martes, 26 de mayo de 2020

MÚLTIPLES SIMULACROS


[Philip K. Dick, La penúltima verdad, Minotauro, trad.: Antonio Ribera, 2020, págs. 317]

Es cierto, como dijo Dick en un famoso ensayo sobre la ciencia ficción, que la esencia de este género menospreciado no reside solo en la presentación de situaciones y tecnologías futuristas o la representación de una trama ingeniosa que revele aspectos insólitos del mundo. La fuerza de la ficción especulativa proviene, más bien, de la enunciación de una idea nueva, un concepto original, y el desarrollo de todas sus posibilidades lógicas y formales. De ese modo, contra lo que cree la opinión corriente, la ciencia ficción no es un género literario adolescente, este rasgo correspondería mejor a la fantasía, sino una de las formas más rigurosas e incisivas de interrogar las condiciones de la realidad, es decir, de plantearse una ontología imaginativa de lo real. Lo que convierte a este formato narrativo en afín al discurso filosófico, al menos en sus pretensiones.
Un rasgo fundamental de la obra de Dick es el uso artístico de lo que Dalí llamó la “paranoia crítica”: un medio de alcanzar las simas del inconsciente para extraer mitos ancestrales y ficciones atávicas, visiones ocultas e intuiciones profundas. Esta novela es una de las plasmaciones más surreales de esta técnica creativa al describir un siglo XXI postapocalíptico donde las élites económicas y políticas viven rodeadas de lujo en un planeta Tierra reverdecido mientras la población mayoritaria sobrelleva, engañada, una existencia austera en el subsuelo, metida en tanques exiguos como hormigueros, creyendo que la Tercera Guerra Mundial entre los superpoderes capitalista y comunista tiene lugar aún en la superficie terrestre, dominada por la radiactividad, las epidemias bacterianas y los ejércitos de robots combatientes.
Pese a no ser, injustamente, una de las novelas más reconocidas de Dick, “La penúltima verdad” entronca con sus grandes motivos, estilos o tratamientos y contiene algunos componentes originales e invenciones delirantes: una máquina asesina que se camufla como televisor portátil; un simulacro presidencial llamado Talbot Yancy, como en Simulacra, un organismo cibernético que difunde discursos televisivos de propaganda destinados a sus súbditos y escritos por creativos publicitarios; documentales manipulados que tergiversan la historia de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría; robots cognitivos y una máquina del tiempo que viaja al pasado para traficar con objetos, armas e instrumentos.
En el núcleo duro de la trama, Dick sitúa una pugna conspiranoica por el poder mundial entre dos demiurgos corporativos: Brose, un obeso magnate en acelerada descomposición corporal, y Lantano, un cheroqui superdotado que se transforma en la imagen blanca del presidente americano ideal tras viajar al futuro desde los tiempos anteriores al descubrimiento. Al final, el maquiavélico triunfo de Lantano sobre su despótico adversario impone la ambigüedad política como reflexión sobre la desintegración contracultural de la era Kennedy en que fue escrita la novela.
Y la ironía del título es otro acierto: la idea perversa de que nunca en política se puede contar la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, sino una versión atenuada, una verdad parcial, para evitar las reacciones irracionales de la gente y simular que la situación está bajo el control eficiente de quienes dicen mandar. Esta idea perturbadora, como digo, sí es una verdad última, una verdad total que la novela proporciona y que supone una inquietante coincidencia, en las actuales circunstancias de pandemia y confinamiento, y una alarma crítica de dimensiones históricas.
No sorprende, por tanto, que esta extraordinaria novela pudiera inspirar ficciones literarias y cinematográficas tan potentes de los noventa como La broma infinita de David Foster Wallace y la Matrix de las hermanas Wachowski. Este don profético volvería a demostrar que Dick era, como sentenció Stanislaw Lem en su época, un visionario entre charlatanes.

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