jueves, 31 de octubre de 2013

MASTERS OF SEX

1. Acabo de ver en salas la maravillosa La vie d´Adèle y estoy enganchado a la estupenda teleserie Masters of Sex. Un tema en común que es el tema común de todo el mundo. El sexo. El abrazo de los cuerpos. El tema más fascinante aún hoy, en esta época de regresiones vergonzosas, corrección política, libertad devaluada, cursilería rampante y miedo, mucho miedo a representar/figurar/tratar el sexo. Sin idealismo ni romanticismo. Un motivo tabú tanto para el ideario puritano (católico, protestante, islamista, etc.) como para el socialdemócrata o progresista. Kechiche me parece valiente, en este confuso contexto. Sus escenas sexuales no gustarán a las feministas dogmáticas ni a las lesbianas livianas ni a los machos emasculados por la culpa o la frustración (que acusan a otros, con el dedo flácido, de “machistas camuflados”) ni a los machistas-leninistas, desde luego, pero sí a las mujeres sin prejuicios y a sus cómplices en el juego libertario del amor. El sexo, sí, los cuerpos, la carne, la pasión o el deseo, pero sobre todo el placer dado y recibido, como decía el gran Paul Léautaud. Eso es lo que comparten Adèle y Emma por un tiempo, con una intensidad extraordinaria, aunque no pueda durar siempre, por desgracia. Es la ley del deseo. Lo que brilla con tanto fulgor no está destinado a perdurar. Ni falta que hace. Nada perdura, ni siquiera los valores rocosos que se intentan imponer por la fuerza de la costumbre, el programa o el credo. No hay problema con eso. Celebremos, en lo posible, la escandalosa intrascendencia de la vida, la fugacidad de los placeres del cuerpo. Paradise Lust
 
2. Hace unas semanas, metidos en un taxi de regreso del Museo Nacional de Antropología, Rafael Chirbes y yo nos pasmamos, como Acteón, con las nalgas esculturales de la Diana cazadora que preside con sus curvas y volúmenes afrancesados (un vago Boucher, un tenue Courbet) la avenida Reforma de la Ciudad de México. Cada uno de nosotros ensayó, en el breve lapso en que lo tuvimos a tiro, una reflexión precipitada (toda eyaculación, ay, es precoz) sobre la fenomenal belleza de ese culo erguido en lo alto del pedestal como un homenaje de la piedra a la carne pasajera y al turbador enigma encerrado entre tan mullidos almohadones. Ayer volví a pensar en ello, viendo la secuencia en que Emma y Adèle visitan el Museo de Roubaix y recorren con la mirada de la cámara la desnudez dorsal de algunas esculturas femeninas y se admiran con los desnudos pictóricos antes de entregarse la una a la otra, en cuerpo y alma, con hambre refinada por una cultura y un arte erótico que han celebrado el misterio de la vida del cuerpo, la atracción mutua, la posesión carnal. Chirbes me susurra entonces: nadie podrá decirme nunca que entrar en la intimidad de un cuerpo es un acto como cualquier otro. Asiento desde el asiento contiguo y, sin embargo, no estoy seguro de que el verbo adecuado sea entrar. No. Es demasiado masculino. Demasiado prisionero de la veneración al orificio. Emma no entra en Adèle, ni Adèle en Emma. Es otra cosa. Quizá la piel, el tacto, la fricción, el roce. O los labios, la boca, la vulva, la lengua, el clítoris. Hace muchos años aprendí la lección de algunas lesbianas. Es la mejor escuela. La cosa se parecería más a una cartografía incisiva que a una excavación minera. 

