[Seguir leyendo, El loro de Céline (2)]
jueves, 30 de junio de 2011
EL LORO DE CÉLINE (1)
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miércoles, 29 de junio de 2011
CÉLINE, LAS “AMIGAS” Y EL "ENEMIGO" NAZI
domingo, 26 de junio de 2011
BAUDRILLARD ES UN BODRIO, DIJO EL POLICÍA
jueves, 23 de junio de 2011
BALLARD PREDIJO EL 15-M
martes, 21 de junio de 2011
ERRATA NATURAE
sábado, 18 de junio de 2011
JAMES ELLROY: LA MALDICIÓN MATERNA
martes, 14 de junio de 2011
BORGES PARA CIBORGS
La presencia de Borges en el canon de la literatura universal causa de inmediato tres efectos benéficos: primero, permite integrar el pasado de la literatura, incluso el más remoto, en los desarrollos más avanzados de la misma; segundo, impone el rigor de la inteligencia en la práctica de un arte como el narrativo que todavía muchos consideran intuitivo o espontáneo; y, tercero, destierra cualquier concepción estrechamente nacional o local de lo literario en favor de una literatura mundial concebida, según Gérard Genette, como el diálogo simultáneo de todas las obras de la historia en todas las lenguas posibles o imaginables (“La biblioteca de Babel”). No es irrelevante, en este sentido, que su primera lectura del “Quijote” fuera en una traducción inglesa, o que la broma más corrosiva gastada al “Quijote” celebrado como monumento literario nacional provenga de su relato “Pierre Menard, autor del Quijote”, donde un poeta simbolista francés se decide a reescribir literalmente la novela de Cervantes.
[i] “La secta del Fénix”, en este sentido, es un relato demoledor contra los ritos y mitos del cristianismo. Dos ejemplos más de esta tendencia: en “La búsqueda de Averroes” se evidencian los límites conceptuales de la cultura islámica frente a la griega por su ignorancia del concepto de “teatro” o “representación” (elogio indirecto de Aristóteles más que de Platón), y, sin embargo, en “Los dos reyes y los dos laberintos” expone la superioridad paradójica de los fundamentos geográficos de la cultura islámica (el desierto, la experiencia teológica y mística de la vacuidad, el nomadismo, etc.) sobre los aberrantes artificios de la racionalidad helénica y occidental (el ingenioso dédalo, la retórica, la ingeniería, la cultura, etc.).
domingo, 12 de junio de 2011
MAMAJUANA Y LOS VIDEOJUEGOS DE ÚLTIMA GENERACIÓN
martes, 7 de junio de 2011
MATHIAS ENARD: EL DISPARO MÁS HERMOSO DEL MUNDO
En diciembre de 2004, publiqué en Diario Sur una reseña de La perfección del tiro de Mathias Enard (Reverso, Barcelona, 2004). Y tuve, además, el placer de presentarla en compañía del autor en la Librería Luces de Málaga en esas mismas fechas. Desde entonces la obra de Enard no ha hecho sino engrandecerse y conquistar el lugar singular que le corresponde en la literatura francesa contemporánea, con Zona (La Otra Orilla, Barcelona, 2009) como logro supremo hasta el momento. No obstante, me apetece recuperar esta reseña de su primera novela ahora que se publica en español su última y exitosa novela, Habladles de batallas, de reyes y elefantes (Mondadori, Barcelona, 2011).
No es necesario conocer a Heráclito, o en su defecto a Petrarca, o a Fernando de Rojas, para poder afirmar que la metáfora de la existencia como guerra o combate permanente es una de las más convincentes de cuantas la cultura humanista nos ha legado antes de desaparecer consumida por sus enemigos. Con las tropas en territorio hostil, o con las tropas a resguardo en casa, el bien o lo bueno siguen sin estar más cerca por más que algún iluminado se empeñe en su lucha personal contra la barbarie. Si convenimos que la novela tiene como función principal exponer el mal sin moralizar y descubrir al mismo tiempo territorios insólitos de la experiencia humana, esta deslumbrante novela de Mathias Enard cumple magníficamente con ambos objetivos al situar su historia en un frente de batalla abstracto, más allá del bien y del mal.
