[En estas fechas donde las tradiciones más caducas campan por sus respetos, no se me ocurre mejor antídoto que reciclar la imagen de un clásico devolviéndolo a su actualidad más intempestiva. Por otra parte, Herman Melville se encuentra entre mis escritores favoritos de cualquier época.]
El fantasma de Herman Melville (1819-1891) que se alza de esta espléndida biografía[*] como una imagen obsesiva y ambiciosa contiene suficientes dosis de ambigüedad como para hacer del escritor neoyorquino un personaje de alguna de sus insuperables novelas. Las máscaras dramáticas que Melville fue utilizando en sus escasos años de creatividad narrativa (en realidad, como dice Delbanco, dedicaría "sólo doce de sus setenta y dos años de vida", entre 1845 y 1857, a la producción de las obras de prosa que le han dado fama póstuma) le sirvieron para exorcizar todos los demonios que colonizaban su torturado ego. El joven ingenuo fascinado por la vida salvaje de sus primeros viajes y libros, con el canibalismo y la poligamia como trasfondo a un tiempo tentador y cruel (Taipí y Omú); el demócrata irónico atraído por el reverso tenebroso de América, esto es, el puritanismo y el fanatismo maniqueos, fundamentos del imperialismo militar y comercial de su país, sin olvidar el racismo y su perverso correlato, la esclavitud (Moby Dick, Benito Cereno y Billy Budd, el marinero); o el aventurero, real y espiritual, forzado a entrar en contacto con las corrupciones de la vida sedentaria y la burocracia de la realidad tanto en bufetes de abogados como en el servicio de aduanas (Bartleby, el escribiente y El hombre de confianza).
Como escritor, no obstante, la gran originalidad de su aportación, como también señala Delbanco, es la medida de su fracaso con el público y la crítica. Particularmente escandaloso, en este sentido, es el caso de Moby Dick, el gran clásico norteamericano y uno de los mayores rechazos literarios de la historia. Lo peor es que Melville, mientras la escribía, intuyó la fractura que su triunfo artístico iba abriendo en su relación con la realidad de su tiempo. Y es que la locura quijotesca de escribir esta novela descomunal se parecía demasiado a la locura de perseguir a una ballena blanca en una nave liderada por un demente (hoy como ayer, una perfecta alegoría de la situación política americana). Así Moby Dick es tanto el nombre del esquivo cetáceo de color albino como de la narración enciclopédica que da cuenta de su fallida cacería. Del mismo modo que el autor se desdobla en el marinero Ismael y el capitán Ahab para realizar su fáustica empresa. A partir de esta experiencia trascendental, según Delbanco, la locura de Melville se convertiría en parte indesligable de su genio.
Ninguna obra de Melville demuestra esta cualidad psicopatológica en estado más puro que Pierre o las ambigüedades, la más detestada por los lectores, la más incomprendida por los críticos, incluso en la actualidad. Y, sin embargo, la perversa atracción sexual entre hijo y madre, hermano y hermana, que sella las diversas tramas de esta novela excéntrica, encierra muchos de los secretos de la personalidad de su autor. Como señala Delbanco, el fantasma de una hermana desconocida, una hija ilegítima de su padre, sirve también como proyección de la feminidad interior del escritor y, por tanto, como expresión de una homosexualidad más o menos latente. Esta “sensibilidad homosexual” de Melville, de hecho, es uno de los puntos más candentes con que en los últimos años se ha intentado renovar la lectura de sus obras más célebres.
Sin embargo, lo que Delbanco y otros estudiosos no aciertan a comprender es cómo la posible homosexualidad de Melville, así como sus ambiguas relaciones maritales y familiares, su peculiar concepción de la amistad masculina, su atracción por la libertad de costumbres de las tribus polinesias, su nostalgia de una feminidad desinhibida y gozosa y su odio a la gazmoñería victoriana, se integran en un proyecto utópico de redefinición de las relaciones humanas que Gilles Deleuze, comentando Bartleby, resumió con lucidez: «Liberar al hombre de la función de padre, engendrar al hombre nuevo, al hombre sin particularidades, reunir la humanidad y la originalidad constituyendo una sociedad de hermanos a modo de una nueva universalidad.»
Desde el punto de vista de la literatura, Melville es el precursor estético de todas las grandes aventuras narrativas del siglo XX y, como tal, un contemporáneo intempestivo y exigente. En cualquier caso, ningún escritor creativo del siglo XXI, oprimido por la indiferencia del mercado y la banalización cultural en curso, debería olvidar esta máxima melvilliana: «Mejor fallar siendo original que tener éxito siendo un imitador.»
[*] Andrew Delbanco, Melville. Su mundo y su obra, Seix-Barral, 2007.