3. Y Masters of Sex, la nueva serie de Showtime sobre los famosos sexólogos Masters & Johnson (William Masters y Virginia Johnson), por una de esas ironías con que mi vida urde una segunda trama superpuesta a la primera, me remite a la obra más jugosa de William Gass (Willie Masters´ Lonesome Wife; 1968), donde el gran experto en la “vida sexual de las palabras” (Will Gass) le daba una lección secreta al supuesto experto en la vida sexual de los individuos y las parejas (Will Masters) y no solo al otro maestro palabrero (Will Shakespeare), como muchos han creído desde su publicación. En la misma época (finales de los sesenta) en que se hicieron públicos los resultados de los estudios de Masters & Johnson, Gass contesta a su colega científico de la Universidad de Washington (St. Louis, Missouri), recordándole que se le ha olvidado una dimensión fundamental de la experiencia: las relaciones entre el verbo y la carne, el verbo que se hace carne en la vida y la carne que se hace verbo profano en la literatura y en la novela, retornando así al origen del bucle cultural que nos define. Con su diseño original, sus juegos gráficos, tipográficos y pornográficos y sus páginas de colores y tonos replicando mesetas de excitación, grados de ardor y orgasmos constatados, Willie Masters´ Lonesome Wife plantea la lectura, en un tropo atrevido, como la posesión por una multitud de hombres y de mujeres del cuerpo desnudo de la solitaria esposa protagonista. El objeto de deseo de la lectura era tan promiscuo e impuro que Gass, por precaución, recomendó en vano al editor que incorporara un profiláctico al libro para evitar que el lector contrajera la “Infección Verbal” ("Verbal Disease"). El mismo Gass, según reconoce, la habría contraído tiempo atrás leyendo a ciertos maestros inconfesables (Chaucer, Rabelais, Joyce, entre los más probables). El verdadero designio del híbrido artefacto (narración paródica y ensayo estético a partes iguales) es la reivindicación de una literatura tan contaminada de impurezas mundanas como caracterizada por una dicción deslenguada e irreverente, el “estilo democrático” demandado por los nuevos tiempos culturales: “Full of the future, cruel to the past, this time we live in is so much in blood with possibility and dangerous chance, so mixed with every color, life and death, the good and bad homogenized like milk in everything we think –new men, new terrors, and new plans-  that Alexander now regrets his love to drink; Elizabeth, that only Queen, paws for her wig to seek employment; and the swift Achilles runs against his death to be here. It´s not the languid pissing prose we´ve got, we need; but poetry, the human muse, full up, erect and on the charge, impetuous and hot and loud and wild like Messalina going to the stews, or those damn rockets streaming headstrong into stars. YOU HAVE FALLEN INTO ART-RETURN TO LIFE”.
 
La última frase parece dedicada a Adèle, a la actriz Adèle Exarchopoulos y no solo al personaje que encarna con sensualidad y gracia infinitas. De hecho este post, como homenaje al gran Rohmer, podría haberse titulado, sin cambiar de orientación sexual, La bouche d´Adèle

miércoles, 23 de octubre de 2013

ALASDAIR GRAY: HACEDOR DE HISTORIAS



Como cualquier escritor sabe, antes de poder hablar de la realidad, la escritura se encuentra atrapada en un territorio simbólico, ese museo virtual y esa biblioteca imaginaria que han traducido la experiencia secular a lo largo de la historia en formas y estilos. Conocer a fondo ese bagaje, saber desplazarse con soltura por su laberíntica construcción y manipularla con fines creativos, es la primera condición del creador genuino, ese que aspira a dejar alguna huella en la historia de su arte. 
 
"El modo cómico nos agrada más que el modo trágico".
 
