miércoles, 24 de diciembre de 2008

MELVILLE O LAS AMBIGÜEDADES

[En estas fechas donde las tradiciones más caducas campan por sus respetos, no se me ocurre mejor antídoto que reciclar la imagen de un clásico devolviéndolo a su actualidad más intempestiva. Por otra parte, Herman Melville se encuentra entre mis escritores favoritos de cualquier época.]


El fantasma de Herman Melville (1819-1891) que se alza de esta espléndida biografía[*] como una imagen obsesiva y ambiciosa contiene suficientes dosis de ambigüedad como para hacer del escritor neoyorquino un personaje de alguna de sus insuperables novelas. Las máscaras dramáticas que Melville fue utilizando en sus escasos años de creatividad narrativa (en realidad, como dice Delbanco, dedicaría "sólo doce de sus setenta y dos años de vida", entre 1845 y 1857, a la producción de las obras de prosa que le han dado fama póstuma) le sirvieron para exorcizar todos los demonios que colonizaban su torturado ego. El joven ingenuo fascinado por la vida salvaje de sus primeros viajes y libros, con el canibalismo y la poligamia como trasfondo a un tiempo tentador y cruel (Taipí y Omú); el demócrata irónico atraído por el reverso tenebroso de América, esto es, el puritanismo y el fanatismo maniqueos, fundamentos del imperialismo militar y comercial de su país, sin olvidar el racismo y su perverso correlato, la esclavitud (Moby Dick, Benito Cereno y Billy Budd, el marinero); o el aventurero, real y espiritual, forzado a entrar en contacto con las corrupciones de la vida sedentaria y la burocracia de la realidad tanto en bufetes de abogados como en el servicio de aduanas (Bartleby, el escribiente y El hombre de confianza).

Como escritor, no obstante, la gran originalidad de su aportación, como también señala Delbanco, es la medida de su fracaso con el público y la crítica. Particularmente escandaloso, en este sentido, es el caso de Moby Dick, el gran clásico norteamericano y uno de los mayores rechazos literarios de la historia. Lo peor es que Melville, mientras la escribía, intuyó la fractura que su triunfo artístico iba abriendo en su relación con la realidad de su tiempo. Y es que la locura quijotesca de escribir esta novela descomunal se parecía demasiado a la locura de perseguir a una ballena blanca en una nave liderada por un demente (hoy como ayer, una perfecta alegoría de la situación política americana). Así Moby Dick es tanto el nombre del esquivo cetáceo de color albino como de la narración enciclopédica que da cuenta de su fallida cacería. Del mismo modo que el autor se desdobla en el marinero Ismael y el capitán Ahab para realizar su fáustica empresa. A partir de esta experiencia trascendental, según Delbanco, la locura de Melville se convertiría en parte indesligable de su genio.

Ninguna obra de Melville demuestra esta cualidad psicopatológica en estado más puro que Pierre o las ambigüedades, la más detestada por los lectores, la más incomprendida por los críticos, incluso en la actualidad. Y, sin embargo, la perversa atracción sexual entre hijo y madre, hermano y hermana, que sella las diversas tramas de esta novela excéntrica, encierra muchos de los secretos de la personalidad de su autor. Como señala Delbanco, el fantasma de una hermana desconocida, una hija ilegítima de su padre, sirve también como proyección de la feminidad interior del escritor y, por tanto, como expresión de una homosexualidad más o menos latente. Esta “sensibilidad homosexual” de Melville, de hecho, es uno de los puntos más candentes con que en los últimos años se ha intentado renovar la lectura de sus obras más célebres.

Sin embargo, lo que Delbanco y otros estudiosos no aciertan a comprender es cómo la posible homosexualidad de Melville, así como sus ambiguas relaciones maritales y familiares, su peculiar concepción de la amistad masculina, su atracción por la libertad de costumbres de las tribus polinesias, su nostalgia de una feminidad desinhibida y gozosa y su odio a la gazmoñería victoriana, se integran en un proyecto utópico de redefinición de las relaciones humanas que Gilles Deleuze, comentando Bartleby, resumió con lucidez: «Liberar al hombre de la función de padre, engendrar al hombre nuevo, al hombre sin particularidades, reunir la humanidad y la originalidad constituyendo una sociedad de hermanos a modo de una nueva universalidad.»

Desde el punto de vista de la literatura, Melville es el precursor estético de todas las grandes aventuras narrativas del siglo XX y, como tal, un contemporáneo intempestivo y exigente. En cualquier caso, ningún escritor creativo del siglo XXI, oprimido por la indiferencia del mercado y la banalización cultural en curso, debería olvidar esta máxima melvilliana: «Mejor fallar siendo original que tener éxito siendo un imitador.»



[*] Andrew Delbanco, Melville. Su mundo y su obra, Seix-Barral, 2007.

viernes, 12 de diciembre de 2008

ANATOMÍA DEL NARRADOR MUTANTE

[Un año después de la primera edición de la antología Mutantes se me antoja ilustrativa la recuperación de este viejo texto (data de mediados de enero de 2003) concebido como apéndice para una conferencia en la que expuse por primera vez las bases teóricas de mi concepción de la “narrativa mutante”, desarrollada después de diversos modos en distintos contextos. Sirva la estupenda cita de Beatriz Preciado que lo encabeza como modo de actualización eficaz.]

Nos hayamos [sic] en un punto de inflexión evolutivo en el que la modernidad despliega todo su asqueroso potencial eyaculante: nadamos en un esperma nuclear en el que hemos aprendido a respirar como bestias mutantes.

Beatriz Preciado (Testo Yonqui)


El narrador mutante es una criatura anfibia, estacionada en una fase culminante de la evolución que no le permite, sin embargo, abandonar todavía el aparato lingüístico como ecosistema básico en el que procede a segregar sus producciones como largas tiras desechables de material genético. El narrador mutante, por tanto, se enfrenta al sistema en el que se inscribe desde la perspectiva del monstruo o el engendro, la aberración racional y cultural, al revés que muchos de sus involutivos colegas en ejercicio, más que del fósil. Nutrido desde su nacimiento con productos altamente tóxicos, esta situación inicial no ha podido sino generar un ser de paradójica condición, que es la perfecta encarnación del sistema que lo alimenta y a su vez su perfecta negación. El narrador mutante se adapta a todas las situaciones, incluidas sobre todo las que más favorecen la supervivencia de su modo de vida, pero tiene una malsana predilección por los enclaves saturados, los ambientes cargados, las atmósferas recalentadas. Tiene la virtud de situarse al final, y no al principio, de una larga tradición, lo que le evita la engorrosa necesidad de sostener valores ruinosos, o de hacer constantes declaraciones de principios, como hacen otros colegas de mayor estabilidad morfológica, que convencen casi siempre a los demás de que son unas grandísimas personas, ciudadanos ejemplares, gente merecedora de consideración y hasta condecoraciones y, en un caso extremo, sujetos fiables a los que se les podría confiar sin temor el marido o la mujer, la hija o el hijo. Al narrador mutante, en cambio, no se le puede confiar la responsabilidad de nada, ni tan siquiera de sí mismo, ya que el narrador mutante ha aprendido a ser, como poco, tan irresponsable y cínico, o tan descuidado y negligente, como el sistema que lo acoge a su pesar.

El narrador mutante no se ata a valores caducos. Más bien piensa que habría que hacer con ellos, con los valores decrépitos, los que cotizan al alza en ciertos contextos y a la baja en otros, según las caprichosas tendencias del mercado, como hacen con los desechos radiactivos los gobiernos que siguen rigiendo para su desgracia los territorios entre cuyas fronteras el narrador mutante ha de desplazarse como nómada infatigable: arrojarlos al fondo del mar sin contemplaciones o extraer algún beneficio remunerativo de su reciclaje bioquímico. El narrador mutante tiene muy claro que el homínido paleolítico fijó de una vez por todas unos códigos de comprensión y relación con el mundo y los seres que lo constituyen que no han sido revisados desde entonces más que en sus cláusulas más superficiales. Si el narrador mutante puede asegurar que sabe algo con certeza es que la alta tecnología que se apodera de los modos de vida de sus semejantes no puede dejar inalterados esos modos de vida tenidos por inveterados y naturales. El narrador mutante sabe también que el lenguaje ha sido, desde el principio, desde que fue posible concebir la noción de principio, la tecnología primordial, además de la columna vertebral de su sistema simbólico, y que todas las demás tecnologías derivan de algún modo insólito de ese código rudimentario que reduce la realidad a esquemas conceptuales y manchas sonoras. No quiere decir esto que el narrador mutante haya encontrado un medio más satisfactorio o pleno de expresar la infinita gama de sensaciones, o de representar la más limitada escala de conceptos e ideas, que a través de ese procedimiento primario que consiste en agrupar sonidos o grafías para elaborar vastas configuraciones de significados, un simulacro de sentido que se superpone a la película del mundo como una segunda realidad a menudo extraña. Pero el narrador mutante no se siente, en cambio, heredero de los valores añadidos, el bagaje axiológico que el lenguaje transmite también, de generación en generación, como una infección vírica o una peligrosa epidemia bacteriana.

El narrador mutante se siente descendiente directo de todos los que han purificado y limpiado el lenguaje, es cierto, pero no se alinea del lado de aquellos que con la excusa de que el lenguaje es el transmisor de todo lo que nos conduce al error o la falsedad han decidido reducirlo a la simplicidad positivista y la función puramente denotativa de la ciencia o la tecnología, esas dos celosas madrastras del progreso humano. La nueva pobreza inducida por estos planteamientos puritanos y tecnocráticos, con todos los peligros que entraña su deshumanizada concepción de la realidad, no preocupa demasiado al narrador mutante, quien en cambio siente que las lenguas vivas y algunas muertas, los diversos idiomas que registran imperfectamente la experiencia humana en su variedad regional y diacrónica, siguen ofreciendo el campo de batalla contra el poder más pleno y satisfactorio de todos por su intrínseca implicación en los mecanismos de éste.

