Supongamos que este ensayo de Roland Barthes (El Imperio de los signos) sea, en efecto, un ensayo de novela. De ese modo lo veía su autor, como “una especie de entrada, no tanto en la novela como en lo novelesco”. Si aceptáramos considerarlo así, diríamos entonces que esta novela cuenta el choque cognitivo de un escritor y semiólogo, un gran intelectual occidental, uno de los más influyentes de su tiempo, con una realidad desconocida que él mismo denomina, no sin ironía, “el Japón”. Y bien, ¿qué es ese Japón tan peculiar en el relato y la descripción de este singular visitante? El Japón es para Barthes “el país de la escritura”, esto es, un ente construido por su mirada de extranjero a partir de las sugestiones que el espacio y los cuerpos que lo pueblan le procuran, sin duda, pero sobre todo a partir de los signos que aquél emite de forma incesante.
Este libro se constituye, por tanto, como una taxonomía tan personal como rigurosa de la cocina, el teatro, la poesía, la sexualidad, el lenguaje, las costumbres o los enclaves de un Japón mediatizado por la ilegibilidad de sus signos e ideogramas. Como secuela de esta confrontación con la opacidad semántica de una cultura, el lenguaje de Barthes cristaliza en torno de sus múltiples motivos como la harina en torno del pescado en la tempura. De hecho, este procedimiento culinario típicamente japonés ofrece la mejor imagen para caracterizar la escritura de este inteligente tratado sobre la redundancia del sentido, la muerte del significado y la belleza y voluptuosidad de los signos: «La tempura se ha desembarazado del sentido que atribuimos tradicionalmente a la fritura y que consiste en la pesadez». Así funciona también el estilo deslumbrante de Barthes, envolviendo su objeto con levedad de modo que preserve todo su frescor, incluso su crudeza originaria.
Pero hay otra razón por la que Barthes nos presenta la trama de esta falsa novela autobiográfica organizada en veintiséis fragmentos (tantos como grafemas del alfabeto francés) de título lacónico y exótico contenido: el haiku, forma poética tradicional japonesa de una brevedad insolente, un golpe de ingenio agrupado en un puñado de sílabas rítmicas que expresan la insignificancia del acontecer. O mejor, señalan la irrupción de un acontecimiento insignificante en un mundo que no necesita tener sentido para existir. Este género lírico japonés subyuga a Barthes con su brillante intensidad verbal y su designio filosófico, como un fogonazo de sentido en el que la falta de sentido de la realidad se hiciera visible de repente. Atrapado en la pesadez significante de la cultura occidental, Barthes responde con esta obra abierta e inclasificable, un “abecedario” subjetivo del otro cultural, a los desafíos simbólicos del haiku y de toda la cultura y la mentalidad que lo han hecho posible. En el centro de su escritura, por tanto, se percibe también la presencia insidiosa de ese vacío (culinario, político, espacial, lúdico, literario, vital, etc.) que reside en el interior de todo el sistema de signos que se exhibe ante la mirada fascinada de Barthes y se resiste indefinidamente a su interpretación.
Hoy que la cultura japonesa forma parte ya no sólo del imaginario occidental sino de sus hábitos de consumo a través de productos audiovisuales, gráficos o gastronómicos, este extraordinario texto goza de una actualidad inesperada, a pesar de que la poderosa contribución japonesa a la cultura de masas haya quedado fuera de sus páginas. Quizá las celebraciones del haiku, el zen o el teatro gestual nos digan más sobre el estado de la alta cultura en el momento en que se escribió que sobre la evolución de nuestros gustos, pero El Imperio de los signos conserva intactas su belleza lingüística y su agudeza intelectiva, como si la cualidad más destacada de lo “japonés” residiera en esto precisamente. En la dosis de refinamiento en el placer y vivacidad de la sensación que introduce en culturas más rudas como la occidental. Por esta razón quizá nos urgiría contar con un libro de esta envergadura estética que haga con el Japón contemporáneo lo que Baudrillard, gran seguidor de Barthes, hiciera con la América de los ochenta.
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