-A. Gray, Un hacedor de historias-

Lo que para el deportista de élite es el gimnasio, lo es para el lector y el escritor exigentes una biblioteca bien surtida de autores originales y ambiciosos. Entre los más imaginativos practicantes de la ficción de las últimas décadas, ninguno más estimulante e imaginativo que el escocés Alasdair Gray (1934), un erudito fabulador de elite, uno de esos maestros exuberantes que dan sentido aún a la idea de una literatura exenta de mediocridad intelectual y compromisos sociológicos o comerciales.
En los años noventa, su literatura, emparentada por inventiva y ambición con la de posmodernos americanos como Barth o Pynchon, se tradujo con profusión al español en editoriales importantes, pero luego fue desapareciendo paulatinamente hasta borrarse del todo en el nuevo siglo. Es una grata noticia que dos exquisitas editoriales recuperen en paralelo sendos libros fundamentales de Gray: la meganovela Lanark (1981; publicada ahora por Marbot Ediciones y en 1991 por Ediciones de Blanco Satén con la misma traducción de Albert Solé) y la formidable colección de ficciones Historias sobre todo inverosímiles (1983; publicada ahora por Editorial Rayo Verde y en 1995 por Minotauro con la misma traducción de Marcelo Cohen). [Si mi información es correcta, otra de sus grandiosas creaciones, ¡Pobres criaturas!, un híbrido novelesco irresistible (pastiche de ciencia-ficción victoriana, utopismo socialista, erotismo libertino y metaficción nabokoviana, con Frankenstein inscrito al sesgo como modelo moral y temático), se encuentra aún disponible en la edición de Anagrama de 1996.]
Lanark es una fastuosa novela-palimpsesto que rivaliza con las grandes obras literarias del pasado, siendo por otra parte una obra de composición tan innovadora como insólita: cuatro libros de cronología desordenada para narrar la vida de un artista excéntrico que acaba, tras su prematura muerte, desdoblándose en otro personaje imaginario de un universo kafkiano. Una de sus invenciones más ingeniosas, un epílogo intercalado mucho antes del final, transforma esta novela ilustrada en el análogo literario de un libro sagrado. En ese epílogo unamuniano, a la manera espectacular del mago de Oz, aparece un extraño personaje que es y no es el autor, un desvalido demiurgo cuyo empeño en crear la historia en curso es tan grotesco como insignificante la razón de su existencia.
Pero un libro no existe solo por su autor. Antes de eso, el autor pertenece a una cultura y esta cultura se compone de muchas cosas (objetos, edificios, obras, hechos, etc.), pero sobre todo de una biblioteca infinita, la biblioteca de Babel imaginada por Borges pero intuida por todos los escritores de la historia. Esa vasta biblioteca poblada de volúmenes reales y de otros tantos virtuales sobre la que se funda una cultura se compone a su vez de algo muy anterior y quizá mucho más importante: historias, mitos, fábulas, leyendas y relatos. Y por esto en ese epílogo paradójico no solo se revelan las fuentes literarias y los plagios literales (o las modalidades de plagio) con que se ha construido el singular texto de Lanark, sino que también se rememoran las grandes narraciones que contribuyeron a crear la cultura occidental, desde Homero y la Biblia hasta Fausto, Moby Dick o Guerra y paz, pasando por Rabelais, Los cuentos de Canterbury, El Quijote, El Paraíso Perdido y Kafka, una de las influencias más notorias del libro. Lo más significativo del gesto, sin embargo, es que toda esta acumulación de citas y artificios, juegos y parodias, simulacros y estrategias retóricas, sirve a Gray para reivindicar el valor y la importancia de la literatura en una época de amnesia cultural e histórica.
Y de esto trata, en un primer nivel, Lanark, a través de sus múltiples ficciones especulativas y de sus bucles metaficcionales. De la creación, del arte y la literatura como metáforas del poder creativo y la libertad individual. Y también del amor, en un segundo nivel, del amor con minúscula y del Amor con mayúscula, como la Divina Comedia, otro modelo supremo para Gray. Del amor que religa a las criaturas, con sus pequeños episodios traumáticos y sus grandes hazañas gozosas, y del gran amor innombrable, el que mantiene unido el mundo y el que, cuando falta, como en la guerra, lo destruye todo.

