[William Shakespeare, Tito Andrónico/Coriolano, Meettok, trad.:
Jon Bilbao, 2015, págs 300]
Muchas
veces escuchamos denuestos contra una cultura, o un estado cultural, sin
reparar en que los rasgos negativos que se le atribuyen no son necesariamente
contemporáneos. Por lo general, los espíritus más rancios consideran que la
degradación artística del último siglo tiene sus causas en la pérdida de los
valores clásicos o la amnesia de los fundamentos antiguos de la cultura
occidental.
Si se releyeran las tragedias terribles de
Eurípides (“Medea” y “Las bacantes”), o las tragedias estoicas de Séneca, precursoras
de “Tito Andrónico”, se vería cómo las semillas de la suprema maldad dramática
subyacen reprimidas bajo capas de buenas maneras y prejuicios morales o
estéticos hasta que llega un dramaturgo de talento, las saca a la luz de nuevo
y las insemina con insólitas aportaciones históricas.
Así actuó el genio salvaje de Shakespeare en su
primera tragedia, una farsa sanguinaria plagada de crudezas macabras, atrocidades y
anacronismos cuyo exitoso estreno suele fecharse en 1594. Del cuarteto de sus
tragedias de ambientación romana es la única que no se inspira ni en la
historia ni en la leyenda, sino que combina una fantasía operística sobre la
decadente Roma tardía, cercada desde el exterior por los godos y amenazada en
el interior por el vicio y la depravación de sus élites, con refinadas exégesis
mitológicas de Ovidio.
La acción dramática de “Tito Andrónico” es tan
truculenta y cruel (matanzas, mutilaciones, descuartizamientos, decapitaciones,
violaciones) que muchos humanistas y críticos biempensantes le volvieron la
espalda durante siglos intentando hasta eliminarla del canon shakesperiano. Su
descendencia artística, sin embargo, fue prolífica en ese período jacobeo que
transformó el teatro inglés posterior a Shakespeare en escenario popular de
crueldades sin cuento. Y el siglo XX le permitió ocupar el puesto privilegiado
que merecía al entender que su pesimismo y su humor negro, así como la
condición de títeres dementes de sus personajes, correspondían perfectamente a
la sensibilidad moderna para el horror y la violencia.
Cuando es capturado por sus enemigos, los
aliados del general romano Tito, el moro Aarón, el único personaje
extraordinario de la obra, un conspirador maquiavélico cuyo instinto malvado
solo es igualado por el verbo sublime y la pasión retórica con que se inflama
para justificar la avidez sádica de su genio criminal, confiesa bajo presión:
“te afligirá el alma oír lo que tengo que decir;/ pues debo hablar de
asesinatos, violaciones y masacres,/ de actos al amparo de la noche, hechos
abominables,/ complots dañinos, traición, villanía,/ difíciles de oír pero que
despertarán la piedad” (Act. V, esc. i). De ese modo, el
maléfico Aarón ofrece un sumario de la trama infernal de “Tito Andrónico” y,
además, una advertencia que suena a guiño irónico del autor sobre la intención
moral del desenlace inminente.
Como gran artista de su tiempo, ese
Renacimiento europeo que reciclaba los signos de la cultura grecolatina,
Shakespeare sabía muy bien lo que hacía al urdir esta tragedia grotesca sobre
una antigüedad pagana resucitada por la erudición libresca. Su método creativo
consistía en mostrarse perversamente fiel al imperativo aristotélico de que la
profusión en el derramamiento de sangre es un medio infalible para obtener la
purificación de las pasiones (la catarsis), forzando hasta el límite de lo
tolerable su atrevido experimento con la dramaturgia isabelina (un año después
de la muerte de Christopher Marlowe, su eximio precursor) y extremando sus
recursos escénicos sin temor a incurrir en excesos reprobables por sabios puritanos
como Harold Bloom.
Esa intransigencia estética en la pintura del
mal, ya propugnada por Sade, los excesos gore de la cultura de masas y el arte minoritario de las últimas décadas han
sabido reconocerla como propia.
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No es posible leer “Coriolano” sin
tomar en consideración las implicaciones ideológicas que le asigna Slavoj Žižek
en el convulso contexto de la última crisis económica y sus secuelas sociales.
Como dice Žižek para justificar la insurgente actualidad de una obra polisémica
como esta: “con cada contexto nuevo, una obra clásica de arte parece dirigirse
a la muy específica cualidad de cada época” (El año que soñamos peligrosamente, pp. 161-162).
