntarse, por tanto, si este catálogo inagotable de preguntas no compondría el retrato más fiel de la experiencia humana en la era de la cibernética y las ciencias cognitivas y, si es así, si alguna computadora existente podría no ya enunciarlo sino comprenderlo siquiera.
Pregúntese el lector, antes de leerlo, sobre la técnica contagiosa y la peligrosidad de este libro. Pregúntese si tras su lectura le dará por cuestionarlo e interrogarlo todo, envolviendo su vida en una incómoda nube de preguntas y más preguntas.

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