miércoles, 16 de octubre de 2013

AMBIGUOS SIGNOS DEL PRESENTE


Tengo estómago, siempre lo tuve, por eso me aguanto la arcada y pienso que esta gente, obviando todo lo que nos separa, han querido invitarme esta noche, antes de condenarme como un idiota al desahucio moral, para parlamentar y comunicarme el plan de urgencia que han concebido entre todos, en asambleas convocadas en todo el mundo, en plazas urbanas y en foros de internet, para tratar de impedir que el mundo prosiga la deriva autodestructiva en que lo ha sumido la situación económica. Un decálogo infalible de soluciones a la crisis, eso me dice el líder parlanchín y gesticulante, un barbudo sudoroso que habla un inglés cavernario, entregándome en presencia de sus correligionarios el maletín metalizado que contiene las demandas venidas de todas partes como una voz única de indignación universal y las respuestas elaboradas por él y algunos reconocidos expertos para lograr un mundo más justo y equitativo, sin infamias flagrantes como la de Grecia, me dice ahora, guiñándome un ojo, antes de afrontar en poco tiempo la necesidad impostergable de una revolución. Esta palabra mágica el líder de todas las bandas y grupos presentes la repite en todo momento, como un mantra leninista, enfatizando con su mala pronunciación la separación entre el prefijo y el resto de la palabra, ese descabezamiento simbólico enfervoriza a la masa cada vez que se produce y es como si la idea material de la revolución se traspasara entonces de boca en boca, sílaba a sílaba, como una consigna subversiva que prende la mecha de sus acusaciones y quejas. El líder preconiza la instrucción del lumpen, el inmigrante y el excluido como la tarea política más relevante del nuevo siglo. Quién de entre todos vosotros quiere pertenecer al pasado, que levante la mano y será fusilado con nuestro desprecio. Risas y abucheos, aplausos y proclamas estentóreas. Este discurso incendiario y esta reacción explosiva consiguen asustarme al principio, lo reconozco sin rubor, como burgués y como mandatario, pero la excitación colectiva es contagiosa, no soy insensible a esa clase de estímulos y experiencias, más bien al contrario, siendo un individualista con conciencia social, los momentos orgiásticos de cualquier sublevación colectiva me atraen tan poderosamente como mis orgasmos privados. No se escandalice con mis palabras. Como comprenderá, en mi situación es fácil sentirse más allá de los tabúes corrientes. La franqueza expresiva es mi nueva racionalidad, no me queda otra opción. Lástima que no pueda aplicar los beneficios de ésta a la vida política, esa terapia sería saludable, el sistema se hunde, está podrido y nadie cree ya en él. Se requieren líderes que hablen con libertad, sin ataduras institucionales, despojados de la obligación de ser políticos responsables y moderados. Se necesita con urgencia un discurso más radical y menos complaciente sobre el estado de cosas. Y aquel estrafalario mitin, se lo aseguro, fue uno de esos momentos cenitales en que uno siente de verdad en todo el cuerpo que las cosas podrían cambiar y ser de otro modo si nosotros, los que gobernamos el mundo velando sólo por nuestros intereses y los de nuestros poderosos amigos, no estuviéramos al mando para impedirlo. Y la gente está aquí, siento su peso y su fuerza gravitando sobre mí, aplastada contra las bóvedas y paredes estrechas de esta estación de metro clausurada, como en muchos otros lugares del planeta en ese mismo momento, dando testimonio de pertenencia a la multitud de los desfavorecidos, dando cuerpo a una nueva clase social y a una nueva categoría política, monstruosa, si la observamos con mirada clásica, demagógica, si la juzgamos con criterios partidistas, pero con un porvenir prometedor si sabemos canalizarla entre todos con inteligencia en la dirección conveniente…Tengo serias sospechas de que el individuo que, aquella noche de mediados de mayo, ejercía como líder y orador principal en el mitin de la estación de metro es un filósofo mediático de origen centroeuropeo, si no me equivoco, residente en Nueva York desde hace años por razones más que dudosas. Creo haberlo visto en televisión alguna vez, aunque no pueda acordarme de su nombre. Es un hombre muy peligroso para nuestros intereses. Escuchándolo mientras aleccionaba a la multitud a base de chistes groseros y soflamas grotescas comprendí que había transformado su locura en pensamiento.
-Karnaval, págs. 87-89 y 91-

