Infunde el miedo –le había
dicho Al-Ghazali-. El miedo es lo único que lleva a los pecadores hacia Dios.
El miedo es una parte de Dios, en el sentido de que es la respuesta apropiada
de esa débil criatura que es el hombre al poder infinito y la capacidad
punitiva del Todopoderoso. Se puede decir el miedo es el eco de Dios, y que
siempre que se oye ese eco los hombres caen de rodillas e imploran piedad. En
ciertas partes de la Tierra todavía temen a Dios. Tú no pierdas el tiempo con
esas regiones. Ve adonde el orgullo del hombre está inflado, allí donde el
hombre se cree a sí mismo un dios, arrasa sus arsenales y sus antros de
perdición, sus templos a la tecnología, el conocimiento y la riqueza…
-S. Rushdie, Dos años, pp. 179-180-
Salman Rushdie es uno de los más brillantes
novelistas actuales. La escritura de esta ambiciosa novela, la mejor desde los Versos
satánicos, inscribe en su fascinante despliegue una parte significativa
de las secuelas de haber escrito su novela más famosa.
En su libro anterior (Joseph
Anton), Rushdie expuso cómo se había modificado el sentido de la
historia, en apenas dos décadas, pasando de una narrativa trasnochada (la “guerra
fría”) a otro relato dialéctico mucho más importante: la lucha de la libertad,
los derechos humanos y la democracia contra el fanatismo religioso.
Con esta idea en mente, Rushdie, novelista de
compromiso global, organiza su narración desde un futuro milenario donde el
triunfo improbable de la razón sobre la sinrazón, el amor sobre el odio y la
tolerancia sobre la intolerancia se habría convertido en una realidad incontestable
en el mundo.
El cronista anónimo que se esfuerza en narrar la
última batalla de la humanidad por extirpar su parte oscura, con la ayuda sobrehumana
de los juguetones yinn, e imponer el orden
luminoso de una nueva era (gobernada “por la razón, la tolerancia, la
magnanimidad, el conocimiento y la contención”), concluye su relato con una
nota de amarga ironía. El mundo de la reconciliación por venir es un mundo
donde el sueño, ese sueño que produce monstruos y pesadillas, como se exhiben en
el libro, pero también maravillas, habría sido abolido para siempre. Para
purgar el mal congénito, bromea Rushdie, los humanos dejarán de soñar y renunciarán
a quimeras e ilusiones peligrosas.
Para un novelista fantástico como Rushdie,
encuadrado dentro de lo que denominaría un “realismo mágico” transnacional, ya
que utiliza mitologías orientales para describir el turbulento presente
occidental, esta renuncia al poder creativo de la imaginación podría parecer un
desenlace castrador. Pero el célebre grabado de Goya “El sueño de la razón”,
antepuesto al comienzo del libro como advertencia, previene al lector de que la
última palabra no la tiene el resignado narrador futuro sino el polémico autor
real.
Tras desatar el apocalipsis carnavalesco de la
ficción sobre el mundo mediante una guerra desastrosa entre el reino superior
de los Ifrits (esos genios malignos de
la tradición arábiga preislámica plasmada en los relatos de las Mil y una noches, el modelo dominante de
toda la literatura de Rushdie) y el reino inferior y decadente de los humanos,
Rushdie da una suprema lección de arte narrativo al demostrar que la gran
victoria de la cultura sobre el integrismo creyente es siempre simbólica. Un ideal
de la historia colectiva, como la lucha interminable por la libertad en la
exégesis hegeliana.
No es arbitrario, pues, que la novela comience
en Lucena, en el siglo XII, teniendo como protagonista de excepción al escéptico
filósofo andalusí Ibn Rushd (Averroes), adoptado como nombre familiar por el
padre de Rushdie. Sus relaciones maritales con una yinnia egregia (Dunia), con la que engendra un linaje
multitudinario de criaturas libres (la “tribu de la Duniazada”), y sus disputas
intelectuales con el teólogo dogmático Al-Ghazali (paradigma místico
del yihadismo islamista) se entrelazan como hilos recurrentes de la vasta narración
a través de los siglos. La pugna entre absolutismo y tolerancia se constituye como
metarrelato histórico en esa prodigiosa síntesis de Oriente y Occidente
representada por Al Ándalus, modelo multicultural de la utopía del futuro.