En otro orden de cosas, el narrador mutante va al cine con frecuencia, ve la televisión quizá demasiadas horas al día o a la semana, algunas veces con una bolsa para vomitar acoplada justo debajo de la barbilla, es cierto, aunque sea capaz de tragarse su propio vómito si el interés antropológico del programa lo justifica y a veces se convierta en su menú diario, sobre todo nocturno. Está bastante acostumbrado, desde su turbio nacimiento, a deglutir materias infectas de toda clase, así que una más, por nociva que pueda ser, no le estropeará el estómago. No es tan delicado ni tan frágil como parece a simple vista. El narrador mutante nada lamenta más que la peste sentimental y la moralina multicolor que se propagan hoy, como aderezo esencial de la basura omnipresente, por toda la industria cultural y demás factorías de la conciencia. Pandemia cursi y sensiblera que no sólo infecta los productos de masas sino que, fundamentalmente, afecta ya como una enfermedad incurable, o un residuo tóxico, a los discursos colectivos en general, ya sean políticos, económicos (los más hipócritas de todos), deportivos o morales y éticos. Si el narrador mutante ha odiado siempre la prédica religiosa, más le repatea aún la nueva prédica moralizante y laica que contamina insidiosamente el ecosistema cultural que habita y que ha venido a sustituir a la otra forma de predicación y sermoneo, los discursos que antes condenaban y flagelaban el pecado y la conducta social anómala, tenida por infame, siguen haciéndolo ahora con sólo cambiar de retórica. Porque si el narrador mutante se muestra todavía sensible a la ideología, se ha vuelto hipersensible a la retórica, la manipulación retórica, a las arteras artes de la persuasión que convencen diariamente a sus semejantes de que habitan no sólo el mejor de los mundos posibles sino, lo que es bastante peor, el mejor de los pensables.

El narrador mutante carece de ética, en este sentido preciso o delimitado, porque entiende que la ética, si no es herética, no es buena para la narrativa. Ninguna narrativa. El narrador mutante piensa que la ética alimenta la retórica huera de las instituciones que salvaguardan el orden intolerable de la realidad, siempre dispuestas a hacer propaganda de todo aquello que conviene a la perpetuación de su dominio sobre la sociedad (que no existiría sin ellas, todo hay que decirlo), pero también abastece con su florida figuración a la publicidad, esa lacra de la inteligencia creativa. El narrador mutante odia la publicidad. El narrador mutante ama la publicidad. El narrador mutante la considera una parte importante de sí mismo y por eso, cuando se sienta frente al espejo oblicuo del televisor, el narrador mutante sabe que se está viendo a sí mismo en veintinueve o treinta y nueve pulgadas de plasma aplastante y seiscientas veinticinco líneas o alta definición digital. Está viendo su anticuada alma retratada en el vertedero electrónico que ha perfeccionado su magia ilusoria de reproducción hasta extremos inimaginables. Porque el narrador mutante, a pesar de todo, como todo buen aspirante a comunicador de masas, está dispuesto a creer en el alma del consumidor, por más encogida o empequeñecida que se la imagine en algunos momentos, tiene pruebas fehacientes de la existencia del alma en el empedernido fondo del consumidor universal, con tal de que ese alma reconozca su condición frágil y espuria, un alma de pega por cuya salvación material el narrador mutante cree que sus semejantes están dispuestos a pagar un alto precio vital e intelectual.

El narrador mutante, a quien quizá atraigan en exceso los juegos y figuras del lenguaje, habla a veces de un alma pegadiza y volátil, un jirón espiritual que se insinuaría en el resquebrajado trasfondo del consumidor, después de haber saciado todos sus apetitos confesables en función de la liquidez disponible de sus cuentas corrientes y tarjetas de crédito, al entrar en contacto con las más altas empresas de la creación humana de las que le ha tocado ser testigo. Para su desgracia, los productos del narrador mutante suelen suscitar otro tipo de reacciones menos espirituales, más viscerales, si se quiere. Aunque el narrador mutante no sea un entusiasta ni un ingenuo por definición, sabe que el asco o el rechazo no son la única respuesta estética que aguarda de sus semejantes, por quienes tanto se preocupa, a pesar de todo, y por los que tanto se ocupa, a todas horas. Sin embargo, al narrador mutante, excéntrico observador de su medio (le va en ello la supervivencia), no se le escapa el dato de que otros narradores cumplen satisfactoriamente con su elevada misión de regenerar a los lectores. El narrador mutante, en cambio, no puede pensar sino en degenerarlos un poco más, en el sentido nietzscheano del término, degradarlos hasta alcanzar ese punto de no retorno que define mejor que ningún otro su naturaleza genuina. A su manera peculiar, el narrador mutante es un creador intempestivo: un sujeto que concede libre juego artístico, dentro del marco ilimitado de la ficción imaginativa, a la multiplicidad y desmesura de flujos y corrientes que siente latir en su yo y en el mundo circundante y amenazan con desintegrarlos a ambos. El narrador mutante es alguien que no acepta comprometerse más de lo necesario con el (des)orden de cosas imperante, y cree con firmeza digna de mejor causa, probablemente, que en este campo le queda mucho trabajo por realizar todavía, comenzando por sí mismo.

El narrador mutante no cree que esta noble tarea de degeneración o degradación colectiva que el devenir le ha encomendado por azar haya que dejársela en exclusiva a los medios audiovisuales, a las grandes multinacionales o a la sacrosanta publicidad, imaginario teológico de las corporaciones. Antes bien, el narrador mutante está convencido de que esa tarea insigne la puede cumplir él mejor que ningún otro, mucho mejor en todo caso que la multitud servil de oportunistas que acaparan hoy los medios escritos y medran en ellos rindiendo culto a los estereotipos culturales defendidos por los poderes que los controlan y recompensan. El narrador mutante, a su cínica manera, es otro ingenuo, no cabe duda. Uno más, en esta interminable cadena genética de ingenuidades y despropósitos a la que, por conveniencia, hemos dado en llamar vida. Por eso mismo el narrador mutante no necesita convertir su optimismo entropológico en un espectáculo para masas ávidas de entretenimiento y diversión. Y sabe que de lo último de lo que se desprendería, así se lo exigieran para ingresar como miembro activo en cualquier academia o lista de los más vendidos, es del atavismo residual y patológico de su ironía. Sabe igualmente que el tiempo es su aliado más fiel, aunque lo traicione constantemente, y le ayuda diariamente a alcanzar la meta evolutiva propuesta contra su voluntad. El narrador mutante vive ya en cierto modo el incierto futuro como si fuera su pasado. Entendiendo así, como ha escrito otro narrador mutante
[*], que "el futuro lo constituyen aquellos aspectos del presente que aún no somos capaces de reconocer como tales" y "el pasado, a su vez, es la parte del presente que ya no podemos reconocer como tal". El narrador mutante ha comprendido finalmente que el presente es un punto infinitesimal e indeterminado en una línea discontinua y parpadeante que recorre, al revés de otros, mirando en todas direcciones en busca de un motivo para su supervivencia, una nueva lógica para su existencia y la de los otros. Quién sabe si acabará consiguiéndolo. De sus lectores depende en gran parte.

[*] Germán Sierra

viernes, 28 de noviembre de 2008

LA ERA AFTERPOP

[Incluyo en esta entrada, para saludar como merece la salida de Homo Sampler[1] de Eloy Fernández Porta, un texto crítico mío sobre dicho ensayo y, a continuación, una intervención del propio Fernández Porta con un fragmento seleccionado y una colección de ilustraciones del espíritu y las ideas contenidas en el libro]


Hace un millón de años, el “Homo Blogger” campaba ya en los desolados alcores de Atapuerca con total desinhibición. Su mímica y sus costumbres eran consideradas monstruosas por sus “machadianos” semejantes, quienes lo veían como un invasor alienígena o una mutación genética de dudosa posteridad.

Algunos eones después, hace sólo una década, comenzó la trayectoria inconfundible del “Homo Sampler” Eloy Fernández Porta (Barcelona, 1974). Publicó entonces su primer libro de relatos, Los minutos de la basura, donde la “temporalidad NBA” (“la más perfecta imagen del tiempo mercantilizado”, como muestra uno de los brillantes análisis de este libro
[2]) se convertía en metáfora de un modo de vida y, sobre todo, en definición temprana de una estética literaria que atraviesa la retórica de la ficción y la teoría con un virtuosismo verbal, un humor desternillante y una desenvoltura intelectual admirables (Caras B de la música de las esferas, su segundo libro de relatos, y Afterpop. La literatura de la implosión mediática, su primero de ensayos, son pruebas redobladas de esa notable aptitud para el cortocircuito cultural de alta resolución).

En este nuevo libro, la consumación en cierto modo de la peculiar filosofía narrativa que comenzó entonces, el “Homo Sampler” lleva hasta sus últimas consecuencias las convicciones de un discurso creativo que funda su eficacia argumental en manejar todos los discursos sin distinción, los registros de la así llamada alta cultura como los de la así llamada baja cultura, desde el fanzine de tendencias hasta los estilemas doctorales. De ese modo, en una sola página, o en los meandros sintácticos de una sección, pasamos de los misterios gramatológicos de la literatura minoritaria a las combustiones gráficas del cómic y el cine, de las refinadas cacofonías de la música a las imágenes de síntesis del arte contemporáneo y las escenografías de la teoría cultural más avanzada.

No es de extrañar que el “Homo Sampler” se defina a veces como un DJ o un VJ, según se las entienda con cortes de sonido o canales de imagen, como tampoco que su minuciosa labor textual no se limite a copiar y pegar sin alterar de modo definitivo tanto las cualidades como las categorías de interpretación del material escogido. La acción de “samplear”, como señala Fernández Porta en este imprescindible ensayo, es la prueba de que alguien no vive la vida zombi del consumidor atento en exclusiva a las últimas novedades del catálogo más asequible y convencional, aunque el “Homo sampler” no incurra en la vulgaridad intelectual de declarar que una novela de Coetzee y un cómic de Alan Moore juegan en la misma liga de las estrellas, por más que al concepto de cultura sancionado por el primero (y sus seguidores más recalcitrantes) no le vendría nada mal el toque “trash” propio de una época donde, sin ponernos ecologistas, cualquier contaminación es inevitable
[3]. El “sampleador” paradigmático es, por tanto, la figura del último “hombre” vivo (y pensante) sobre una tierra devastada por el exceso de oferta. Un espécimen más adaptado que otros a las mutaciones contemporáneas no sólo porque se apropie con desparpajo de los restos de la catástrofe puestos a su disposición por un rastreo sistemático de los abarrotados anaqueles del supermercado cultural, sino porque sabe darle una respuesta creativa a la saturación del presente sin caer en el provincianismo de nuevo cuño o el globalismo más vacuo[4].

