martes, 3 de noviembre de 2015

EL CÍRCULO VICIOSO DEL CINE


Compré Zeroville en Chicago (recién aparecida en librerías) a finales de diciembre de 2007 en el mismo Borders donde adquirí también el doble CD de la banda sonora de una película (I´m not there, el excéntrico biopic de Bob Dylan realizado por Todd Haynes) que acababa de ver en su estreno americano y me obsesionaba como pocas películas vistas en aquella época. Comencé a leer la novela enseguida y la concluí dos días después durante el vuelo de vuelta Chicago-Londres. No había vuelto a acercarme a sus páginas hasta ahora, cuando ya no soy el mismo de entonces, y debo decir que su relectura en español, consultando con frecuencia el original para corregir ciertos detalles de traducción del texto o cotejar los títulos en inglés de la ingente filmografía citada, ha sido, por muchas razones, no todas confesables, una gran experiencia de lectura renovada. Además de la admirable Arc D´X, esta es, sin ninguna duda, la otra obra maestra de Steve Erickson y una de las exploraciones literarias más fascinantes del Hollywood de la mente (enfermiza o calenturienta) y el submundo cinematográfico angelino, antes y después de Mulholland Drive.

 [Steve Erickson, Zeroville, Pálido Fuego, trad.: José Luis Amores, págs. 332]

Al principio era el sueño. Un sueño confuso, cargado de oscuras premoniciones. Luego fue la sensación de vivir en varios tiempos a la vez, de poder comunicar un tiempo con otro, de viajar con la mente al más remoto pasado o al más desconcertante futuro. Al final fue el sueño de la tecnología, una forma nueva de magia, un medio para crear una nueva realidad, otro mundo, si no más real sí más convincente, menos contingente. La ilusión de realidad más poderosa que la impresión de la realidad en la mente. Las imágenes del cine,  muestren lo que muestren para atrapar la atención del espectador, siempre hablan de sí mismas. Sobre todo de sí mismas. De la fascinación omnímoda de los veinticuatro fotogramas por segundo que engañaban al ojo antes de la era digital, o los megapíxeles que suplantan a la imaginación más enfebrecida para fabricar mundos inexistentes.
Esta extraordinaria novela de Erickson, gran autor avant-pop escasamente traducido, trata de todo esto a través de la historia de un excéntrico personaje, una suerte de quijote postmoderno que toma los fotogramas fílmicos por artículo de fe, las imágenes de la pantalla como motivo de creencia ciega, la tecnología cinematográfica como nueva religión revelada, la sublime ilusión del montaje como signo de trascendencia. Su nombre es Isaac Jerome aunque le gusta hacerse llamar Vikar. Este vicario del cine lleva un rebis cinéfilo tatuado en el cráneo rasurado, para disipar cualquier duda sobre su esquizofrénico estado mental, el abrazo andrógino de Montgomery Clift y Elizabeth Taylor en Un lugar en el sol: “las dos personas más hermosas de la historia del cine, ella la versión femenina de él, y él la versión masculina de ella”.
Como un peregrino a tierra santa, Vikar llega a Los Ángeles, meca cinéfila, en el fatídico agosto de 1969, cuando Sharon Tate es vilmente asesinada por los Manson, en plena agonía del viejo Hollywood, y emprende la fuga fuera de este mundo en junio de 1982, desde el célebre Hotel Roosevelt donde vivieron y murieron figuras míticas del cine como Griffith, después de haber visto en el Teatro Chino del vecino Hollywood Boulevard Blade Runner, el prodigio cinematográfico que puso el contador de la humanidad a cero. Todo lo que los seres humanos habían dado por supuesto desde la prehistoria era forzado a reiniciarse tras la contemplación de la visionaria película de Ridley Scott: la memoria, la historia, el futuro, las profecías, las creencias, los sueños, etc. Operación de reseteo radical que la misma novela realiza en su estructura, organizada en una doble serie de 226 segmentos que van a converger, adelante y atrás, en el laconismo brutal del segmento 227, donde “todo ha sido puesto a cero” en la huérfana vida de Vikar. La cuenta se invierte entonces, como un reloj de arena, para anticipar el destino final del personaje.
Durante ese tiempo de perversa simetría, Vikar tiene la oportunidad de conocer a los talentos más brillantes del Nuevo Hollywood (Scorsese, De Palma, Schrader, De Niro) y estrechar una fraterna amistad con un director atrabiliario llamado “Vikingo” (John Milius), enamorarse a muerte de Soledad Palladin (joven actriz de destino trágico, supuesta hija de Buñuel y musa vampírica de Jesús Franco, como su alter ego la malograda Soledad Miranda) y encontrar una hermana inesperada en la hija solitaria de Soledad, Zazi, la niña punk con quien establece tal conexión telepática que hasta logra transferirle sus extraños sueños sobre los misterios fílmicos del alma.
La angustiosa búsqueda del significado trascendente de los fotogramas, incluso pornográficos, sume al cerebro de Vikar en un delirio infernal pero ilumina al lector: el cine, la más artificial de las artes, fue creado para profanar los credos ancestrales, desmitificar la hegemonía divina y enfrentar al inconsciente de la especie, como Freud previó, a la desnudez de sus pulsiones edípicas o libidinales.
Al final de Zeroville, la última proyección de la historia (parodia fílmica de una fantasía bíblica) revela que todas las películas, filmadas o no filmadas, participan del eterno retorno de los mitos, los fantasmas y las imágenes: “Todas las películas reflejan lo que aún no ha sucedido, todas las películas anticipan lo que ya ha sucedido”. 

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