[Philip
K. Dick, La penúltima verdad,
Minotauro, trad.: Antonio Ribera, 2020, págs. 317]
Es cierto, como dijo Dick en un famoso ensayo
sobre la ciencia ficción, que la esencia de este género menospreciado no reside
solo en la presentación de situaciones y tecnologías futuristas o la representación
de una trama ingeniosa que revele aspectos insólitos del mundo. La fuerza de la
ficción especulativa proviene, más bien, de la enunciación de una idea nueva,
un concepto original, y el desarrollo de todas sus posibilidades lógicas y
formales. De ese modo, contra lo que cree la opinión corriente, la ciencia
ficción no es un género literario adolescente, este rasgo correspondería mejor
a la fantasía, sino una de las formas más rigurosas e incisivas de interrogar
las condiciones de la realidad, es decir, de plantearse una ontología imaginativa
de lo real. Lo que convierte a este formato narrativo en afín al discurso
filosófico, al menos en sus pretensiones.
Un rasgo fundamental de la obra de Dick es el
uso artístico de lo que Dalí llamó la “paranoia crítica”: un medio de alcanzar
las simas del inconsciente para extraer mitos ancestrales y ficciones atávicas,
visiones ocultas e intuiciones profundas. Esta novela es una de las plasmaciones
más surreales de esta técnica creativa al describir un siglo XXI postapocalíptico
donde las élites económicas y políticas viven rodeadas de lujo en un planeta
Tierra reverdecido mientras la población mayoritaria sobrelleva, engañada, una
existencia austera en el subsuelo, metida en tanques exiguos como hormigueros, creyendo
que la Tercera Guerra Mundial entre los superpoderes capitalista y comunista tiene
lugar aún en la superficie terrestre, dominada por la radiactividad, las
epidemias bacterianas y los ejércitos de robots combatientes.
Pese a no ser, injustamente, una de las novelas
más reconocidas de Dick, “La penúltima verdad” entronca con sus grandes motivos,
estilos o tratamientos y contiene algunos componentes originales e invenciones delirantes:
una máquina asesina que se camufla como televisor portátil; un simulacro
presidencial llamado Talbot Yancy, como en Simulacra, un organismo cibernético que difunde discursos televisivos
de propaganda destinados a sus súbditos y escritos por creativos publicitarios;
documentales manipulados que tergiversan la historia de la Segunda Guerra Mundial
y la Guerra Fría; robots cognitivos y una máquina del tiempo que viaja al
pasado para traficar con objetos, armas e instrumentos.
En el núcleo duro de la trama, Dick sitúa una pugna
conspiranoica por el poder mundial entre dos demiurgos corporativos: Brose, un
obeso magnate en acelerada descomposición corporal, y Lantano, un cheroqui superdotado
que se transforma en la imagen blanca del presidente americano ideal tras
viajar al futuro desde los tiempos anteriores al descubrimiento. Al final, el maquiavélico
triunfo de Lantano sobre su despótico adversario impone la ambigüedad política
como reflexión sobre la desintegración contracultural de la era Kennedy en que fue
escrita la novela.
Y la ironía del título es otro acierto: la idea perversa
de que nunca en política se puede contar la verdad, toda la verdad y nada más
que la verdad, sino una versión atenuada, una verdad parcial, para evitar las
reacciones irracionales de la gente y simular que la situación está bajo el control
eficiente de quienes dicen mandar. Esta idea perturbadora, como digo, sí es una
verdad última, una verdad total que la novela proporciona y que supone una inquietante
coincidencia, en las actuales circunstancias de pandemia y confinamiento, y una
alarma crítica de dimensiones históricas.
No sorprende, por tanto, que esta extraordinaria
novela pudiera inspirar ficciones literarias y cinematográficas tan potentes de los noventa como La broma
infinita de David Foster Wallace y la Matrix de las hermanas Wachowski. Este don profético volvería
a demostrar que Dick era, como sentenció Stanislaw Lem en su época, un
visionario entre charlatanes.