Como no podía ser de otro modo en un contexto tan mediatizado, el “sampleador” vocacional sabe inventar un tiempo propio (“RealTime”) que lo libera del Tiempo™ mediante “un trabajo subjetivo que interfiere en el sentido del tiempo tecnológicamente producido y comercialmente difundido”
[5]. En este mundo marcado por la novedad periódica, los tiempos interfieren entre sí con sus múltiples demandas de satisfacción del deseo y la figura del coolhunter, al fluir con el tiempo artificial del consumo, se erige así en árbitro[6] espontáneo del gusto, dictando la inminencia de surgimiento de la novedad de cada temporada, o su obsolescencia inmediata. En el gran mercado de signos sociales, sólo el “cazador de tendencias” posee el don de la cronología intuitiva para transformar un capricho carismático en una moda futura, el fetiche del presente más efímero, el oneroso bibelot del bazar de mañana y pasado mañana.

Como veíamos en el hilarante ejemplo del “Homo Blogger” (extraído de los múltiples paradigmas paródicos del texto), cuando la memoria histórica se reduce a proporciones infinitesimales, el presente reinventa el pasado a su medida. Así, la era del tiempo real, la del presente encerrado a perpetuidad en un bucle tecnológico y publicitario, es también la del anacronismo expandido y ubicuo. Eso explica la atractiva dimensión “UR” de la vida contemporánea: la subsistencia de modelos primitivistas en un contexto extremadamente sofisticado, y la nostalgia falseada por modos superados de vida comunitaria o la añoranza de relaciones con los demás o con la naturaleza menos mediatizadas, más “auténticas”, así como la admiración por obras y productos que entrañan un concepto paleontológico de la estética o la cultura
[7], formas civilizadas de incursión perversa en la barbarie y el arcaísmo, de adoración ritual de lo primordial y lo primigenio[8], etc.

Y, como complemento mitológico, la fama mediática, el sueño de inmortalidad episódica que alberga cada habitante de este (des)tiempo espectacular, con el fin de adquirir una imagen y hacerse vendible, como un producto o una mercancía más. No importa si la vida de cualquiera se parece a una superproducción, a una película independiente o de serie B o Z, un telefilme basado en hechos reales o el episodio piloto de una serie televisiva que nunca se realizará. Los minutos de gloria son la recompensa a la acertada gestión de su presencia pública, el momento interactivo del pay off (por decirlo en la terminología de la teoría de juegos) de tantas jornadas privadas de esfuerzo y afán de superación. Como recuerda Fernández Porta, los antiguos griegos llamaron “catasterismo”
[9] a la virtualidad de convertirse, por gracia divina, en estrella celestial. En la Era Afterpop, diseccionada por este brillante ensayo sin escatimar recursos intelectuales ni efectos pirotécnicos de primera calidad , la denominación exacta para esta inveterada función social y mediática es “Strash System”. El sistema del estrellato basura para vidas “subprime”. El sueño del famoseo produce monstruos televisivos. Asteriscos en el celofán que envuelve mercancías averiadas. Así es como la gastronomía afterpop, instalada entre la bulimia caníbal y la plétora mental, se transforma en astronomía afterpop, con todos sus agujeros negros financieros, galaxias en expansión bursátil y demás nebulosas y asteroides culturales.

En el régimen de máxima visibilidad del sujeto del consumo impuesto por la circulación de la mercancía, el Gran Hermano se erige en la versión más acabada del Watchman: la banalización espectacular de la exhibición pública y, aún peor, de la vigilancia total que todos padecemos, por el momento, en su variante soft.

No espere otro millón de años para enterarse de que existe el “Homo Sampler” [10].


[1] Homo Sampler. Tiempo y consumo en la Era Afterpop, Anagrama, 2008, pág. 375.

[2] “En efecto, existir en estos tiempos implica actuar siempre en pleno minuto loco como si la suma de esos instantes fuera un tiempo de promisión religioso –o, si se prefiere, ser un soldado del buzzer-beater [el tiro que decide un partido en el último instante] sin dejar de comportarse de manera cívica y pía” (p. 156). Si en algún momento de los ochenta el teórico Fredric Jameson eligió la caótica temporalidad de la guerra de Vietnam (tal como era descrita por Michael Herr en Despachos, su crónica bélica gonzo), o el "fin del tiempo" tal y como lo conocíamos representado por el cronotopo sin cesuras de la película Speed (Jan de Bont, 1994), como paradigmáticos de la cronología postmoderna del capitalismo tardío, Fernández Porta redefine en este ensayo esa temporalidad alocada y dislocada incorporándola a los protocolos deportivos (cruce de mitología socializada y disciplina sublime) que rigen la vida contemporánea en todos sus ámbitos y, muy especialmente, en los de la productividad: “La NBA no es sólo una liga; es un mecanismo que ha desarrollado y popularizado una manera de experimentar la temporalidad” (p. 152). La “temporalidad mediático espectacular” (p. 153), se entiende, rebautizada por Fernández Porta como “el Tiempo™” (p. 156).

[3] Al menos, a través del reconocimiento de su condición de mercancía entre mercancías. Esta función niveladora del mercado, sólo análoga a la de la muerte, es negada hasta por sus defensores más acérrimos, no digamos por sus detractores más ilusos. Quizá porque es por ella y sólo por ella como cabe concebir la dimensión subversiva y hasta revolucionaria del mercado. Sobre todo si atendemos a la condición reversible de todos estos postulados. De hecho, lo que un día es subversión pop del orden estamental de la cultura, al día siguiente se transforma en revolución vanguardista del régimen de mercancías entrópicas de la cultura de masas, como expone Fernández Porta en la cita escogida para encabezar, más abajo, su intervención creativa en este blog.

[4] “Porque el Tiempo™ ya nos llega elaborado y mezclado de fábrica; decir que samplear no es original sería tanto como decir que los ciudadanos no tienen derecho a utilizar las mismas armas que los vigilantes… Homo Sampler es quien se ha vuelto consciente de esas manipulaciones y responde a ellas con la baja tecnología del arte y las prácticas de contestación” (p. 162).

[5] O dicho de otro modo: “la experiencia resultante es lo que llamamos “Real Time”: el hallazgo del tiempo propio como elaboración y respuesta al Tiempo™ inventado por la tecnología” (p. 164).

[6] Como el fútbol puede pasar en algunos círculos por una de las reservas "naturales" de la brutalidad o el primitivismo de cepa local, regional o nacional, no me resisto a comentar la caracterización del árbitro futbolístico en estos tiempos mediáticos como el espectador habilitado in situ para tomar decisiones que afectan al juego en tiempo real, pero cuya cronología padece un severo desajuste con la temporalidad tecnológica (hecha a base de enésimas repeticiones de la misma jugada, ralentizaciones, planos de detalle, cambios de ángulo, etc.) gracias a la que el resto de los espectadores, atentos a las múltiples pantallas en que sucede el acontecimiento, saben en todo momento qué está pasando realmente en el campo. Fernández Porta formula esta idea que podría erigirse en paradigma de las paradojas culturales del presente en estos agudos términos: “Árbitro: La única persona en todo el país que no ha podido ver si era penalti, porque vive en directo y no tiene a su alcance los medios técnicos para revisar los lances del juego” (p. 151).

[7] Otra de las paradojas de esta cultura paradójica (el desprecio minoritario a los productos más apegados a la actualidad que “está en la base de la cultura de masas”) constituye el llamado “Esencialismo blockbuster”: “esta idea de la actividad creativa como remanso de paz privada frente al sindiós de la moda y la tecnología es uno de los presupuestos mayores del escaparate cultural contemporáneo” (p. 159).

[8] Un comentario más sobre esta extendida “espeleología del gusto”: “En una sociedad estetizada al 99% la renuncia al buen criterio estético en nombre de lo peor se convierte en un acto de confirmación del estatus, un Trashturismo, con frecuencia relacionado con las ExcURsiones a lo primitivo” (p. 272).

[9] Literalmente, la promoción del héroe a la condición de astro del firmamento. Fernández Porta, con su habitual generosidad, me atribuye el uso original de este término (p. 314) en el contexto de la ficción narrativa en el relato "La escuela escuálida" (incluido en Metamorfosis®).

[10] De hecho, este ensayo de Fernández Porta marca un antes y un después en el pensamiento español sobre las formas contemporáneas de la vida y la cultura. Un texto que se sitúa (junto con cultura_RAM, de José Luis Brea, y Testo Yonqui, de Beatriz Preciado) en la punta más avanzada de una inteligencia potencial del presente en toda su abrumadora complejidad. Por último, para sacarlo del contexto peninsular, me permito poner en comunicación este libro de Fernández Porta con el último publicado de Zygmunt Bauman (Vida de consumo, Fondo de Cultura Económica, México, 2007), donde se enuncia un análisis similar de las condiciones de la experiencia ligadas al consumismo: “En la sociedad de consumidores nadie puede convertirse en sujeto sin antes convertirse en producto, y nadie puede preservar su carácter de sujeto si no se ocupa de resucitar, revivir y realimentar a perpetuidad en sí mismo las cualidades y habilidades que se exigen en todo producto de consumo. La “subjetividad” del sujeto…está abocada plenamente a la interminable tarea de ser y seguir siendo un artículo vendible. La característica más prominente de la sociedad de consumidores…es su capacidad de transformar a los consumidores en productos consumibles” (pp. 25-26).