Esta novela perturbadora y obsesiva se enfrenta a la tradición épica del género narrativo bélico poniendo en el punto de mira a quien lo suele poner todo en el suyo: la figura letal del francotirador, fascinante contrafigura del novelista. El novelista Enard, de ahí la focalización subjetiva del relato, tiene la gran valentía de erigirse en francotirador de primer nivel mediante el acto poético de identificarse con la mirada acechante del criminal emboscado. Enard presta su poderosa voz narrativa a ese francotirador enardecido indistintamente por un buen disparo de fusil y una deseable adolescente que cuida de su madre loca. El novelista es ese tirador de elite que, en cuanto realiza el disparo, se identifica fatalmente con la víctima, con el otro a quien ha tardado un tiempo en designar como víctima destacándolo con su gesto de entre las múltiples presencias que transitan por el espacio anónimo de la realidad.
La novela de Enard cuenta la turbulenta historia de un francotirador tan exigente y disciplinado como un artista, un científico o un escritor: un psicópata perfeccionista y calculador que sueña con la muerte metódica de todos y acaba poseído por un amor imposible hasta la locura y la extinción mutua. No en vano, la novela abre fuego con un epígrafe de André Breton sobre el “amor loco”, como recordatorio de que este autor manifestó, precisamente, que el acto surrealista básico consistía en disparar al azar contra la multitud.
Enard describe la guerra como un laboratorio abominable en el que se experimenta con el paroxismo de la vida elemental, ese rostro bestial que suele ocultarse tras la máscara humanitaria. Si la guerra es instinto de supervivencia, es también instinto puro, animalidad pánica, sexo extremo. Una de las facetas más sugestivas de la historia es cómo el novelista Enard, al penetrar la mente enferma del francotirador con su mira microscópica, consigue transformar la crueldad en placer, el odio en pasión, la fiereza en amor. La economía libidinal del francotirador es explorada así en toda su excitante ambigüedad: su ardor visceral por el cuerpo moreno y opulento de la quinceañera, sus erecciones intempestivas y juegos masturbatorios con el arma reglamentaria, el deseo sucedáneo del fusil, el retozo acuático con su compañero de armas o la erotizada relación con las víctimas de sus disparos.
Con sintaxis impecable, esta novela alegoriza la derrota histórica del sueño del humanismo y la ilustración. El final del siglo XX y la entrada brutal en el siglo XXI: una espiral de violencia y destrucción tan masiva como el manto de moralina que la encubre. Una novela imprescindible, pues, para comprender el tiempo que habitamos: en el campo de batalla de sus páginas, la inteligencia y la poesía combaten, como revulsivo ético y estético, contra la ingenuidad biempensante y la falsa inocencia, el cinismo global y el horror contemporáneo.
miércoles, 1 de junio de 2011
LA GRIMA EN LA LLUVIA ÁCIDA: EL EFECTO “DICK”
Uno de sus grandes intérpretes (Fredric Jameson) llamó a Philip K. Dick (en adelante, PKD) el “Shakespeare de la ciencia-ficción”, pero irónicamente sus tramas lo aproximan más a Calderón o a Borges, maestros de la irrealidad espectacular y el ilusionismo especulativo. El motivo de que las novelas y relatos de PKD sigan fascinando al lector, a pesar de (o, como creen algunos fans descerebrados, gracias a) su estilo descuidado y su desmañada (de)construcción genérica, radica en que cada obra de PKD, incluso las más fallida o reiterativa, obliga al lector desprejuiciado a hacerse la gran pregunta filosófica: ¿Qué es la realidad? ¿Cuánto hay de real en la realidad?
