miércoles, 9 de diciembre de 2020

EL REY COOVER

[Robert CooverEl príncipe encantado, Pálido Fuego, trad.: J. L. Amores, 2020, págs. 74]

         En su larga vida creativa, Robert Coover (1932), uno de los grandes escritores americanos en activo, ha reescrito perversamente muchos cuentos de hadas (Blancanieves, La bella durmiente, Pinocho, Hansel y Gretel, etc.) y también manipulado con ingenio los entresijos y trucos tecnológicos y las mitologías promiscuas del cine (Una sesión de cine, Las aventuras de Lucky Pierre). En esta deslumbrante fábula (publicada primero en la revista que lo vio nacer como escritor, Evergreen) conjuga ambas tendencias narrativas para proponer al lector una mordaz especulación sobre las relaciones entre el cuerpo y la imagen, la decrepitud y la inmortalidad de carne e imagen, la necesidad de rehacer y reproducir al infinito, bajo nuevos formatos y soportes, las mismas formas y contenidos, ya sean las de la carne adorable o las de su idolatrado correlato visual.

Con la era digital como contexto y el sexo devorador como pretexto, Coover no ha escrito solo una parábola teórica sobre los dilemas culturales del presente, sino una fascinante fábula erótica que sintetiza la historia del cine y la culmina como adictivo videojuego en 3-D. Lo suyo es revitalizar el poder fabuloso de la literatura para afrontar los dilemas del presente. Coover lo ha explicado con sagacidad de gran fabulador conceptual: “El libro es un relato esencialmente realista sobre dos supervivientes de la Nueva Ola (tenía en mente a gente como Jean Seberg y Jean-Luc Godard) en la era digital”.

Esta intensa novela, de extensión breve e ideas expansivas, logra cristalizar la metáfora que mejor resume los principios del mundo digital. La negación del tiempo y la cronología, el rechazo del envejecimiento y la finitud, y la afirmación de la eternidad de los simulacros y los artificios mediados por la tecnología de (re)producción de imágenes. Coover se alimenta de los vívidos fotogramas del cine de Hollywood que consumió en su infancia y juventud y los parodia utilizando los modos avanzados del metacine de las Nuevas Olas europeas de los sesenta y setenta hasta alcanzar, superando la imagen-movimiento y la imagen-tiempo de Deleuze, el punto crítico del presente: la imagen sin tiempo del imaginario digital (la imagen no-tiempo de Sergi Sánchez).

La vida entendida como una película de la que hacemos un remake en cada década, y el remake de un remake con cada cambio de vida, hasta que la muerte realiza el montaje definitivo que reduce nuestras vivencias a un puñado de imágenes inconexas de metraje limitado, servía como interpretación humanista de la existencia, repleta de falacias, engaños, encanto y seducción. Ese cuento mágico sobre la vida humana, sin embargo, acabó con el desencantamiento y el desengaño de la tecnología digital. Ahora vivimos en las imágenes ególatras producidas en serie sabiendo que se pueden alterar sin límite, negando la caducidad de las imágenes y los cuerpos, construyendo un mundo de réplicas intachables, retocadas por la vanidad y el narcisismo.

En esta versión en bucle de la misma película, la Princesa encantadora es una metáfora de la estrella radiante de antaño, y el Príncipe encantado es el director alquimista que transforma la triste muñeca de carne en una diosa de luz y deseo consumida en las pantallas de todo el mundo por una multitud de espectadores como una epifanía freudiana. Tiranizada por la voracidad de la cámara, la viciosa historia de amor con tintes porno de estos personajes antagónicos a través del tiempo, las vicisitudes vitales y los estragos de la edad, las épocas y las modas, los estilos y los géneros, alegoriza toda la historia universal de las relaciones y malentendidos entre hombres y mujeres y se contagia, también, de las acusaciones de abuso sexual (“Me Too” mediante) y explotación de la imagen femenina en el cine.

Esta metaficción mediática sería terrible y conmovedora, en el sentido de la ficción clásica, si no fuera también cómica y delirante. Rabelesiana, en suma: marca estética de la narrativa que Coover concibe y escribe, sin parar, a sus ochenta y ocho años. Esto es lo que significa, además, esta fábula maravillosa sobre la libido creativa eternamente joven. La inspiración funciona en la vejez sin necesidad de Viagra. En este juego infinito de la literatura para poseer el mundo como un acto erótico, Coover es el rey incontestable.

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