Gastronomía Afterpop


Por Eloy Fernández Porta


Hubo un día, no muy lejano, en que al fetiche pop se lo llamaba “simple”, “inmediato”, “superficial”. Esos atributos han sido desbordados por la emergencia de nuevos objetos y, con ellos, de nuevas formas de complejidad, que piden a gritos una lectura de segundo grado, si es que no la traen de fábrica. El objeto de consumo actual “contiene aditivos”, llámense vanguardia, trash, crítica cultural, desinformación o -en última instancia- la herencia misma del pop entendida como una tradición que ya no es susceptible de ser disfrutada espontáneamente, sino que lleva consigo, como cualquier otro archivo, su orden interno, sus pruebas de fe, su Iglesia y sus doctores. Sí, el pop acabó con el concepto canónico de Alta Cultura, pero desde las catacumbas del undergound la Alta Cultura se rehizo, se reconfiguró y utilizó los canales del sistema –sus conductos de ventilación, sus Caminos de Baldosas Amarillas y el sujeto mismo, concebido como “un conducto por el que circula la información” (William Gibson)- para propagar una nueva sustancia que corroyó los paisajes del pop, vaciándolos de sus héroes, sus sujetos y su significado. Una información liviana estructurada y problematizada como un saber académico: ese ha sido el auge y la cruz de la cultura pop en el cambio de siglo.


















lunes, 17 de noviembre de 2008

LA SIESTA DE UN FAUNO TROPICAL

“Pero el azar es el punto de un dado que se va a lanzar, un lance. El inventor del fauno que duerme tarde en la tarde sabía de dados, y yo me declaro aprendiz de ese magisterio, L´après-midi d´Infante es mi única declaración de vocación y de juego”.
GCI, La ninfa inconstante

Como saben todos sus lectores, las relaciones especulares entre literatura y vida constituyen el bucle que anuda toda la obra narrativa de Guillermo Cabrera Infante. La vida se mira en el espejo de la literatura durante el tiempo suficiente como para darse cuenta de que es la literatura la que se está contemplando en el espejo de la vida tratando de reconocerse. Así ha sido desde su revolucionaria primera colección de relatos (Así en la paz como en la guerra) hasta sus grandes novelas (Tres tristes tigres y La Habana para un infante difunto) pasando por algunas colecciones tardías (Delito por bailar el cha-cha-chá y Todo está hecho con espejos).
Es necesario, por tanto, regresar al origen autobiográfico de La ninfa inconstante, esta gran novela póstuma de Cabrera Infante. En principio están, en esa misma época, las experiencias vitales ligadas a la visión de ciertas películas: Buenos días, tristeza (Otto Preminger, basada en la novela homónima de Françoise Sagan), Baby Doll (Elia Kazan, basada en un guión de Tenessee Williams), Cara de ángel (Otto Preminger), Gigi[1] (Vincente Minnelli) o Y Dios creó a la mujer (Roger Vadim, la película que consagró a Brigitte Bardot como mito erótico), entre otras. Pero después, sobre todo, la conmoción literaria causada por la Lolita de Nabokov.
En 1957, Cabrera Infante halló en una librería francesa de La Habana la edición original de Lolita, encuadernada en verde y en dos volúmenes, publicada en París en 1955 (en Estados Unidos la censura previa había impedido su aparición a causa de su escabroso contenido) por una editorial atrevida, Olympia Press (que también publicaría, algunos años después, El almuerzo desnudo de William Burroughs). No sé si los tiempos han cambiado mucho, quizá Lolita sería hoy un escándalo aún mayor para la mentalidad puritana[2], pero si esta “ninfa” libresca no lo es tanto se debe en exclusiva a la indiferencia con que la literatura es recibida en los medios sociales.
En La ninfa inconstante, una novela memorable no sólo por sus logros artísticos sino por su arraigo en los laberintos mentales de la memoria, el narrador, que no es otro que Cabrera Infante reflejándose en el espejo convexo de las palabras, se reconoce “un esteta” cuando conoce los primeros sinsabores y la desazón del desamor juvenil: «El esteticismo es el último refugio del fracaso de la vida». La que condena al autor a este infierno mental y sentimental es una hermosa quinceañera llamada Estela Morris. Esta falsa “ninfa” habanera no sabe nada de literatura (ni de juegos lingüísticos o literarios: “Stella not yet sixteen, para lectores bilingües. Para los monolingües, Estela no tenía dieciséis años todavía. Dijo Swift. Pero yo soy más Sterne que Swift. Swifty McDean. Los dos eran clérigos obsesionados con el sexo. Pero ¿no lo estamos los tres?.), e ignora, por tanto, que el falso “fauno” con el que vive un romance fallido es un escritor que concibe su arte, según escribió sobre Lolita, como «un juego de placer como el sexo y casi tan vital». De ese modo, el narrador compulsivo se cobrará entre sábanas su codiciada virginidad como recompensa por inmortalizarla (como señala el epígrafe de Mallarmé, extraído del extraordinario poema sinfónico La siesta de un fauno (L´après-midi d´un faune): “Ces nymphes, je les veux perpetuer”) entre las páginas de una novela futura. Esta ficción erótica y elegíaca que ahora el lector tiene por fin entre sus manos como hace cincuenta años su autor tuvo el cuerpo adorable de Estela entre las suyas para consumar con virtuosismo tropical sus jugosos juegos de palabras y obras salaces: “Esta Estelita, Estalactita, Estalagmita: su cueva súcubo, de entrada íncubo, antes espeluz, espeluznante, espelunca nunca. Imagina vagina. Porque ella es impúber púber. Pubis. Ver verijas y el motivo de la V: V de virgen pero también de virago, vera efigie en el verano emotivo de la V”.
Volviendo a los orígenes de la novelística de Cabrera es significativo comprobar cómo el encuentro casual con la provocativa ficción del ruso blanco se produce sólo unos meses antes de toparse por azar (Mallarmé de nuevo) en las calles de La Habana con el ardor vital de Estela. Cabrera Infante escribió bajo el impacto de esa lectura absorbente la primera crítica en español a Lolita, donde la calificaba con un juicio perfectamente aplicable a su nuevo libro: «una orgía de frases felices y falsa fornicación: lectura lúdica». Tras el deslumbramiento de Lolita, Cabrera Infante padecería el de otras nínfulas novelescas: la Alicia de Lewis Carroll (la real y la especular) y la Zazie de Raymond Queneau, sobre todo. Menuda nómina de infantas (más o menos) desnudas: Alicia, Lolita, Zazie y ahora Estelita, “niñas” viejas, como las de Balthus, o prematuramente mustias por la vivencia exacerbada de sus días[3].
Con todos estos antecedentes, la historia amorosa entre Estela y el narrador palabrero es más bien el cortejo del novelista en ciernes a su objeto de deseo narrativo, su referente carnal gozado como “cuerpo divino” antes de hacerse palabras y desvanecerse en la nada (de ahí tal vez la procedencia metaficional del segundo epígrafe, el título del célebre relato de Diderot: “Ceci n´est pas un conte”), pero no en el olvido, como diría un bolero (uno de los sustratos afectivos más importantes de la narración). El bagaje del novelista incipiente es la atracción erótica y la curiosidad existencial, mientras el de la “ninfa” perseguida es la desidia sensual y la apatía anímica. El precio a pagar por el escritor será el desprecio moral de la chica, mostrando que la literatura, al revés de lo que piensan tantos moralistas al uso, no puede ser nunca inocente, pero tampoco sentirse culpable (“Sería hipócrita de haber dicho yo no quiero tu cuerpo sino tu alma, porque lo que deseaba era su cuerpo. Su pequeño, perfecto cuerpo imperfecto.”).
Sin embargo, el destino de Estela (“la persona más inteligente que había conocido hasta entonces”) es estelar: la muerte real le permitirá acceder a la inmortalidad estética de la mano de su amante accidental, el narrador derrotado por la vida en el curso de la historia narrada y ahora, al publicarse la novela, también muerto en la realidad. Con lo que el Cabrera Infante difunto, impostando el melódico timbre de H. H. en el cine[4], podría repetirle a Estela la frase final de la obra maestra que inspiró esta otra obra de un maestro: «Y ésta es la única inmortalidad que tú y yo podemos compartir»[5].