Pero lo más sorprendente es que esta interrogación radical la comenzó PKD durante los años cincuenta, inmerso en los parámetros estéticos del realismo más pedestre (en novelas entonces inéditas como Ir tirando o Confesiones de un artista de mierda, que anticipaban la retórica narrativa del realismo sucio sin pretenderlo), antes de darse cuenta de lo insatisfactorio de sus resultados y ambiciones. De hecho, Confesiones forma un extraño díptico con Tiempo desarticulado, una de sus primeras novelas de ciencia-ficción. En ambas se da la misma descripción minuciosa de la realidad americana de la época, con similares problemas existenciales, abulia suburbial y vidas malogradas, pero en una el decorado urbano se presenta como mímesis verosímil y en otra como simulación tecnológica. Esta transición estética expresa la idea de una América cuya cultura, según Kim Stanley Robinson, comenzaba a estar dominada por la tecnología.
En la enredada trama de Tiempo desarticulado, el protagonista descubre gradualmente que la realidad donde vive instalado como un marginal es un simulacro perfecto de la realidad histórica generado para él como hábitat ilusorio por el poder tecnológico-militar de 1998 con objeto de que sirva mejor a sus fines tácticos o estratégicos. Esta ingeniosa resolución narrativa es un paradigma del efecto exhilarante o angustioso, según el humor de cada cual, producido por las invenciones literarias de PKD: el extrañamiento experimental de ficciones que desgarran las apariencias y ponen en juego hasta el límite de sus posibilidades las ideas y estereotipos ideológicos que los diversos lectores manejan sobre la realidad. Si se lee como alegoría, en cambio, funciona como retrato (o autorretrato) desengañado del ambiguo lugar y el papel del escritor en el contexto cultural y político de la guerra fría y aún después.
Por tanto, la conciencia crítica de lo real obligó a PKD a transgredir los límites estéticos del realismo y poner en crisis los fundamentos filosóficos del mundo (“Desmonté el universo hasta encontrar su estructura básica”, declaró a propósito de Tiempo de Marte, otra de sus grandes novelas) y revelar la condición totalmente artificial de la realidad percibida. Baudrillard, uno de sus mejores lectores, señaló que el motivo principal de la singularidad de PKD se fundaba en la ambientación de sus ficciones escasamente científicas en “un universo regido por el principio de la simulación”, donde lo real se habría convertido paradójicamente en “nuestra verdadera utopía”. Así, en El hombre en el castillo, uno de sus grandes textos, simula un mundo histórico en el que la segunda guerra mundial la han ganado Alemania y Japón y se atribuye a un misterioso libro el contrapoder de deshacer la ficción de realidad sustentada por el poder hegemónico.
PKD acertó así a renovar el género de la ciencia-ficción, y acaso a consumarlo, redefiniendo su núcleo conceptual a partir del choque ontológico entre lo real y lo virtual y su potencial anulación mutua. En Ubik, su obra maestra, la multiforme mercancía mencionada en el título (una imagen cosificada de la divinidad) consigue enlazar, con su presencia ubicua de simulacro comercial, versiones excluyentes de la realidad temporal en la que, sin saber si viven o mueren, se mueven atrapados los personajes. Esta ficción fundamental supone, además, la aplicación lógica más rigurosa de la idea “dickiana” de la generación o degeneración de lo real (mundos encastrados, planos de realidad tangentes y zonas temporalmente autónomas, mundos inconexos, regresivos o residuales, etc.) desplegada también en novelas como Ojo en el cielo, Laberinto de muerte y Los tres estigmas de Palmer Eldritch, otra deslumbrante extrapolación futurista del siniestro mundo conspirativo de las corporaciones y la explotación capitalista.
Pero la inquisición sobre la realidad parecería incompleta si PKD no se hubiera interrogado simultáneamente sobre la condición humana, a través del antagonismo cognitivo con el androide, en artefactos fascinantes como Simulacra y Podemos construirle, o en el memorable relato La hormiga eléctrica. La apoteosis de este conflicto, sin embargo, la representa ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, en cuya sofisticada trama la confusión entre androides y humanos se vuelve pura paranoia moral controlada policialmente (con ese supremo detector de “inhumanidad” que es el Test Voigt-Kampff) mientras la frontera "natural" entre ambas clases de criaturas es interrogada y explorada con perversa curiosidad (hasta el punto de incluir el coito adúltero de Deckard con Rachael, una androide seductora que empatiza con él).