De ese modo, esta extraña tragedia de
Shakespeare, la cuarta de temática romana y la más política de sus obras,
centrada en el ideario aristocrático de la casta militar, fue considerada
irrepresentable durante la segunda posguerra europea por su “mensaje
antidemocrático”. Aun así, el poeta T. S. Eliot la juzgaba, para escándalo de
Harold Bloom, una tragedia muy superior a la (en opinión del poeta eliotista) fallida “Hamlet”. Por su parte, en
la exégesis de Žižek, bastante desenfocada, el sociópata autoritario Coriolano se
transfigura en modelo exportable del héroe revolucionario.
Shakespeare la escribió en 1607, durante un
período de agotamiento creativo, tras producir una tras otra, entre 1601 y
1606, las cumbres escénicas de su sentido grandilocuente de la vida y la
muerte: el mencionado “Hamlet”, “Otelo”, “El rey Lear”, “Macbeth” y “Antonio y
Cleopatra”. En este sentido, cabe atribuirle a “Coriolano” la condición de
tragedia grotesca que también mereció su primera tragedia, “Tito Andrónico”.
Ambas obras, fechadas en décadas diferentes, ponen en el corazón de sus
estrategias dramáticas a un militar victorioso (Tito en un caso, Coriolano en el otro) que, a pesar de su grandeza y
méritos, se verá arrastrado a la degradación y la ruina tanto por la
conspiración de sus enemigos como por los defectos notorios de su carácter.
En el caso de Cayo Marcio (Coriolano), la
conjura de senadores, tribunos y pueblo para humillar al héroe militar, fundada
en el desprecio fanático de este hacia ellos, halla su mejor aliado en las dos
fuerzas antagónicas de su personalidad. La naturaleza de Coriolano es, como
declara Menenio Agripa, su anciano valedor, “demasiado noble para este mundo”.
Las nocivas consecuencias de ese desajuste moral entre la superioridad del
héroe y la corrupción del mundo no son otras que la soberbia y su cómplice la
jactancia: soberbia de las cualidades exhibidas con arrojo en la batalla desde
la más temprana juventud y jactancia pública por las hazañas bélicas realizadas. [Altanería y
elitismo que se expresan en toda su crudeza antidemocrática en el famoso monólogo contra el
pueblo de Roma: “Asquerosa jauría cuyo aliento
repudio/ como el hedor de la pútrida ciénaga, cuyo afecto estimo como los
cadáveres desenterrados/ que corrompen el aire, ¡yo os destierro!...”. (Act.
III, esc. iii)]
Pero Coriolano no es solo hijo de sus acciones
épicas o de su temperamento arrogante. El colérico Coriolano es un genuino “hijo
de su madre”: vástago de la dura matriarca Volumnia, quien lo formó desde la
infancia en la idea más exigente del valor y creó una implacable máquina de
matar, un guerrero feroz y sangriento contra los innumerables enemigos de Roma.
Bloom dice que Volumnia es acaso “la mujer más desagradable de todo
Shakespeare” y también la más sorprendente. Mientras el difunto especialista Russell
Fraser la considera, con gran ingenio, un híbrido de matrona romana y heroína de estirpe strindbergiana.
En cualquier caso, cuando el tribunal de plebeyos
y patricios (“la bestia de muchas cabezas”) proclama a Coriolano “traidor
subversivo” y “enemigo del pueblo”, condenándolo a muerte y luego al destierro,
la supremacía de su ánimo no le impide cometer la torpeza de dar la razón, con la
inmadurez de sus actos, a sus adversarios de clase. Su intransigencia lo conduce
a traicionar a Roma, abrazando la causa militar de los volscos, tribu bárbara y
belicosa que aguarda cualquier signo de debilidad para atacar la ciudad
imperial. [En esa parte de la obra, el Acto IV, donde Coriolano establece una
relación de noble rivalidad y admiración con Tulo Aufidio, líder volsco, tildada por
muchos estudiosos de “homosexual”.]
Coriolano no consuma, sin embargo, su afán de
venganza y, manipulado por su maquiavélica madre, acaba muriendo sin gloria.
Como Hamlet, diga lo que diga Žižek, Coriolano es víctima de sus trágicos errores
de juicio.
¡Hola a todos!
ResponderEliminarEn general los políticos latinos -y más por latinos, como se hace evidente, que por políticos- viven día a día sofocando las ansias del tirano que, desde su entrañas, clama porque hagan lucimiento de su intransigencia. Todos ellos, como también sucede con los eslavos, desconfían del pueblo, al que solo son capaces de ver como "concepto". "Los otros" no va a terminar nunca de convencerles del todo: saben lo que podrían ser capaces de hacer adecuadamente manipulado por la facción adversaria. No, no se sientan a cenar con los pobres, les organizan cenas, lo que resulta, desalentadoramente, distinto. Luego, a los postres... les sonríen. Y se marchan.
Conclusión, no obstante su mundo, su tiempo, Shakeaspeare ¡los clásicos! poseé el don de abismarse como una sanguijuela en el alma latina. ¡Un abrazo!