[1] En este fastuoso musical, Maurice Chevalier canta con osadía libertina, para celebrar los encantos y la inocencia coreográfica de Leslie Caron, el que podría ser el lema non sancto de la novela: “Thank Heaven for Little Girls!”.
[2] La hipocresía contemporánea en esta cuestión se expresa en esta falsa paradoja: la sacralización ideológica de la infancia (como objeto de veneración familiarista y explotación para el consumo, pero también como estado ideal, experimentado como envidia de la inmadurez y la minoría de edad por la mayoría de adultos asqueados de las capitulaciones, compromisos indignos y corrupción implicadas en la mayoría de edad) y la persecución implacable y la condena del pederasta, esto es, no ya la figura transgresora de antaño sino el sujeto hipnotizado que aplica al pie de la letra sobre su objeto ideal la ideología vigente en la materia (la adoración al niño como nueva religión de la clase media demográficamente amenazada).
[3] Simón del desierto, de Luis Buñuel, incluye una muestra paradigmática de esta patología obsesiva: esa secuencia prodigiosa, de una retorcida ironía, en que el diablo tentador reviste la apariencia carnal de Silvia Pinal disfrazada de colegiala arquetípica. La fascinante diablesa, impostando un registro pueril en voz y actitud, proclama una y otra vez “Soy una niña pequeña” con el fin de incrementar su atractivo erótico ante el asceta cristiano con una infalible dosis de inocencia simulada, como en un escenario pornográfico diseñado para viejos verdes. Por otra parte, todas las películas mencionadas más arriba fueron vistas por Cabrera Infante antes o después de la experiencia real narrada en la novela, por lo que unas determinaron el sesgo de la vivencia y otras sólo el recuerdo de la misma, es decir, la narrativa post facto que conduce la escritura de la novela. Si uno rastrea en busca de pistas la memoria cinéfila inscrita en Un oficio del siglo XX, descubre pronto que estas películas, con la excepción de Gigi, son reseñadas o citadas como referencia por Caín. Más llamativo aún es el modo en que, al escribir sobre la cinta de Vadim, Caín describe la actitud en la cama del personaje de Bardot en estos términos: "baila semi-desnuda, se envuelve en la sábana y no contenta con esto, envuelve a su marido en una crisálida erótica" (Oficio, p. 275; las cursivas son mías). En La ninfa inconstante, durante los prolegómenos del acto de desfloramiento de Estela, el narrador comenta: "Había esperado que ella se levantara de la cama, sobre la cama o alrededor de la cama y usara su sábana como una lívida coraza de su cuerpo y viniera a envolverme (sus manos cogiendo las puntas, sus brazos enfundados en la tela para rodear con ellos mis hombros y mi espalda) en una crisálida erótica" (p. 119; las cursivas vuelven a ser mías). La metáfora entomológica muestra que el recuerdo no sólo de la película sino de la crónica de la película escrita por su alter ego es determinante en su concepción narrativa. Y proporciona una de las claves fundamentales de la novela y de toda la estética novelística de su autor: el juego de reescrituras propias y ajenas que caracteriza el paradigma del neobarroco tal y como lo teorizara Severo Sarduy (sin olvidar la broma maliciosa inscrita en el título). Pero Cabrera Infante no se cita o excita sólo a sí mismo con esta escena crucial de la peripecia amorosa: por un instante, si nos fijamos con atención, tendremos la impresión de que en su escenificación verbal podría estar parodiando las piruetas y volteretas en el lecho de la niña poseída de El exorcista, y atribuyéndose como narrador y actor el doble papel de daimon posesivo de los encantos de la "niña" y exorcista compulsivo de sus obsesiones eróticas (invirtiendo los postulados de la película de Buñuel mencionada al comienzo de esta larga nota). Todo esto, sin embargo, sólo sucede en la recalentada imaginación del narrador (y en la atrevida interpretación de este lector), pues nada turba durante los prolegómenos descritos la pasividad física de la "niña" en el lecho.
[4] En la magistral adaptación de Kubrick, como no podía ser de otro modo, la hipocresía mayoritaria de sustituir a la actriz niña que debía haber interpretado a la nínfula epónima por una actriz adolescente (Sue Lyon) no hizo sino incrementar el appeal erótico (y disminuir la culpabilidad moral) que para el adulto medio occidental podía representar la consumación de dicha transgresión sexual en un entorno doméstico, con o sin las connotaciones del incesto. Nadie sexualmente activo podría negar la seducción de la Lolita de Sue Lyon (que tenía en 1962 la misma edad de Estela Morris en la novela de Cabrera Infante), mientras que la infantilización semántica sufrida por el personaje de la segunda versión (Adrian Lyne, 1997) había de considerarse tan escandalosa y provocativa que fue prohibida en las salas americanas, aunque el reclamo erógeno de la nínfula (interpretada esta vez por la descocada Dominique Swain, a pesar de sus diecisiete años, con fidelidad mimética al original literario) hubiera disminuido notoriamente para ese mismo espectador medio (respetable marido, padre de familia, amante o novio ejemplar).
[5] Otra muestra de que estas inquietudes estéticas ligadas a la perversión sexual de la infancia y la degeneración del género no caducan la ha expuesto en un estupendo artículo, con su habitual inteligencia crítica, Eloy Fernández Porta (acaba de publicar en Anagrama, prolongando los postulados sobre el Afterpop de su anterior libro, el impresionante ensayo Homo Sampler. Tiempo y consumo en la Era Afterpop, del que daré cuenta en este blog muy pronto). El texto, publicado recientemente en el diario La Vanguardia y titulado “Gramática de la fantasía trans”, incorpora refinados argumentos sobre algunas tendencias artísticas contemporáneas como éste: “[la artista] Violeta Gomez hace suyo y elabora de manera estética el lugar donde la ilusión de naturalidad es más poderosa: el mundo onírico de las niñas. De este modo, discos como El cul de les fades y series fotográficas como Alicia en el País del Amor nos hacen pensar en un [Gianni] Rodari reloaded y transgénero, donde el devenir-mujer de las niñas ha sido sustituido por el devenir-niña de un adulto”. (Las cursivas son mías.) Otros ejemplos de la misma tendencia: la voluminosa rareza de Henry Darger, La historia de las Vivians, más de quince mil páginas con historias e ilustraciones que no habrían dejado indiferente al reverendo Charles Dogdson; y la más reciente y perversa: Lost Girls, la novela gráfica de Alan Moore y Melinda Gebbie que restituye la potencialidad polimorfa de la vida infantil a las ya adultas y adúlteras Alicia, Dorothy (El mago de Oz) y Wendy (Peter Pan), un genuino devenir-niña deleuziano para mujeres victorianas maltratadas por los estragos de la edad, el tedio y el infortunio en una sociedad aún demasiado patriarcal en gustos y maneras.

DICCIONARIO DE IDEAS (MAL) RECIBIDAS SOBRE GUILLERMO CABRERA INFANTE


Aliteratura. La única literatura posible para mí sería una literatura aleatoria (Tres Tristes Tigres/TTT). Proponer este enunciado como paradigma de esa peligrosa tentación: final punto coser de máquina la y paraguas el (TTT). El resto es pura literatura.

Bolero(s). Himno (vulgar) a Eros. Discutir que la prosa narrativa de GCI aspire en todo momento a ser oída/leída como tal.

Borges. Ponderar su gran influencia en GCI. Especialmente en el manejo de espejos, dobles, bromas filosóficas y simulacros que se confunden con la realidad, como los de Carroll. Considerar a Funes el memorioso un precursor intelectual de Bustrófedon.

Bustrófedon. Antiguo procedimiento de escritura en zigzag con el que GCI bautizó al daimon habanero que contamina de verborragia y logomaquia el dispositivo (meta)lingüístico de TTT.

Caín (G.). Ingenioso seudónimo inventado para burlarse del poder. El crítico cinematográfico transformado en cínico ente de ficción muestra así su carácter de ficción institucional, política y cultural. El volumen que compila sus críticas y retrata su carismática figura (Un oficio del siglo XX) puso las bases de su concepción cómica de la narrativa y supuso una primera tentativa de desestabilización de la lengua y la cultura canónicas. En todo caso, su muerte era inevitable: Caín muere para que viva su alter ego, que tiene cosas más importantes que hacer: zurcir las medias, atropellar monjas, escribir panegíricos; esto es, las labores propias de su seso (Oficio)

Carroll. Ponderar su gran influencia en GCI. Especialmente en el manejo de espejos reversibles, motivos paródicos, bromas lógicas y tableros de juego que se confunden con la realidad, como los de Borges. Considerar a Humpty Dumpty un precursor fantástico de Bustrófedon.

Censura. Cirugía radical que afectó durante décadas a las glándulas mamarias nombradas (o sólo insinuadas) en TTT. Hoy se entiende que es innecesaria ya que todo el mundo acepta que ciertas cosas no se deben escribir.

Cervantes. Decir que era el más cervantino de los escritores hispanos y que por eso mismo no le dieron el premio homónimo hasta 1997.

Chachachá. En Cuba, en aquellos duros años, se cometía delito sólo por bailarlo en su doble modalidad (horizontal y vertical). Su mera pronunciación era considerada provocativa.

Cine. Le gustaba y lo consumía en exceso (o en excelso, según diría su colega Walter Ego). Gran cinéfilo, cinéfago o film-buff: ver cine era para GCI condición cine qua non para vivir. Lo aprendió todo de este medio artístico (técnicas, diálogos, referencias, humor) y le devolvió todo lo que había aprendido escribiendo críticas, guiones, artículos y ensayos. Pero nunca dirigió una película, quizá porque odiaba la película virgen tanto como la virginidad femenina. La mayoría de sus libros se componen de restos y rastros de celuloide profanado.

Cuba (Mea). Expresión convicta de pertenencia polémica a la Neverland de sus sueños y pesadillas. Añadir un comentario político: Nadie abandona un (falso) paraíso sin pagar un alto precio vital por recuperar la (ilusoria) libertad.

Cultura. Citar TTT para probar su absoluta (post)modernidad: Fíjate que te hablo de la literatura y del cine y de la televisión. La cultura actual.

Escritor. No se hacía ninguna ilusión tampoco sobre ese ingrato oficio. Eres eso, un escritor: un espectador tibio (TTT).

Estética. La más apropiada a sus pretensiones artísticas la formuló, sin pensarlo dos veces, alabando las tetas exorbitantes de una modelo exhibicionista y, de paso, parodiando la sinestesia de Shakespeare: la belleza que se puede ver, tocar, oír, oler y gustar con todos los sentidos; ver con las manos, oír con la boca, gustar con los ojos, oler con los poros del cuerpo (TTT). No obstante, desilusionado por la vida y el amor, se consideraba sólo un esteta: El esteticismo es el último refugio del fracaso de la vida (La ninfa inconstante).

Estilo(s). Decía execrarlo(s). Para combatir cualquier tentación estilística, sobre todo durante los rigores del estío, practicaba frecuentes “exorcismos” (también llamados “parodias”).

Exilio. Especificar que en el extraño caso de GCI este vocablo expresa, con picardía, tanto un desdoblamiento físico como una disidencia mental.

Faulkner. Decía preferir a “Fuckner”, su lascivo alter ego.

Habana (La). Añadir siempre: Para un infante difunto. Explayarse hablando de la Pavana de Ravel y, con ironía salaz, del Mar de Debussy (o, agotando la discoteca, de La siesta de un fauno). Sugerir, sin embargo, que la Habana genuina era para GCI la del sueño y la memoria. Una ciudad fastuosa y sentimental, como de viejo musical de Minnelli. Una Habana de celuloide fantástico repleta de gloriosas cantantes, cabarets nocturnos y juerguistas caribeños incoercibles.

Habano (Puro). Sucedáneo consumible de La Habana. Otras veces facsímil fálico que se hace humo y ceniza entre los dedos para conjurar, con melancolía, la fugacidad del placer y el deseo. Fumador hedónico y escritor a contracorriente, GCI dedicó otro gran libro festivo (Puro humo) a las nupcias del cine y el tabaco. Lo puro y lo impuro de cada negocio y, como colofón, el ocio ruinoso de la literatura. Recordar a Barthes cuando decía: El puro es un emblema capitalista, vale; pero, ¿y si produce placer? ¿No hay que fumarlo? Añadir que a GCI le horrorizaba que el capitalismo actual rimara placer con cáncer y prohibiera fumarlo.

Hemingway. Mal modelo sexual pero no literario. Señalar la influencia del estilo lacónico de descripciones y diálogos en el joven GCI. Hablar de Balada de plomo y yerro como una versión habanera pret-à-porter y prerrevolucionaria de The Killers y de Vista del amanecer en el trópico como de un remix tropical post-revolucionario de las viñetas narrativas de In our time.