Como novelista con sensibilidad contemporánea, en
los episodios más fantásticos Rushdie recurre con fruición estética a la
cultura de masas global (películas y cómics de superhéroes, videojuegos bélicos
o mitológicos, los Cazafantasmas,
pirotécnicas películas chinas sobre guerras celestiales, mangas y animes, etc.)
para proporcionar una alucinante dosis de efectos visuales a esta epopeya novelesca
sobre el designio humano de la vida en la tierra.
Post-Scriptum: Después de (re)leer
esta grandiosa novela, espero que nadie inteligente se atreva a sostener el infundio de que,
con independencia de otras causas contingentes o coyunturales, el problema esencial del
terror yihadista (defendido en la ficción por el filósofo Al-Ghazali, ver cita más arriba) no
se origina en el modo en que, desde el comienzo de su andadura (como ya mostraba sin protocolos Versos satánicos, de ahí la fatua y el escándalo), el islam se ha planteado su
creencia fundamentalista en Dios y su desprecio nihilista a la vida humana.
Pues yo haría una aclaración sobre ese fragmento suyo. Un hombre puede creer en Dios sin tener miedo. De hecho es propio del cristianismo creer en Dios como un padre bueno que vela por ti, por lo que a pesar de la adversidad uno vive confiado, y por tanto, un Dios al que tener miedo y ver como castigador es poco menos que una retorcida caricatura. Otra cosa es el temor de Dios del que habla la Biblia, que no es temor de Dios mismo en el sentido que he explicado anteriormente, sino la preocupación de desviarse de sus caminos, que para un creyente son los del bien y por tanto de la felicidad. Del mismo modo en que el temor se puede explicar de estas dos maneras, el caso del orgullo es similar. Hay un orgullo bueno, en el sentido de, por ejemplo, estar contento con lo que uno es y uno ha hecho (esto, explicado en otros términos, también se incluye en el pack de ser, por ejemplo, cristiano). Pero también hay un orgullo (nada agradable, seamos sinceros) que nace del ego, entendido como egoísmo, que es soberbio, prepotente, y que no esconde sino una herida/complejo y pretende alzar a uno mismo por encima de lo que uno es. ¿Eso nos lleva a algo positivo? ¿No puede eso llevar incluso a algún tipo de fanatismo que nada tenga que ver con religión? Los matices son importantes y generalizar siempre ha sido peligroso, after all...
ResponderEliminarCreo, María, que no has entendido nada de lo que dice la cita de Rushdie (no mía) y, ya puestos, tampoco de lo que trato de explicar en el post. Desde el estruendo del trueno que fascinaba a Vico como origen primitivo del sentimiento religioso hasta los atentados fanáticos de hoy, sin olvidar las persecuciones inquisitoriales, con sus autos de fe y sus ejecuciones en efigie o en esfinge, como prefieras, el miedo y solo el miedo, el terror o el horror, como quieras llamarlo, alimenta el fervor de la creencia divina. Miedo a la fragilidad y vulnerabilidad, miedo a la insignificancia y puro miedo a la intrascendencia de nuestra vida, el horror puro de la existencia. Así que somos nuestro peor enemigo, sí, el que le tiende a nuestro cerebro las peores trampas, y la religión, cualquier religión, es una de las peores, desde luego. Y el orgullo del ego es insignificante en comparación, un recurso inofensivo para sobrevivir a la inanidad de todas nuestras empresas, una pequeña pompa inocua para no perecer cada día anulados por todo lo que se opone a la realización de nuestras vidas y deseos. No hay nada malo en ello, por mucho que revele nuestra debilidad, la vanidad es un arma de supervivencia, incómoda para los que no creen en el individuo y sus payasadas, grata para los que reconocemos su pequeña utilidad estratégica sin tomarla más en serio de la cuenta. Más vale eso que creer en seres superiores que encima de crearnos, habrá que ser mediocre para producir un universo de seres y cosas tan execrable, podrían aplastarnos con su existencia, por fortuna inverificable...
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