Superado el “fin de los tiempos” pronosticado por los mayas (o, como diría Borges,  por los malos intérpretes de los mayas), ya podemos por fin volver a pensar en las cosas que están pasando o han pasado, las hayamos visto o no en alguna de las pantallas con que a diario los medios nos sirven la dieta informativa necesaria para mantener confiscada nuestra voluntad política. Es evidente que 2011 fue un año decisivo en la no-historia reciente por muchas razones, casi todas analizadas con su habitual agudeza dialéctica en este libro (El año que soñamos peligrosamente, Akal, trad.: José Antón Fernández, 2013, págs. 183) por ese peligroso provocador de la inteligencia contemporánea, el pensador impensable Slavoj Žižek (en este post explico con detalle esta denominación de origen).
El título, una parodia deliberada de una célebre película de los ochenta, sirve para anunciar el programa de la sesión de pensamiento intensivo a que el maestro paradójico va a someter a sus lectores. El pensamiento en su triple salto mortal más atrevido: cómo abordar las derivas del presente y la ingente información generada a su alrededor sometiéndolas a la violencia retórica de la tradición filosófica. El problema es, como siempre, la confusa y caótica realidad y los signos contradictorios que emite sin cesar, como una máquina de fabricar ilusiones, deseos, impulsos y anhelos estandarizados. Pues 2011 fue para Žižek el año en que se impuso en el mundo el signo de la insurrección popular con las revueltas egipcia y tunecina, los indignados españoles, las protestas contra el capitalismo financiero de Wall Street y contra las políticas de austeridad dictadas por la UE, etc. Y también cuando amenazas aciagas, señales ominosas y “sueños oscuros y destructivos” hicieron su siniestra aparición: la matanza de Oslo, la extensión del fermento racista y nacionalista a todo lo largo y ancho de Europa, sin olvidar los estragos cotidianos de la crisis económica y las soluciones erróneas para paliarla.
Pero es, en particular, en su enfoque dialéctico de todos estos fenómenos en el marco del antagonismo global dentro del capitalismo donde la estrategia analítica de Žižek alcanza sus puntos álgidos y sus mayores aciertos críticos. En definitiva, como demuestra el caso reciente de Detroit, la primera dictadura económica establecida en suelo americano, el verdadero peligro que nos acecha es el de la implantación de “un nuevo modelo socioeconómico”: “el modelo tecnocrático despolitizado donde a los banqueros y a otros expertos se les permite aplastar la democracia”. Ante este peligro real palidecen todos los demás. Es más, cabría entenderlos como secuelas del grave mal que corroe las democracias occidentales y que no es, a pesar de las escandalosas apariencias, la corrupción institucionalizada ni la nefasta gestión pública ni la degradación social ni la mediocre casta política, sino la aceptación resignada de las abstracciones financieras impuestas por el capitalismo neoliberal sobre la realidad.
En este sentido, como alerta Žižek desbordando con sus reflexiones los limitados planteamientos de la teleserie The Wire, el mundo se enfrenta a una situación digna de una película de ciencia ficción donde todos los habitantes del planeta tierra, sin distinción de sexos, razas, culturas o nacionalidades, padecen la invasión de un poder ubicuo que pretende hacerse de manera insidiosa con el control absoluto sobre sus vidas. El problema primordial radica, por tanto, en esa “violencia sistémica fundamental del capitalismo” ante la que las respuestas políticas convencionales se muestran impotentes. Con todo, en este escenario emergente de capitalismo a la asiática y decadencia americana Žižek atribuye un papel determinante a la débil Europa una vez supere, resucitando “su legado de emancipación radical y universal”, el impasse ideológico en que anda sumida.