Ionesco (La). En TTT proclamó en vano la urgencia de fundar este organismo patafísico en sustitución de la UNESCO real. Sus miembros de honor serían Marx (Groucho y Harpo), Queneau y Quevedo.

Joder. El joder corrompe, el joder total corrompe totalmente (TTT).

Joyce. Reducirlo, injustamente, a precursor dublinés de GCI.

Juego. La literatura es un juego de placer como el sexo y casi tan vital.

Klee (Roman à). Fingida clave autobiográfica para escribir libros tan inventivos como TTT y La Habana para un infante difunto.

Literatura. Citar como definición este fragmento de Exorcismos de esti(l)o: Literatura es littérature en francés, y litter es basura, desperdicio en inglés, mientras rature, de nuevo en francés, es tachadura, y lit es lecho, esa cama donde me acuesto a hacer literatura: solamente en español la literatura no significa otra cosa. Y concluir: Literatura es todo lo que se lea como tal (Exorcismos).

Londres. Referirse a O, excitante colección de ensayos pop, en relación con esta urbe (hoy pasada) de moda. O citar su insinuante título francés: Orbis oscillantis. O hablar de las incitantes muchachas del Swinging London (la movida movida de los sesenta). O de sus cuerpos divinos. O del orbe oscilante de sus senos. O de los devaneos literarios de GCI. O de Wonderwall y Blow Up. O de Jane Birkin, desnuda en ambas. O…

Marx. Evocar la influencia incomparable de estos hermanos cómicos en su ideario. Hacer un recuento fiel de todas sus Marxismas (Exorcismos).

Miriam (Gómez). Mujer. Musa. Móvil. Médium. Lamentar una vez más que, excepto en el delicioso Delito por bailar el cha-cha-chá, GCI no haya contado la génesis de su relación duradera.

Mujeres. El orbe narrativo de GCI rota alrededor del efímero femenino como de un magnetizador erógeno. Ningún otro escritor ha penetrado con tanta indiscreción en la mente y el cuerpo de las mujeres. Temer que muchos lo encuentren censurable. Obsceno. Prosaico. Habría que remontarse hasta el siglo XIV, con el Arcipreste de Hita, como declaró alguna vez, para hallar un paradigma comparable.

Nabokov. Padre severo de la nínfula por excelencia, con el que GCI, a pesar de sus ínfulas aristocráticas, aprendió a deletrear las reglas supremas de la literatura moderna.

Novelas. Prefería escribir libros inclasificables donde se pudiera imaginar cómo se vería la luz de una vela cuando está apagada (TTT).

Offenbach. Gato mítico al que dedicó una necrológica digna de Ovidio.

Oulipo. Apuntar que GCI construyó en solitario su propio taller de literatura potencial en español.

Parodias. En GCI podían surgir tanto del odio al par como del amor al parodiado. Aclarar que en sus libros la literatura y la vida se parodian mutuamente.

Paronomasias. Eran su diabólica debilidad. Por crearlas se mostraba dispuesto literalmente a todo: burlarse de un amigo, de una amada e incluso de una mamada (La Habana).

Petronio. Autor del Satiricón. Uno de sus libros favoritos. Soslayar sus efectos afrodisíacos. Anotar que TTT es, entre otras cosas, un Satiricón romanceado. Una sátira menipea: humor ingente, erotismo turgente, ingenio insurgente.

Pop. Emparentar esta estética con el gusto moderno por la moda y la vulgaridad en todas sus manifestaciones: En la segunda mitad del siglo XX la elevación de la producción pop a la categoría de arte (y lo que es más, de cultura) es no sólo una reivindicación de la vulgaridad sino un acuerdo con mis gustos (La Habana).

Revolución. Proponer que la auténtica revolución cubana la hizo GCI en la prosa irreverente de sus libros y artículos. Era, por idiosincrasia, un revolucionario del lenguaje y la cultura y, por tanto, un adversario de cualquier Reichvolución (Exorcismos).

Scott Fitzgerald. Prefería alternar, de todas todas, con su colega beodo “Scotch Fizzgerald”.

Sexo. Siempre el mismo. El propio, caprichoso y ocurrente, dando savia vital a sus ficciones. Y luego el femenino: recurrente objeto de sus correrías eróticas. Mencionar cómo en La Habana para un infante difunto el narrador penetra de cuerpo entero en la vagina de una mujer y acaba remontando el curso errático de la vida y contando su nacimiento biológico como renacimiento literario.

Silencio. Proclamar que el silencio de GCI es la estrategia subversiva de un escritor expatriado que maneja las palabras originarias de la tribu como un malabarista y el astuto sigilo de un agente secreto de la inteligencia.

Sterne. Otro de sus maestros de cabecera. Lamentar que GCI no pudiera esquivar la muerte con tanto desenfado como su admirado Tristram Shandy.

TTT. El título falsea la realidad ex profeso. Reducir a tres el número de “tigres” es otra operación de alquimia verbal. Silvestre, Arsenio, Bustrófedon, Códac y Eribó conforman un quinteto instrumental pletórico. Y no siempre suenan tristes, por lo menos mientras hay mujeres delante. O detrás. O a un lado. Donde sea pero cerca de ellos.

Z. “La voz detrás de la voz”: ¿Quién escribe?... Pero la última duda es también la primera -¿de qué voz original es el lenguaje el eco? (Exorcismos).




lunes, 10 de noviembre de 2008

LITERATURA DE CHOQUE

Basta con ver a Chuck Palahniuk en una de sus intervenciones públicas (ya sea en directo o en diferido a través de YouTube) para comprender que se trata de un gran humorista “negro”. Un humorista terminal, como Swift. A diferencia de Houellebecq, su equivalente europeo, Palahniuk exhibe un humor truculento y transgresor, inscribiéndose en la macabra tradición americana del horror cómico y la crueldad moral. Lo más curioso es que Palahniuk no sería quien es si no estuviera reinventando, sin saberlo, a Rabelais y a Sade, maestros del sarcasmo filosófico disfrazado de vulgaridad novelesca.
Lo más asombroso de todo, sin embargo, es que en Rant. La vida de un asesino Palahniuk se ha superado a sí mismo, rebasando los límites que sus novelas anteriores ya establecían (estamos hablando, nada menos, del autor de El club de la lucha, Asfixia y Fantasmas). Digamos que Palahniuk ha sabido reciclarse para ofrecer una hipérbole de su método, una extrapolación radical de sus temas y la quintaesencia de su estilo. Para lograr todo esto, no obstante, ha tenido que alterar sustancialmente el formato tanto como el género de la novela.
La historia de Buster Casey (alias Rant) se reconstruye con fingida técnica documental y una multitudinaria galería de narradores que componen un dispositivo oral fragmentario. Un mosaico de testimonios póstumos que configuran el retrato parcial de un ángel exterminador guiado por un proyecto patológico. Uno de sus mayores aciertos reside, precisamente, en la creación de este antihéroe pantagruélico que mantiene relaciones privilegiadas desde la infancia con toda clase de alimañas venenosas (especialmente las arañas, como muestra de ironía postfreudiana: las “viudas negras” que Rant colecciona en botes de cristal y siempre lleva consigo son las que le garantizan sus potentes erecciones) y es portador de una variedad virulenta de la rabia que pretende extender por todo el país como medio de exaltar la animalidad sensorial anestesiada por el consumo. La secta de freaks que rodea a Rant tampoco tiene desperdicio: desde la familia palurda hasta los lunáticos monstruosos, conductores marginales y experimentadores mentales con que traba contacto en sus múltiples aventuras, incluida la ex prostituta tullida Echo, con la que vive una esperpéntica historia de amor (oliendo y palpando su piel o lamiendo su sexo, con el sentido ávido de una bestia desbocada, Rant consigue adivinar su dieta alimenticia y sus costumbres higiénicas).
Por si fuera poco, con esta biografía grotesca de un héroe trash Palahniuk se adentra por primera vez en el territorio estético de la ciencia-ficción, la distopía urbana y la fantasía apocalíptica, por no hablar del sorprendente bucle temporal que clausura la fantástica trama. En este sentido, la América descrita representa el paroxismo caricaturesco de la sociedad capitalista o de consumo: un mundo represivo donde todo cambia continuamente sin que cambie lo esencial, donde la simulación, la seguridad y el control se han apropiado hasta tal punto de los modos de vida que sus habitantes necesitan inventar ceremonias violentas para sentirse vivos en un entorno anodino.
No es casual que Palahniuk rinda homenaje al maestro Ballard (y a los rituales tanáticos de su novela más famosa, Crash) al colocar las choquejuergas (“Party Crashing”, en el original) en el núcleo traumático de la acción de Rant: una diversión sadomasoquista que aúna perversamente el festejo nupcial, con todos los participantes vestidos como corresponde para la ocasión y los coches engalanados y decorados con mensajes alusivos, y el choque automovilístico de la mayor violencia. En un país donde la tasa anual de mortalidad al volante asciende a cuarenta y tres mil víctimas, este peligroso deporte colectivo supone para sus practicantes una oportunidad catártica de intensificar las relaciones con la realidad, destruir coches como emblemas de un modo de vida espurio y conjurar el miedo a la muerte enfrentándose a ella. Como dice uno de los personajes: “los accidentes pasan. La gente a la que quieres se muere. Nada de lo que aprecias de verdad dura siempre. Y yo necesito aceptar esa idea y asimilarla”.
Otra de las grandes invenciones de Palahniuk en esta inventiva novela son las “cúspides alucinadas”. En el mundo de la ficción, una dimensión paralela al mundo real, o una versión distorsionada de la información sobre ese mundo tomado por real, todos sus habitantes portan desde muy pronto unos puertos acoplados a la nuca por los que pueden cargar o descargar vivencias propias y ajenas. Este consumo adictivo de imágenes mentales adulteradas ha superado el consumo del cine y la televisión, tan censurados y normalizados que los más inquietos los encuentran un espectáculo tedioso, e incluso a las drogas, ya que la experiencia virtual que proporcionan al usuario es de un realismo tan extremo que sustituye a la realidad convencional y a sus estereotipadas imitaciones. En cierto modo, se podría decir que la vívida prosa de Rant, sobrecargada de sensaciones y vivencias insólitas, trata de remedar los efectos alucinógenos producidos por esa tecnología de última generación aplicada a los estándares de la realidad individual.
Todo esto sólo sirve para confirmar que si a Hollywood se le ocurriera la delirante idea de adaptar esta novela bestial tendría que encargarle una primera versión a David Cronenberg en plena fase de depresión viral. Alucinar después el resultado pasándolo a través del cerebro de David Lynch en estado de embriaguez catatónica tras una larga serie de meditaciones infructuosas sobre el vacío interior. Dejárselo en préstamo un fin de semana a Tim Burton, quien después de Sweeney Todd parece haber recuperado la truculencia gótica necesaria para no dejarse llevar por la cursilería pueril, y quizá cederle finalmente algunos segmentos a Tarantino quien, después de una juerga en Las Vegas con un par de veinteañeras afroamericanas, estaría en las condiciones idóneas para rematar el proyecto con alguna salvajada fetichista. Pero desde luego sería mucho más fácil contratar a Palahniuk, que en su nueva novela los ha superado a todos en violencia, imaginación, payasadas metafísicas y comicidad sicalíptica. Rant demuestra así que Palahniuk, como visionario paródico de nuestro tiempo y nuestra cultura en franca bancarrota, va a más en cada nueva novela. Y es que sólo un visionario que asume sin complejos la condición de impostor puede ser en la actualidad un verdadero visionario.
En mayo salió, en dosis muy concentrada, Snuff. Sobre animadas fantasías pornográficas de ayer y hoy, mesalinas mediáticas y mercantiles y demás folclores carnales de la sociedad del espectáculo. Decir que es explosiva sonaría redundante.

