Comenzaré con una paradoja apropiada al caso. James Graham Ballard, más conocido como Ballard a secas entre su creciente club de fans, está a punto de dejar de ser el mejor escritor británico vivo para convertirse en el gran escritor del siglo XXI. En su reciente “autobiografía” (Milagros de vida), traza un itinerario vital que va de la China colonial donde nació hasta el Shepperton londinense donde ya sabe que morirá pronto. Y es que poco después de publicarla anunció, sin patetismo alguno, que padecía un cáncer de próstata terminal. De ese modo, incorporaba el horizonte de la muerte personal a esas intersecciones deslumbrantes que constituyen desde siempre una de las categorías privilegiadas de toda su narrativa.
El mundo de Ballard es de una extraordinaria originalidad. Cualquier escritor recibe influencias de otros escritores. En el caso de Ballard uno tiene la sensación de que todas sus visiones, historias y situaciones son nuevas, inventadas para declinar una versión inédita de la realidad fundada en la ciencia y en la poesía. Que ese mundo de Ballard sea nuevo no deja de ser otra paradoja ya que lo que realmente fascina a Ballard es la entropía. Este concepto termodinámico es la base de la comprensión de la realidad para Ballard desde su infancia traumática, desde que se viera inmerso en la aventura de un mundo en turbulenta descomposición como el de su Shanghai natal.
Ballard es, en este sentido, el poeta contemporáneo de la entropía global, el cronista de la decadencia molecular, el forense desengañado del futuro tecnológico, pero también un ingenioso observador del presente en todas sus dimensiones, anomalías y perversiones. Si a los artistas pop y a los hiperrealistas les ha seducido siempre la fachada publicitaria de la realidad, el lado luminoso y artificial de las cosas, a Ballard, un híbrido de sensibilidad surrealista e inteligencia científica, lo que le atrae es ese momento en que la realidad revela su fatiga ontológica y comienza a mostrar las primeras grietas y fisuras microscópicas, en que el tiempo se enreda sobre sí mismo para volver al pasado o detenerse como un cristal en una forma muerta, en que el espacio parece dilatarse como si fuera virtual o blando, en que el reloj biológico se acelera o ralentiza para precipitar su destrucción.
Fiebre de guerra es, sin lugar a dudas, una de las mejores vías de acceso a toda su literatura. No sólo porque estos catorce relatos contienen todos sus motivos y estilos, sino además porque funcionan internamente como un auténtico catálogo de atrocidades colectivas ideadas por su autor como comentarios de actualidad: Beirut reconvertido en laboratorio de experimentación bélica en un contexto mundial pacificado (“Fiebre de guerra”); el presidente Ronald Reagan asumiendo, en plena decrepitud, un tercer mandato a petición popular (“La historia secreta de la tercera guerra mundial”); una isla caribeña transformada por los vertidos tóxicos, contrariando el credo ecologista, en un paraíso lujuriante y autodestructivo (“Cargamento de sueños”); las antiguas instalaciones de la NASA en cabo Cañaveral entregadas a experiencias obsesivas y absurdas por parte de los antiguos héroes de la aeronáutica y la astronáutica (“Memorias de la era espacial”); o una Europa metamorfoseada en “El parque temático más grande del mundo”, una sátira corrosiva del modo de vida europeo que prefigura su novelística última; etc.
No obstante, donde asoma el talento de Ballard para la innovación formal es en el tríptico de relatos compuesto por “Respuestas a un cuestionario”, una perturbadora burla de la lógica de la información aplicada al asesinato del “hijo de Dios”; “Notas hacia un colapso mental”, una historia conyugal patológica narrada como un criptograma fragmentario; y “El índice”, el de narrativa más radical: un extenso glosario es el único acceso a la enigmática historia de un personaje que se relacionó con las personalidades más relevantes del siglo pasado sin dejar de ser una perfecta impostura histórica.
No quiero terminar este recuento parcial sin mencionar dos relatos simétricos que utilizan el espacio como categoría paradójica. La fantasía doméstica de un hombre que toma la decisión de recluirse en su casa para transformarla en un lugar de experimentación fenomenológica (“El espacio enorme”); y una memorable fábula sobre el tamaño del universo, la inercia tecnológica y el descubrimiento del infinito (“Informe sobre una estación espacial no identificada”) que habría complacido, por su belleza filosófica y matemática, a Borges y a Einstein.
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