EL PENSADOR IMPENSABLE


 El esloveno Slavoj Žižek es el gran provocador escénico del pensamiento contemporáneo. Sus numerosos libros son materia de culto entre los seguidores más crédulos del discurrir de la filosofía contemporánea y también, esto es lo más sorprendente, entre los incrédulos que hace tiempo dieron por hecha la muerte de la filosofía, o su sustitución por formas de discurso más acomodaticias. Sin embargo, Žižek dista de ser un pensador al uso y la variante de discurso que ha elegido como su marca de fábrica se parecería más al monólogo del presentador de un circo de múltiples pistas en cada una de las cuales, con derroche de paradojas sofisticadas, anécdotas, digresiones y chistes picantes, se fueran solventando de modo acrobático los problemas más acuciantes a los que se enfrenta el resquicio de inteligencia que nos queda a los contemporáneos.
Hace poco un importante crítico de cine norteamericano nombraba a Žižek “el maestro incuestionable de los estudios internacionales de cine”. Y es que el cine es uno de los instrumentos preferidos por Žižek para plantear sus dilemas filosóficos o psicoanalíticos. No hay postulado de Žižek que no comience, termine, se apoye o fundamente en películas de cualquier periodo de la historia. Uno de sus primeros libros se titulaba, con gran sentido del humor, Todo lo que usted quería saber sobre Lacan y nunca se atrevió a preguntarle a Hitchcock. Precisamente Lacan y Hitchcock, además de Hegel, son las figuras centrales de su panteón intelectual, tan indesligables de los giros radicales emprendidos por el pensamiento de Žižek que todos sus argumentos parecerían reducirse a un esquemático “Lacan o Hegel lo dijeron antes, pero Hitchcock lo mostró mejor”.
Este libro (Órganos sin cuerpo. Sobre Deleuze y consecuencias, Pre-Textos, trad.: Antonio Gimeno Cuspinera, 2006, pág. 245) está dedicado nominalmente a ajustarle las cuentas al filósofo Gilles Deleuze, pero solo la mitad aproximada de sus páginas se ocupa en realidad de formular una revisión crítica de sus conceptos más conocidos (o, más bien, “de dar por detrás a Deleuze”, esto es, de “la sodomización hegeliana de Deleuze”, como Žižek denomina, no sin ironía también respecto de Foucault, a su método: la concepción más o menos inmaculada de un monstruo filosófico generado por el escandaloso acoplamiento del nietzscheano antiedípico y el maestro histórico de la dialéctica escenificado bajo la mirada obsesiva y penetrante de un lacaniano, testigo perverso de estas nupcias contra natura) con objeto de mostrar que el pensamiento de Deleuze, contradiciendo las evidencias, es de indiscutible estirpe hegeliana.
Sin embargo, el resto del libro se ocupa o preocupa, con asombrosa potencia analítica y considerable despliegue de efectos especiales y pirotecnia conceptual, de las consecuencias de la biogenética para nuestra concepción de la subjetividad y la identidad humanas; de la imposibilidad de incorporar las teorías científicas a la vida cotidiana y la redefinición científica de lo humano en curso; del lenguaje político y la dialéctica peculiar de políticos como George Bush (el capítulo más cómico y a la vez certero del conjunto); de la Revolución rusa y sus celebraciones y represiones; del capitalismo de consumo considerado como un carnaval permanente; de la pornografía como utopía de una desorganización libidinal del cuerpo; de la realidad virtual y la realidad de lo virtual; del cine como arte fundado en la combinación técnica de lo objetivo y lo subjetivo y su capacidad para dar cuenta de las fantasías y traumas de lo real; del hiato ontológico insuperable entre los sexos: del régimen ficcional de la verdad, el funcionamiento del cerebro, la producción de la conciencia y la trascendencia del arte en debate con el “cognitivismo” dominante; de la necesidad de llevar hasta el límite la lógica de la ciencia con el fin de generar una “nueva figura de la libertad”; de la guerra de Irak, sus secuelas y aporías; etc.
Žižek suele alardear en entrevistas de que él se rebaja a hablar de películas no sólo porque le gustan sino porque piensa así atraer mayor atención sobre su discurso. Lo curioso es el efecto contradictorio del procedimiento. De hecho, se podría afirmar que Žižek, como si el efecto hubiera subvertido sus relaciones con la causa (una de las ideas más apasionantes del libro), usa la filosofía como pretexto para librarse sin trabas a esta orgía analítica de referencias cinematográficas. En todo caso, este lector en particular se resigna a veces a párrafos abstrusos sobre cuestiones filosóficas algo redundantes con el único propósito de poder gozar del impagable estímulo procurado por la discusión fílmica que suele acompañarlas. Así de perseverante (o de “perversa”) puede llegar a ser la conciencia humana.
Irónicamente, sería en el dominio de la “perversión”, esto es, en la desviación de la tendencia supuestamente natural o necesaria, donde se muestra, como afirma Žižek en contra de los cognitivistas más ortodoxos, lo esencial de lo que nos hace “humanos”. En definitiva, ¿no es nuestro “deseo fundamental”, al revés del personaje de Hitchcock, el de “no saber demasiado”?
 
