martes, 18 de octubre de 2022

ARTE DE MORIR


  [Michel Onfray, Ars Moriendi, Firmamento, trad.: Javier Vela, 2022, págs. 126]

           Michel Onfray es una de las mejores cosas que le ha pasado a la filosofía desde finales del siglo XX hasta lo que llevamos del XXI. Lo que hay de verdaderamente explosivo en Onfray es su intervención en aquello, precisamente, de lo que siempre ha tratado de evadirse el intelecto más abstracto: la vida del cuerpo. Lo inmediato, lo tangible, lo inmanente, como dimensión fundamental de la experiencia humana negada una y otra vez a lo largo de la historia por los que pretenden someter la existencia a la miseria en nombre de un supuesto orden trascendente.

En el contexto de su reflexión universal sobre todos los temas de la tradición de la filosofía epicúrea, cínica y hedonista, este magnífico libro, escrito después de haber sufrido un infarto brutal que casi le hace paladear la experiencia de la muerte prematura, se convierte en una especulación fundamental, no exenta de polémica, sobre el modo en que se ha concebido o vivido la muerte en la historia. Onfray no tenía aún cuarenta años cuando lo escribió y si seguimos el hilo incisivo de su pensamiento tal como se desglosa partiendo de casos, anécdotas, citas y referencias biográficas, podemos concluir que la forma singular de pensar y vivir la vida está en directa relación con la forma de imaginar o concebir la muerte.

Cien entradas de estilo aforístico, como los tratados fragmentarios de Nietzsche o Cioran, constituyen este glosario enciclopédico sobre el motivo central. El programa del libro ya demuestra el espíritu libertario y la lucidez intempestiva que lo guían hasta sus tesis definitivas en el modo de pensar la muerte sin tabúes ni prejuicios protectores. “Morir solo”, el fragmento XLVII, lo expresa con contundencia: “hay que morir solo, como se ha vivido, gozado, sufrido, amado, envejecido o pensado; solo, desesperadamente solo”. Es, por tanto, un libro escrito en la primera madurez que cobra pleno sentido en los años postreros, los años de la espera del final, pero que debe leerse durante toda la vida para guiar esta por el camino adecuado. Este obliga a comprender la vida y la muerte como momentos del mismo acontecimiento trascendental, prolongado uno y postergado otro hasta el último suspiro, como diría Buñuel.

Un filósofo combativo que ha hecho del hedonismo y el ateísmo su campo de batalla no puede desaprovechar la ocasión de ajustar las cuentas al ideario ascético y religioso, judeocristiano, islámico o budista, que engaña a sus fieles con la creencia en una vida más allá de la muerte y los conduce a odiar y despreciar la única vida digna de ser vivida. “Puesto que la muerte es la única certeza que tenemos”, sentencia Onfray, “es de gozo de lo que hay que llenar esa espera”. La vida de la carne, en sus numerosas variantes, es la vida que los teólogos y los patriarcas consideran despreciable para ofrecer en su lugar una entelequia como la existencia desencarnada de las almas. Y, sin embargo, presagiando perspectivas posteriores, Onfray afronta la humanidad de Cristo y su cadáver crucificado, glosando a Grünewald y Huysmans, en estos términos provocativos: “el cuerpo de Cristo es carroña”.

No tiene desperdicio el último fragmento, cuando Onfray, para no ser menos que los personajes que cita en las páginas del libro, se enfrenta a la supervivencia y la desnudez de su cadáver del modo menos melodramático y sentimental pensable, desdeñando cualquier consideración moral sobre su destino ulterior, ya que lo primordial de la vida es lo que el cuerpo vive con intensidad antes de morir: “Después, nada. Antes, todo; lo esencial”. 

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