sábado, 1 de noviembre de 2008

LA ESPAÑA DE MANUEL VILAS

Imaginen por un momento un canal de televisión consagrado las veinticuatro horas del día a emitir una señal que permita al telespectador hacerse una idea cabal de lo que significa ser español. Ese canal existe en parte, es cierto, se llama Somos TV y es una manera como otra cualquiera de hacerse una idea completa de lo que hemos sido, un álbum sórdido y a ratos enervante de lo que fue el imaginario de las generaciones que nos precedieron. Es cierto que esas imágenes y ficciones estaban desfiguradas por un poder dictatorial empeñado en encerrar a este país en una imagen estereotipada de lo español. Por tanto, esa imagen de España habría que considerarla una imagen residual del pasado, una fotografía avejentada de este país.

Esto sería sólo una parte de lo que nos propone Vilas en España, este libro tan caprichoso como necesario, tan excéntrico como contundente, superpoblado de pequeñas historias que pretenden hacer Historia, o sintetizar un gran relato alegórico sobre las razones y sinrazones de que seamos lo que somos sin dejar tampoco de ser otras cosas. Estamos en la España del siglo XXI: la España descafeinada y sin sal de Zapatero, la España pedófila de la niña de los ojos de Rajoy, la España del euro en bancarrota y la banca plenipotenciaria, la España cutre en que Almodóvar es ya un millonario sesentón y no un artista rompedor, la España eurotelevisiva del infumable chiquilicuatre, así que nadie puede desconocer todo lo que ha pasado desde entonces. A la imagen de ese canal publicitado habría que añadirle muchos fotogramas nuevos, algunos muy conocidos y otros todavía por producir, para dar una idea de lo que ha pretendido su autor en este libro sobre un país apenas existente llamado España. La televisión es el modo paradójico en que Vilas, metido al oficio de antenista para sobrevivir en un país que no reconoce a sus talentos más que cuando están muertos o en coma cerebral, consigue distanciarse de lo más crudo y zafio de la realidad española, manipulando las distintas señales para ofrecer una imagen digital de la España de hoy. Y cargarse así, de paso, la imagen analógica oficial.

No podía ser de otro modo en un libro que se titula como se titula con total descaro, sabiendo que habrá muchos que no entiendan su gesto y se pregunten, pero, por favor, ¿es que este hombre no se ha enterado de que han pasado ya más de cien años desde la generación del 98 y más de treinta de democracia como para seguir dándonos la paliza con el tema de España? Sí que se ha enterado, descuiden, Vilas está al día de lo que pasa, pero pasa que un españolito del 62 como Vilas reclama su derecho de escritor a interrogarse en los albores del siglo veintiuno por el pasado, el presente y el futuro de este país vetusto. Y se atreve a meter los dedos en la llaga sagrada de esta nación (o nación de naciones, que cada uno aplique la fórmula que más le convenza), sí, donde duele, huele y sangra la cosa española, con la libertad y la audacia que le reconocen la Constitución del 78 y el ordenamiento legal vigente.

Ya sabíamos que el franquismo entonteció definitivamente a este país, tras muchos siglos de entontecimiento castrense, castizo y católico, lo que no teníamos tan claro es que la democracia, a pesar de todos sus esfuerzos, aún no nos había vuelto listos del todo. O nos ha hecho igualmente tontos, pero de otro modo. Será el consumo, será el capitalismo, será la televisión, cualquier cosa. En suma, que el daño cerebral causado no es tan fácil de reparar, sólo con unos cuantos baños dérmicos de modernidad y postmodernidad. Así que la España de Vilas es un gigantesco simulacro retransmitido en directo y en diferido, en abierto y en peiperviú, a todas horas y a todos los rincones de la patria cañí. La España de la televisión en blanco y negro y luego a color y luego con pantallas de plasma en alta definición. Pero esa España de Vilas, desengáñense otra vez, con toda su animación y folclore callejero, es también la de un interminable tiempo muerto.

Si no fuera ofensivo, se diría que Vilas se atreve a meterle mano a España en el momento crítico de su defunción política como nación y su resurrección como gloriosos regionalismos autonómicos. Esa muerte funcional la declara en la novela nada menos que Fidel Castro y es que sólo el líder decrépito de una revolución esclerotizada podía legitimar semejante disparate simbólico. Y Vilas, asumiendo el diagnóstico de la necrosis con humor incomparable, juega a forense de una España literal y literariamente difunta. Vilas hace en España la autopsia del cadáver de una España que está viva todavía, o ansiando resucitar como si nada. Es una autopsia del futuro, como si España fuera ya una gran ruina arqueológica excavada desde el porvenir con tecnología chiripitifláutica y toda la ignorancia histórica que cabe esperar del futuro. ¿No se insinúa en sus páginas que la realidad de un país es una “alucinación colectiva” consensuada por sus habitantes y sancionada por el poder dominante? ¿Y la realidad española un improvisado monitor de televisión que emite versiones de sí misma al infinito, garantizándole así una posteridad inmerecida incluso a una institución tan desfasada como la monarquía? Pero si este libro es algo, aparte de una divertidísima invitación al desahucio de los podridos fantasmas que vampirizan desde hace siglos la identidad española, formando parte ya indesligable de la sustancia desleída de lo español, es un poderoso antídoto contra todas las historias mágicas y las fabulaciones míticas que siguen legitimando los nacionalismos centrípetos y los nacionalismos centrífugos (por no hablar, como haría Julián Ríos, de los necionalismos).

Y por si faltara algún tabú mesetario o mito ibérico por desbrozar, Vilas arremete sutilmente contra las dos Españas de la leyenda maniquea en blanco y negro, como la televisión franquista. Ni izquierdas ni derechas, no se engañen, no. En un país como éste donde ha funcionado a lo largo de la historia la más perfecta conjura de los necios y la conspiración inquisitorial, no es la adscripción ideológica la que helará el corazón del españolito nacido en cualquier década, no. Es la España gris, la España mediocre, la España mezquina, el ente que conspira desde todas las cátedras, púlpitos y puestos de poder contra la otra, perpetuamente condenada a la marginación y el exilio.

Ahora sí que existen dos Españas. La de Vilas y la otra, la que no sale en la tele.

MITOS DEL PRESENTE

Comenzaré con una paradoja apropiada al caso. James Graham Ballard, más conocido como Ballard a secas entre su creciente club de fans, está a punto de dejar de ser el mejor escritor británico vivo para convertirse en el gran escritor del siglo XXI. En su reciente “autobiografía” (Milagros de vida), traza un itinerario vital que va de la China colonial donde nació hasta el Shepperton londinense donde ya sabe que morirá pronto. Y es que poco después de publicarla anunció, sin patetismo alguno, que padecía un cáncer de próstata terminal. De ese modo, incorporaba el horizonte de la muerte personal a esas intersecciones deslumbrantes que constituyen desde siempre una de las categorías privilegiadas de toda su narrativa.
El mundo de Ballard es de una extraordinaria originalidad. Cualquier escritor recibe influencias de otros escritores. En el caso de Ballard uno tiene la sensación de que todas sus visiones, historias y situaciones son nuevas, inventadas para declinar una versión inédita de la realidad fundada en la ciencia y en la poesía. Que ese mundo de Ballard sea nuevo no deja de ser otra paradoja ya que lo que realmente fascina a Ballard es la entropía. Este concepto termodinámico es la base de la comprensión de la realidad para Ballard desde su infancia traumática, desde que se viera inmerso en la aventura de un mundo en turbulenta descomposición como el de su Shanghai natal.
Ballard es, en este sentido, el poeta contemporáneo de la entropía global, el cronista de la decadencia molecular, el forense desengañado del futuro tecnológico, pero también un ingenioso observador del presente en todas sus dimensiones, anomalías y perversiones. Si a los artistas pop y a los hiperrealistas les ha seducido siempre la fachada publicitaria de la realidad, el lado luminoso y artificial de las cosas, a Ballard, un híbrido de sensibilidad surrealista e inteligencia científica, lo que le atrae es ese momento en que la realidad revela su fatiga ontológica y comienza a mostrar las primeras grietas y fisuras microscópicas, en que el tiempo se enreda sobre sí mismo para volver al pasado o detenerse como un cristal en una forma muerta, en que el espacio parece dilatarse como si fuera virtual o blando, en que el reloj biológico se acelera o ralentiza para precipitar su destrucción.
Fiebre de guerra es, sin lugar a dudas, una de las mejores vías de acceso a toda su literatura. No sólo porque estos catorce relatos contienen todos sus motivos y estilos, sino además porque funcionan internamente como un auténtico catálogo de atrocidades colectivas ideadas por su autor como comentarios de actualidad: Beirut reconvertido en laboratorio de experimentación bélica en un contexto mundial pacificado (“Fiebre de guerra”); el presidente Ronald Reagan asumiendo, en plena decrepitud, un tercer mandato a petición popular (“La historia secreta de la tercera guerra mundial”); una isla caribeña transformada por los vertidos tóxicos, contrariando el credo ecologista, en un paraíso lujuriante y autodestructivo (“Cargamento de sueños”); las antiguas instalaciones de la NASA en cabo Cañaveral entregadas a experiencias obsesivas y absurdas por parte de los antiguos héroes de la aeronáutica y la astronáutica (“Memorias de la era espacial”); o una Europa metamorfoseada en “El parque temático más grande del mundo”, una sátira corrosiva del modo de vida europeo que prefigura su novelística última; etc.
No obstante, donde asoma el talento de Ballard para la innovación formal es en el tríptico de relatos compuesto por “Respuestas a un cuestionario”, una perturbadora burla de la lógica de la información aplicada al asesinato del “hijo de Dios”; “Notas hacia un colapso mental”, una historia conyugal patológica narrada como un criptograma fragmentario; y “El índice”, el de narrativa más radical: un extenso glosario es el único acceso a la enigmática historia de un personaje que se relacionó con las personalidades más relevantes del siglo pasado sin dejar de ser una perfecta impostura histórica.
No quiero terminar este recuento parcial sin mencionar dos relatos simétricos que utilizan el espacio como categoría paradójica. La fantasía doméstica de un hombre que toma la decisión de recluirse en su casa para transformarla en un lugar de experimentación fenomenológica (“El espacio enorme”); y una memorable fábula sobre el tamaño del universo, la inercia tecnológica y el descubrimiento del infinito (“Informe sobre una estación espacial no identificada”) que habría complacido, por su belleza filosófica y matemática, a Borges y a Einstein.

