En mi reseña de Nocilla Dream ya anticipaba que este proyecto narrativo de Fernández Mallo era «una tentativa de crear una Rayuela para el siglo XXI». O, si lo prefieren, citando otra novela de Cortázar, «un intento de generar un “modelo para armar” literariamente un nuevo modelo de realidad, fragmentario y provisional».
Este segundo volumen de la trilogía (Nocilla Experience) confirma aquella declaración y la hace suya plenamente al incorporar la figura de Julio Cortázar como fantasma itinerante que inspira, en distintos momentos, a algunos de los personajes en su tentativa por abolir las leyes de la convencionalidad e imponer a la realidad un nuevo orden fundado en la creatividad y la imaginación. Pues de eso trata básicamente esta experiencia “Nocilla”: de un puñado de excéntricos y solitarios, dignos de Greenaway o Perec, que han decidido combatir la inercia destructiva de las cosas con toda suerte de actividades, invenciones y proyectos, en una réplica apenas ficcionalizada de la tarea emprendida por su autor.
De ese modo, afirmando el valor del azar y el error, el poeta científico que ha ensamblado esta ingeniosa serie de 112 secciones (más un epílogo que no lo es) sólo pretende dar cuenta de una realidad que escapa a las categorías de la narrativa dominante. Una realidad compleja que la ciencia nos ha enseñado a entender como volátil y mutante, sujeta además a toda suerte de manipulaciones y experimentos terminales. Y esta novela de textura fragmentaria, construida como una red de nodos inteligentes y entrelazados, ofrece un modelo logrado para representar ese mundo paradójico donde todo aparece segmentado y donde, en el fondo, todo está conectado. Sin embargo, esta vez no parece recomendable leerla como una composición aleatoria. Hay indicios suficientes de que el autor ha querido privilegiar un sentido de lectura sobre otros: por ejemplo, a través de la recurrencia del fragmento del guión de Apocalypse now, que actúa como vector de avance, o de la omnipresencia del parchís, el juego paradigmático que incorpora el azar de los dados a sus reglas lineales.
Con todo, propondría como uno de las casillas centrales de su entramado ficcional el incendio de la torre Windsor de Madrid, que se atribuye el ruso Jodorkovski. Éste establece relaciones amorosas con Sandra, una paleontóloga española que trabaja en el Museo de Historia Natural de Londres. Sandra, por su parte, mantiene relaciones electrónicas con un amigo mallorquín llamado Marc, que vive en una azotea entregado a un original proyecto creativo y científico. Un día Marc recibe la visita de un paredro o doble ficcional de Cortázar, que le instruye sobre la conveniencia de que la creación individual sea lectura epidérmica del mundo y proyección hacia el otro. A su vez Marc establece contacto por email con otro artista ensimismado y extravagante, Josecho, que vive en la torre Windsor y ha concebido un proyecto híbrido, combinando literatura, vídeo y publicidad. Así que todo el sistema narrativo, como en una ecuación compleja, bascula sobre una incógnita: ¿provoca o no Jodorkovski el incendio de la torre Windsor donde morirá Josecho?
Una vez cuadrada esta parte nuclear, Fernández Mallo procede a acumular historias, espacios, citas, personajes, teorías, ciudades, variaciones y extrapolaciones con el fin de cristalizar un mundo abigarrado y múltiple alrededor de ese acontecimiento fundamental. Y es que la destrucción de la torre Windsor alegoriza, en gran medida, la estrategia estética que da origen a la novela: la preferencia por el accidente, la acción en tiempo real, el suceso directo o la intervención casual, sobre las elaboraciones de lo diferido, calculado o planificado. Hasta terminar constituyendo una celebración del potencial de comunicación y enlace inmediato entre individuos de los artefactos artísticos y culturales, sin distinción de rangos.
Como el proyecto del pescador coruñés que sumerge en el mar el disco duro de los ordenadores a fin de que se genere un intercambio productivo de moléculas, una transmutación y un devenir mutuo entre los percebes y los circuitos cibernéticos; así se expande el territorio “Nocilla”, por capilaridad, produciendo infinitos pliegues y repliegues, como quería Deleuze, agenciamientos insólitos entre literatura y vida, cuerpo y mente, materia y tecnología, narrativa y mundo contemporáneo.
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