Desde el principio de este extraño
libro, una amalgama de géneros tan compleja como algunas de las combinaciones biomoleculares
o celulares que se mencionan en abundancia en sus páginas, Beigbeder reconoce
una obviedad que le sirve de justificación: “Hoy la ficción es menos
disparatada que la ciencia”. Esta premisa abre la puerta a escribir la primera
obra de un género que se me antoja nuevo: la auto(ciencia)ficción. Beigbeder es
un escritor inteligente, siempre lo ha sido, un representante eximio de esa
inteligencia parisina que funda sus facultades y méritos en la cultura burguesa
y la educación elitista. La autoficción ha formado parte de la estrategia de sus novelas en la
medida en que estas, de un modo u otro, eran una excusa para proyectar su ego hipertrofiado
y vulnerable en una plataforma privilegiada de exposición al otro. Y la ciencia
ficción, para qué negarlo, forma parte ahora del devenir del mundo, se ha
fundido con sus texturas hasta hacerlas hiperreales.
Este ego de Beigbeder es el de un “pijo
libertario”, como lo llama su psicoanalista, o un hedonista posmoderno, un
personaje mediático que vive entre la borrachera de la fama y la resaca del
glamour. Y pasa que un buen día, como si tal cosa, en medio de sus correrías de
coca, su vida sexual enloquecida con modelos y actrices y sus programas
televisivos para espectadores embrutecidos, la conciencia de su mortalidad lo
ataca en la boca del estómago como un puñetazo de lógica aplastante. El
personajillo mediático siente entonces la agudeza del aviso como una invitación
a pensar en la vida eterna. Y así la trama de la novela se construye como un doble
periplo, interior y exterior, por diversos centros mundiales (clínicas,
hospitales, laboratorios, balnearios, etc.) en pos del remedio científico más
avanzado contra el envejecimiento y la muerte. Y lo encuentra, pero sus
resultados son más parecidos al vampirismo feroz que a una terapia eficaz.
Una parte importante de la novela se plantea, de
ese modo, como una docuficción en torno a encuentros reales con grandes
especialistas en investigaciones punteras sobre medicina y teorías biológicas asombrosas.
La otra parte, como era de esperar, supone un salto a los territorios más
imaginativos de la ciencia ficción y el terror biopolítico. Beigbeder riega de
humor e ironía sus excitantes pesquisas y hasta sus descubrimientos más atroces,
como que la eugenesia es el ideario dominante de nuestra época.
Pero esta novela se sostiene sobre dos golpes de
ingenio unamuniano. El primero es plantear por primera vez si una existencia
como la del sujeto protagonista merece ser inmortalizada, es decir, si el
abusivo yo que ocupa con su vanidad y arrogancia el foco del relato, con sus
opiniones agotadoras sobre lo divino y lo humano y sus vivencias a cual más
insignificante o trivial, es digno de aspirar a la inmortalidad como desea a
toda costa, o se reduce a ser una simple fantasía ególatra. Una más en el hipermercado
capitalista.
El segundo golpe se refiere a la debilidad del
ateísmo y la reconversión a la fe católica que experimenta en un momento
climático el ateo Beigbeder en pleno corazón monoteísta de la Jerusalén
terrestre. Este regreso al pesebre religioso se plantea no solo como un rechazo
a todo lo que había configurado el encanto de una vida compuesta de tiempo
perdido, experiencias evanescentes y placeres efímeros, sino también como
retorno a los paraísos de la infancia ferviente desde una posición de
cincuentón socavado por las dudas de la edad y el desengaño existencial. La
metafísica es la falsa solución a una vida pasajera que descubre con terror sus
limitaciones y su inexorable finitud. Y la apuesta final por la felicidad
familiar y la creencia cristiana suena a impostura irónica.
No conocía al escritor y tampoco, claro, su libro. Muchas gracias, Juan Francisco, por esta reseña que me incita a leer a Beigbeder. Quiero pedir disculpas por desconocer a este autor; intentaré solucionar esta carencia.
ResponderEliminarMe agrada tu blog y comienzo a seguirlo.
Saludos