[Adam Thirlwell, Estridente y dulce, trad.: Aleix Montoto,
2017, Anagrama, págs. 377]
Cuando apreciamos la obra creativa de
un escritor, como me ocurre con Thirlwell, pasamos a admirarlo aún más si,
además, ha sido capaz de plasmar por escrito su visión de la literatura y el
arte narrativo en el que aspira a dejar huella. Hace dos años se publicaba el ensayo
La
novela múltiple, donde Thirlwell elaboraba un canon singular de autores afines
(Sterne, Gadda, Flaubert, Gombrowicz, Hrabal, entre otros) y razonaba sus excéntricas
preferencias con argumentos inapelables.
Pese a ser un escritor joven educado en las ortodoxas
convenciones de Oxford, Thirlwell da pruebas sobradas de una inteligencia
analítica y un brillo estilístico nada convencionales. Tiene buenos maestros. El
primer heterodoxo en oficiar de tal para este niño prodigio de la literatura inglesa
fue Kundera. Este le regaló nada más nacer un ejemplar dedicado de todos sus
libros pero muy especialmente de “El arte de la novela”. Leyéndolo con
provecho, Thirlwell aprendió a desarrollar una lucidez y sutileza abrumadoras
en la observación de la conducta humana, la cómica comedia de los sexos y los
equívocos existenciales. Sterne ofició en segundo lugar, pero con tal
exuberancia que permitió al “niño terrible” practicar la digresión juguetona y
la maliciosa alusión sexual con la misma vivacidad inteligente. Hasta la novedosa
aparición estética de la violencia en esta intensa novela del autor recibe un
tratamiento kunderiano o sterniano de divagaciones incisivas y disecciones
punzantes.
Como Thirlwell escribiera sobre Sterne y la
memorable Tristram Shandy en su maravilloso ensayo sobre la multiplicidad
novelesca: “El tema más serio de todos es el sexo…El deseo es la monomanía
universal. Es donde se revela cada día el caos del cuerpo y el alma, la
catástrofe del yo”. De esto trata literalmente Estridente y dulce, su tercera
novela. Del caos y la convulsión en que viven sumidos los cuerpos revueltos y
las almas volátiles de los jóvenes del siglo XXI y de la catástrofe egoísta que
convierte al persuasivo protagonista en un narrador de su tiempo, un cronista
de la debacle moral en curso.
Más allá de críticas superfluas, la sofisticada ficción
de Thirlwell se sitúa a años luz de la de sus colegas de generaciones anteriores
(Ellis o Welsh). Como en su primera novela, Política, las complejas
relaciones de pareja vuelven a constituirse en instrumento de reflexión sobre
el deseo ideológico de cambiar el mundo y la vida, realizando la utopía
cotidiana de reinventar el amor. Las gozosas páginas del libro rezuman sexo
libérrimo remezclado con símiles ingeniosos y estilizada sintaxis hasta
producir una sobredosis de agudeza mental.
Los tríos promiscuos, los amoríos fugaces, el
sexo venal, los deseos libertinos y todas las variantes circenses o acrobáticas
de la atracción entre cuerpos se suceden en la orgía perpetua de la escritura
de Thirlwell como silogismos en la demostración de una verdad aplastante: la absoluta
imposibilidad en el mundo contemporáneo, tan saturado de promesas de
gratificación infinita y placeres fáciles, de alcanzar la felicidad sin hacerle
daño a alguien o, aún peor, hacérselo uno mismo.
Dice Thirlwell que nunca habría escrito esta
originalísima novela si no hubiera leído antes la obra completa de Proust. Era
la asignatura pendiente de su magnífico tratado. Para hacer creíble la
reivindicación de la literatura y la inteligencia narrativa emprendida en Estridente y dulce, se requería la recuperación del tiempo perdido de esa
lectura crucial. Así lo anunciaba, como predicción agónica, al final de La novela múltiple: “Porque esta nueva condición mundial no era, pensé, la muerte
de la literatura. Nunca lo es. Solo era la muerte de un tipo de literatura
anterior”.
Follar es muy importante, por supuesto. Pero tampoco es "lo más" como bien nos lo significan Ellis o Walsh. Todos los escritores favoritos de Thirnwell son totémicos y un poco coñazo ¡Bien por Thirnwell! Con esos gustos encontrará -o, a lo mejor no (y lo digo conscientemente lo de "no") su correspondiente hueco en el actual parnaso europeo de las letras.
ResponderEliminarHabía un tío en mi colegio, que se llamaba Lobato, que por cinco duros nos dibujaba unas churris parecidísimas, si bien pintadas en blanco y negro, a las de la ilustración del post. Un gran tipo, Lobato. Quince años tenía, la criatura, y ya dibujaba así de bien. No saben como se sentía uno llevándose a un mujerón así, a su casa. Muy bien. ;-)