viernes, 20 de septiembre de 2019

SER INTELIGENTE



[Susan Sontag, La entrevista completa de Rolling Stone, Alpha Decay, trad.: Alan Pauls, 2019, págs. 128]

Ser y pensamiento son lo mismo. O conforman la misma realidad. El mundo, la historia, la naturaleza se componen de una amalgama de ambos conceptos. De ahí que una figura admirable como la de Susan Sontag pueda definirse como inteligente en el más elevado sentido del término y asumir también que esa condición intelectual se traslade con perfecta naturalidad a la atención a la vida, la sensibilidad, las emociones, el gusto y la intuición.
Una vez, aludiendo al título de su segundo gran libro de ensayos de los años sesenta, se definió su estilo y su estética, por su admiración al cine innovador de Godard, Bergman, Bresson, Resnais y Antonioni, o su amor por Artaud, Kafka, Borges y Beckett, o sus belicosas polémicas políticas, como de voluntad radical. Esto era cierto, pero también lo era, como se deduce de esta entrevista, que la categoría fundamental del pensamiento y la vida de Sontag es el entusiasmo o la euforia. La pasión entendida en el sentido romántico, pero también en el griego, como capacidad de ser poseída a fondo por lo que le gusta y estimula, inflamando su discurso con ardor pedagógico y transmitiendo de manera contagiosa las razones de ese gozo extraordinario que solo el arte y la literatura provocan en la mente abierta e inquieta.
Sontag se caracterizaba por ser, en suma, una vanguardista de corazón con una idea de la cultura plural y polimorfa, sin distinciones estériles entre alta y baja cultura, y una moralista comprometida con la defensa de las causas justas, los seres más débiles y los movimientos marginales. Una defensora de la modernidad en el período donde esta agonizaba, el fin del humanismo se anunciaba en todos los titulares y el arte y la cultura contemporáneos se transformaban para someterse a los dictados comerciales del mercado. Con todo, ningún producto cultural resultaba extraño al temperamento fogoso de Sontag: “No hay incompatibilidad entre observar el mundo y conectar con ese mundo electrónico, multimediático, multibanda, mcluhiano, y disfrutar de lo que haya allí para disfrutar”.
Pero de nada sirve todo este despliegue de inteligencia de Sontag, este hablar de cultura y política, sexo y transgresión, fascismo y comunismo, fotografía, cine y televisión, sobre literatura en general, sobre sus relatos, ensayos y novelas y sobre algunos autores en particular, de nada sirve esto, digo, si no tuviera enfrente otra inteligencia brillante como la del entrevistador Jonathan Cott. Una entrevista es como un partido de tenis, una competición reñida y un intercambio de golpes dialécticos entre inteligencias de rango similar, sean del sexo que sean, no hay diferencias, dos jugadores de altura que se devuelven la pelota con maestría y donde el que siempre gana es el lector.
Y en este vibrante vaivén de ideas y opiniones aparece a veces el doble fallo, o el error no forzado, como cuando una cita de Carroll sobre el reloj que da dos veces al día la hora exacta se les escapa a Sontag y a Cott, demostrando los límites de sus conocimientos literarios o los prejuicios de su bagaje cultural. Pero también esos momentos maravillosos en que el entrevistador obtiene de la entrevistada una revelación tan lúcida como realista, digna de su venerado Danilo Kiš, sobre la importancia de la literatura en este mundo: “la tarea del escritor…es también establecer una relación agresiva y antagónica con la falsedad en todas sus formas…Sabiendo perfectamente bien, una vez más, que se trata de una tarea infinita, puesto que es imposible acabar con la falsedad o la falsa conciencia o los sistemas de interpretación”.

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