El fantasma de Herman Melville (1819-1891) que se alza de esta espléndida biografía[*] como una imagen obsesiva y ambiciosa contiene suficientes dosis de ambigüedad como para hacer del escritor neoyorquino un personaje de alguna de sus insuperables novelas. Las máscaras dramáticas que Melville fue utilizando en sus escasos años de creatividad narrativa (en realidad, como dice Delbanco, dedicaría "sólo doce de sus setenta y dos años de vida", entre 1845 y 1857, a la producción de las obras de prosa que le han dado fama póstuma) le sirvieron para exorcizar todos los demonios que colonizaban su torturado ego. El joven ingenuo fascinado por la vida salvaje de sus primeros viajes y libros, con el canibalismo y la poligamia como trasfondo a un tiempo tentador y cruel (Taipí y Omú); el demócrata irónico atraído por el reverso tenebroso de América, esto es, el puritanismo y el fanatismo maniqueos, fundamentos del imperialismo militar y comercial de su país, sin olvidar el racismo y su perverso correlato, la esclavitud (Moby Dick, Benito Cereno y Billy Budd, el marinero); o el aventurero, real y espiritual, forzado a entrar en contacto con las corrupciones de la vida sedentaria y la burocracia de la realidad tanto en bufetes de abogados como en el servicio de aduanas (Bartleby, el escribiente y El hombre de confianza).
Como escritor, no obstante, la gran originalidad de su aportación, como también señala Delbanco, es la medida de su fracaso con el público y la crítica. Particularmente escandaloso, en este sentido, es el caso de Moby Dick, el gran clásico norteamericano y uno de los mayores rechazos literarios de la historia. Lo peor es que Melville, mientras la escribía, intuyó la fractura que su triunfo artístico iba abriendo en su relación con la realidad de su tiempo. Y es que la locura quijotesca de escribir esta novela descomunal se parecía demasiado a la locura de perseguir a una ballena blanca en una nave liderada por un demente (hoy como ayer, una perfecta alegoría de la situación política americana). Así Moby Dick es tanto el nombre del esquivo cetáceo de color albino como de la narración enciclopédica que da cuenta de su fallida cacería. Del mismo modo que el autor se desdobla en el marinero Ismael y el capitán Ahab para realizar su fáustica empresa. A partir de esta experiencia trascendental, según Delbanco, la locura de Melville se convertiría en parte indesligable de su genio.
Ninguna obra de Melville demuestra esta cualidad psicopatológica en estado más puro que Pierre o las ambigüedades, la más detestada por los lectores, la más incomprendida por los críticos, incluso en la actualidad. Y, sin embargo, la perversa atracción sexual entre hijo y madre, hermano y hermana, que sella las diversas tramas de esta novela excéntrica, encierra muchos de los secretos de la personalidad de su autor. Como señala Delbanco, el fantasma de una hermana desconocida, una hija ilegítima de su padre, sirve también como proyección de la feminidad interior del escritor y, por tanto, como expresión de una homosexualidad más o menos latente. Esta “sensibilidad homosexual” de Melville, de hecho, es uno de los puntos más candentes con que en los últimos años se ha intentado renovar la lectura de sus obras más célebres.
Sin embargo, lo que Delbanco y otros estudiosos no aciertan a comprender es cómo la posible homosexualidad de Melville, así como sus ambiguas relaciones maritales y familiares, su peculiar concepción de la amistad masculina, su atracción por la libertad de costumbres de las tribus polinesias, su nostalgia de una feminidad desinhibida y gozosa y su odio a la gazmoñería victoriana, se integran en un proyecto utópico de redefinición de las relaciones humanas que Gilles Deleuze, comentando Bartleby, resumió con lucidez: «Liberar al hombre de la función de padre, engendrar al hombre nuevo, al hombre sin particularidades, reunir la humanidad y la originalidad constituyendo una sociedad de hermanos a modo de una nueva universalidad.»
Desde el punto de vista de la literatura, Melville es el precursor estético de todas las grandes aventuras narrativas del siglo XX y, como tal, un contemporáneo intempestivo y exigente. En cualquier caso, ningún escritor creativo del siglo XXI, oprimido por la indiferencia del mercado y la banalización cultural en curso, debería olvidar esta máxima melvilliana: «Mejor fallar siendo original que tener éxito siendo un imitador.»
[*] Andrew Delbanco, Melville. Su mundo y su obra, Seix-Barral, 2007.
Estupendo texto, querido Ferré. Pero no nos engañemos con respecto a la última frase: lo bueno de Melville es que acertó.
ResponderEliminarNo te confundas, Montano. Para muchos de nosotros está claro que Melville acertó. No así para la mayoría de sus contemporáneos, que lo consideraron un fracasado y un loco. Ésa es la (im)pertinencia polémica de la cita. Su carga intempestiva, si lo prefieres...
ResponderEliminar