viernes, 31 de octubre de 2008

EL PAÍS DE LA ESCRITURA

Supongamos que este ensayo de Roland Barthes (El Imperio de los signos) sea, en efecto, un ensayo de novela. De ese modo lo veía su autor, como “una especie de entrada, no tanto en la novela como en lo novelesco”. Si aceptáramos considerarlo así, diríamos entonces que esta novela cuenta el choque cognitivo de un escritor y semiólogo, un gran intelectual occidental, uno de los más influyentes de su tiempo, con una realidad desconocida que él mismo denomina, no sin ironía, “el Japón”. Y bien, ¿qué es ese Japón tan peculiar en el relato y la descripción de este singular visitante? El Japón es para Barthes “el país de la escritura”, esto es, un ente construido por su mirada de extranjero a partir de las sugestiones que el espacio y los cuerpos que lo pueblan le procuran, sin duda, pero sobre todo a partir de los signos que aquél emite de forma incesante.
Este libro se constituye, por tanto, como una taxonomía tan personal como rigurosa de la cocina, el teatro, la poesía, la sexualidad, el lenguaje, las costumbres o los enclaves de un Japón mediatizado por la ilegibilidad de sus signos e ideogramas. Como secuela de esta confrontación con la opacidad semántica de una cultura, el lenguaje de Barthes cristaliza en torno de sus múltiples motivos como la harina en torno del pescado en la tempura. De hecho, este procedimiento culinario típicamente japonés ofrece la mejor imagen para caracterizar la escritura de este inteligente tratado sobre la redundancia del sentido, la muerte del significado y la belleza y voluptuosidad de los signos: «La tempura se ha desembarazado del sentido que atribuimos tradicionalmente a la fritura y que consiste en la pesadez». Así funciona también el estilo deslumbrante de Barthes, envolviendo su objeto con levedad de modo que preserve todo su frescor, incluso su crudeza originaria.
Pero hay otra razón por la que Barthes nos presenta la trama de esta falsa novela autobiográfica organizada en veintiséis fragmentos (tantos como grafemas del alfabeto francés) de título lacónico y exótico contenido: el haiku, forma poética tradicional japonesa de una brevedad insolente, un golpe de ingenio agrupado en un puñado de sílabas rítmicas que expresan la insignificancia del acontecer. O mejor, señalan la irrupción de un acontecimiento insignificante en un mundo que no necesita tener sentido para existir. Este género lírico japonés subyuga a Barthes con su brillante intensidad verbal y su designio filosófico, como un fogonazo de sentido en el que la falta de sentido de la realidad se hiciera visible de repente. Atrapado en la pesadez significante de la cultura occidental, Barthes responde con esta obra abierta e inclasificable, un “abecedario” subjetivo del otro cultural, a los desafíos simbólicos del haiku y de toda la cultura y la mentalidad que lo han hecho posible. En el centro de su escritura, por tanto, se percibe también la presencia insidiosa de ese vacío (culinario, político, espacial, lúdico, literario, vital, etc.) que reside en el interior de todo el sistema de signos que se exhibe ante la mirada fascinada de Barthes y se resiste indefinidamente a su interpretación.
Hoy que la cultura japonesa forma parte ya no sólo del imaginario occidental sino de sus hábitos de consumo a través de productos audiovisuales, gráficos o gastronómicos, este extraordinario texto goza de una actualidad inesperada, a pesar de que la poderosa contribución japonesa a la cultura de masas haya quedado fuera de sus páginas. Quizá las celebraciones del haiku, el zen o el teatro gestual nos digan más sobre el estado de la alta cultura en el momento en que se escribió que sobre la evolución de nuestros gustos, pero El Imperio de los signos conserva intactas su belleza lingüística y su agudeza intelectiva, como si la cualidad más destacada de lo “japonés” residiera en esto precisamente. En la dosis de refinamiento en el placer y vivacidad de la sensación que introduce en culturas más rudas como la occidental. Por esta razón quizá nos urgiría contar con un libro de esta envergadura estética que haga con el Japón contemporáneo lo que Baudrillard, gran seguidor de Barthes, hiciera con la América de los ochenta.

TERRITORIO NOCILLA

En mi reseña de Nocilla Dream ya anticipaba que este proyecto narrativo de Fernández Mallo era «una tentativa de crear una Rayuela para el siglo XXI». O, si lo prefieren, citando otra novela de Cortázar, «un intento de generar un “modelo para armar” literariamente un nuevo modelo de realidad, fragmentario y provisional».
Este segundo volumen de la trilogía (Nocilla Experience) confirma aquella declaración y la hace suya plenamente al incorporar la figura de Julio Cortázar como fantasma itinerante que inspira, en distintos momentos, a algunos de los personajes en su tentativa por abolir las leyes de la convencionalidad e imponer a la realidad un nuevo orden fundado en la creatividad y la imaginación. Pues de eso trata básicamente esta experiencia “Nocilla”: de un puñado de excéntricos y solitarios, dignos de Greenaway o Perec, que han decidido combatir la inercia destructiva de las cosas con toda suerte de actividades, invenciones y proyectos, en una réplica apenas ficcionalizada de la tarea emprendida por su autor.
De ese modo, afirmando el valor del azar y el error, el poeta científico que ha ensamblado esta ingeniosa serie de 112 secciones (más un epílogo que no lo es) sólo pretende dar cuenta de una realidad que escapa a las categorías de la narrativa dominante. Una realidad compleja que la ciencia nos ha enseñado a entender como volátil y mutante, sujeta además a toda suerte de manipulaciones y experimentos terminales. Y esta novela de textura fragmentaria, construida como una red de nodos inteligentes y entrelazados, ofrece un modelo logrado para representar ese mundo paradójico donde todo aparece segmentado y donde, en el fondo, todo está conectado. Sin embargo, esta vez no parece recomendable leerla como una composición aleatoria. Hay indicios suficientes de que el autor ha querido privilegiar un sentido de lectura sobre otros: por ejemplo, a través de la recurrencia del fragmento del guión de Apocalypse now, que actúa como vector de avance, o de la omnipresencia del parchís, el juego paradigmático que incorpora el azar de los dados a sus reglas lineales.
Con todo, propondría como uno de las casillas centrales de su entramado ficcional el incendio de la torre Windsor de Madrid, que se atribuye el ruso Jodorkovski. Éste establece relaciones amorosas con Sandra, una paleontóloga española que trabaja en el Museo de Historia Natural de Londres. Sandra, por su parte, mantiene relaciones electrónicas con un amigo mallorquín llamado Marc, que vive en una azotea entregado a un original proyecto creativo y científico. Un día Marc recibe la visita de un paredro o doble ficcional de Cortázar, que le instruye sobre la conveniencia de que la creación individual sea lectura epidérmica del mundo y proyección hacia el otro. A su vez Marc establece contacto por email con otro artista ensimismado y extravagante, Josecho, que vive en la torre Windsor y ha concebido un proyecto híbrido, combinando literatura, vídeo y publicidad. Así que todo el sistema narrativo, como en una ecuación compleja, bascula sobre una incógnita: ¿provoca o no Jodorkovski el incendio de la torre Windsor donde morirá Josecho?
Una vez cuadrada esta parte nuclear, Fernández Mallo procede a acumular historias, espacios, citas, personajes, teorías, ciudades, variaciones y extrapolaciones con el fin de cristalizar un mundo abigarrado y múltiple alrededor de ese acontecimiento fundamental. Y es que la destrucción de la torre Windsor alegoriza, en gran medida, la estrategia estética que da origen a la novela: la preferencia por el accidente, la acción en tiempo real, el suceso directo o la intervención casual, sobre las elaboraciones de lo diferido, calculado o planificado. Hasta terminar constituyendo una celebración del potencial de comunicación y enlace inmediato entre individuos de los artefactos artísticos y culturales, sin distinción de rangos.
Como el proyecto del pescador coruñés que sumerge en el mar el disco duro de los ordenadores a fin de que se genere un intercambio productivo de moléculas, una transmutación y un devenir mutuo entre los percebes y los circuitos cibernéticos; así se expande el territorio “Nocilla”, por capilaridad, produciendo infinitos pliegues y repliegues, como quería Deleuze, agenciamientos insólitos entre literatura y vida, cuerpo y mente, materia y tecnología, narrativa y mundo contemporáneo.