Posdata: Una aplicación práctica de cómo funciona el pensamiento de Žižek en el dominio de la vida cotidiana. Pongamos que te has propuesto bajarte una película de Internet, uno de los últimos éxitos de Hollywood. Pasas una noche entera importando la película a tu ordenador desde una determinada página web. Cuando abres el archivo, o cuando reproduces el disco en que lo has guardado, lo que aparece en la pantalla no es la película esperada sino un bodrio porno. Tú le echarás la culpa a la piratería, a la tecnología, a la decadencia moral propiciada por la tarifa plana e incluso a Internet. Pero si lo piensas bien lo que ha sucedido, según Žižek, es lo siguiente: tu consciente quiso hacerse ilegalmente con una película convencional, pero fue tu inconsciente quien realmente hizo el trabajo que te proponías. O, por decirlo en términos de economía contemporánea, tu consciente subcontrató a tu inconsciente para hacer el trabajo sucio y no mancharse las manos. Así funciona el poder hoy…

lunes, 14 de octubre de 2013

CHIRBES & FERRÉ BAJO LA INFLUENCIA



-no pasa nada, sólo un parpadeo

del sol, un movimiento apenas, nada,

no hay redención, no vuelve atrás el tiempo,

los muertos están fijos en su muerte

y no pueden morirse de otra muerte,

intocables, clavados en su gesto,

desde su soledad, desde su muerte

sin remedio nos miran sin mirarnos,

su muerte ya es la estatua de su vida,

un siempre estar ya nada para siempre… 

 
-¿la vida, cuándo fue de veras nuestra?,

¿cuándo somos de veras lo que somos?,

bien mirado no somos, nunca somos

a solas sino vértigo y vacío,

muecas en el espejo, horror y vómito,

nunca la vida es nuestra, es de los otros,

la vida no es de nadie, todos somos
 
la vida…
 

-Octavio Paz, Piedra de sol-
 

lunes, 7 de octubre de 2013

HEISENBERG EN ALBUQUERQUE

Acaba Breaking Bad, mi teleserie favorita de la década junto con Mad Men, y vuelve a instalarse en mi ánimo esa sensación decepcionante que he experimentado cada vez que he visto terminar una teleserie de larga duración. El final es insatisfactorio, calculadamente convencional, a pesar de su virtuosismo, como en todo producto de la cultura de masas supone la claudicación ante el poder normativo que controla el flujo narrativo y visual. La aceptación de que no hay línea de fuga posible del sistema, ni, por supuesto, alternativa al mismo. Y, si las hay, se identifican con la muerte. En cualquier caso, lo que es innegable es que, mientras uno consume con gran placer esta nueva literatura de las imágenes que son las teleseries como Breaking Bad, no deja uno de pensar en dos cuestiones contradictorias, más allá o acá del éxito de la propuesta. Por un lado en el poder de implicación del espectador en sus tramas, una experiencia de relación cada vez más sofisticada e insidiosa (en el espejo de la pantalla LED de alta definición, como antaño en la escena trágica, cualquier espectador es el protagonista privilegiado del melodrama contemporáneo) que vuelve la visión del cine más distante y fría, en cierto modo. Y, no obstante, en la nostalgia por los formatos comprimidos y el lenguaje sincopado y sintético con el que el cine era capaz de cristalizar imágenes imborrables y transmitir las historias más complejas sin desbordar por ello los límites temporales de la atención, ni exasperar la paciencia del destinatario…
 

[Varios autores, Breaking Bad, Errata Naturae, 2013, págs. 355] 

Hubo un momento en que la televisión americana se miró al espejo y no se gustó. En ese instante tuvo una revelación traumática. Decidió cambiar y ponerse seria. Cada uno dará sus fechas. Yo doy la mía. El 11 de septiembre de 2001. [Ya sé que habrá quien diga que la edad de oro de la televisión comenzó a finales del siglo pasado, pero no hay duda de que sus contenidos y proyectos se multiplicaron a partir de esta fecha de impacto devastador en la conciencia colectiva y el imaginario  americano.] Después de aquella catástrofe terrorista el cine se volvió más irreal, basado en mitologías y videojuegos de enésima reiteración, y la televisión más realista, más enraizada en la experiencia común de los espectadores (quizá sea este fenómeno lo que algunos analistas mediáticos llaman Quality Television).
En una época como esta, dominada por los simulacros mediáticos y los artificios de la tecnología, las imágenes de la realidad, las vislumbres de lo real, se transfiguran en el ingrediente definitivo de cualquier producto televisivo que aspire a la atención y el reconocimiento masivos. Lo real se ha convertido en la nueva mercancía de la cultura de masas, la nueva categoría del consumo, y la televisión en el medio idóneo para suministrarla, como una poderosa droga (similar a la metanfetamina que cocina Walter White en Breaking Bad)  que confiere realidad a la irrealidad de la vida cotidiana bajo el capitalismo. La televisión contemporánea ofrece la ilusión carnavalesca de contemplar los procesos sociales deformados y magnificados, como en una laberíntica casa de espejos, según decía Steven Shaviro canalizando sin saberlo a John Barth. El realismo capitalista es la estética audiovisual más adecuada para un sistema en que el colapso de todas las creencias e ilusiones trascendentes nos deja ante la realidad desnuda, directa, desvergonzada, de la explotación y el cálculo egoísta como único medio de supervivencia dentro del sistema. De esta matriz perversa surge Breaking Bad, una de las grandes teleseries dramáticas del siglo veintiuno.
La serie creada por Vince Gilligan es un paradigma supremo de este realismo capitalista, caracterizado por una mezcla calculada de mirada documental, minimalismo narrativo y envoltura espectacular. Breaking Bad aborda algo tan esencial como la imposibilidad de desarrollar un proyecto satisfactorio de vida en el régimen salvaje del capitalismo neoliberal, un modo de vida que responda a los valores y expectativas de la clase media y se mantenga, al mismo tiempo, dentro de los límites de la ley y la opinión mayoritaria en un contexto socioeconómico destruido por las abismales diferencias de clase generadas por la acumulación de la riqueza en estratos cada vez más exiguos y la circulación delirante del dinero por canales incontrolables.
El espectador de la serie se reconoce en la figura bifronte de Walter White, héroe y villano, maestro de la relatividad moral y el principio de incertidumbre ético, porque reconoce en él los problemas que lo acosan a diario y le impiden alcanzar una meta de felicidad que, sin embargo, la sociedad de consumo no hace sino prometerle. Es el espectador el que se identifica, perversamente, con la deriva criminal del profesor de química trasmutado en alquimista de metanfetamina en la medida en que White, por más que se enfangue en el mundo de la delincuencia  y el crimen y disfrute virtualmente de los privilegios de la transgresión asociado a este, no abandona nunca del todo su agónica condición de ciudadano normal y corriente, aquejado por las miserias y sufrimientos de la vida cotidiana más prosaica. Esta vivencia melodramática, inscrita dentro de la lógica existencial del capitalismo tardío, garantiza la eficacia íntima de tal identificación entre los anhelos del espectador y las elocuentes derivas del avatar televisivo.
La ideología del realismo es, una vez más, el problema de esta narrativa fascinante. O dicho de otro modo, ¿existe algún atisbo de realidad, o algo real, bajo el manto seductor del espectáculo? ¿O solo simulacros de verdad, prótesis de una visión genuina de la realidad, si esto fuera aún pensable o posible? El subproducto más nocivo de la visión realista del mundo se llama cinismo (o, según las escuelas, "razón cínica") y abunda en la realidad del presente y en las teleseries que dan cuenta de ella con procedimientos engañosos. Para alcanzar otro nivel de relación con la realidad, un nivel menos mediatizado por las mismas instancias que distorsionan su percepción y lo convierten en inalterable, es necesario, como diría Zizek, abandonar toda representación estrechamente realista de la misma.