Mientras se intoxicaba gradualmente con la droga mental segregada por su cerebro sobreexcitado, PKD iba trazando un mapa de la realidad donde el lector podía observar paso a paso el proceso por el que el mapa iba conformando el territorio hasta fundirse o confundirse finalmente con él. No es extraño, por tanto, que en la última etapa de su vida (como muestra la trilogía VALIS) PKD acabara metamorfoseado en uno de sus esquizofrénicos personajes, tratando de fugarse del mundo "real" californiano a un dudoso mundo alternativo de fantasías religiosas, como un profético precursor de la espiritualidad new age.
Postdata 1: Un fragmento excluido de mi novela Providence (Anagrama, 2009) donde se aborda la problemática recepción de la obra de PKD en ciertos medios culturales y académicos:
Le hablo de un escritor a quien Eva, o, si no ella, la estudiante de literatura comparada que habla por ella tantas veces, no puede soportar especialmente: era un drogadicto descreído, un misógino repugnante, un reaccionario político y un pésimo escritor. ¿Te parece poco? Me parece mucho, pero he leído tres o cuatro novelas suyas y, conociendo ahora íntimamente este mundo, el planeta americano y sus simulacros naturalizados y mecanismos sociales de gran sofisticación en el control y gestión de la vida privada, la literatura de Philip K. Dick me parece realismo, puro realismo, en el mejor sentido de la palabra, por supuesto. Es decir, absolutamente alejado de la versión de la realidad, más bien convencional, interferida por el poder, de la mayoría de la población de este país, incluida mi querida Eva. En cambio, para esta avezada universitaria de postgrado que encarna los altos valores culturales del sistema, Dick es sólo simulación pulp, imaginación barata, grosería figurativa, degeneración ideológica, chapuza estilística, poesía degradada, etc. Hay nombres que condenan a su portador haga lo que haga por evitarlo (lo sé bien por experiencia propia). Tal vez la feminista sensible que duerme en el cuerpo maltratado de Eva no pueda soportar la idea de que un escritor lleve como apellido sin avergonzarse el apodo popular del miembro masculino. Una abierta declaración del error genético que subyace a ciertas opiniones e interpretaciones de la realidad y las relaciones entre generaciones, razas y géneros. En suma, el nombre y la obra del autor en cuestión, nunca mejor dicho, son para ella un equivalente de la pintada en la fachada del Museo Metropolitano de Nueva York de una enorme polla, con su cilindro amenazante caracterizado como un bombardero militar americano y el bolsón de los testículos colgando debajo como bombas atómicas arrojadas sobre la población inocente…En todo el tiempo que llevamos juntos, Eva nunca ha podido comprender mi idea de que la cultura popular y el sistema de géneros han servido siempre en América, tanto en el cine como en la literatura, la televisión o el cómic, para expresar conflictos sociales, sexuales, políticos o raciales sin tener que adoptar los formatos de la alta cultura de importación europea, con sus evidentes limitaciones y posible esterilidad a ultranza; y para dar salida, además, a identidades problemáticas, a traumas ocultos o experiencias personales difíciles de asumir en otro tipo de discursos mucho más respetables y prestigiosos, avalados por la enseñanza y los valores culturales considerados superiores.
Postdata 2: Por si fuera poco, Philip K. Dick, el supremo freak literario, es el cronista de América concebida como una utopía freak. En su novela Los clanes de la luna Alfana, Dick presenta una colectividad lunática compuesta de alienígenas nativos y colonizadores humanos agrupados según las psicopatologías de la tierra original (maníaco-depresivos, esquizofrénicos, hebefrénicos, paranoicos, etc.). Esta imagen freak del futuro representa la coexistencia conflictiva, en un contexto tecnológico avanzado, del pasado y el presente antropológicos de América. La ventaja es que para entonces, como especula Dick en su novela Simulacra, la Casa Blanca ya no la ocupará un freak, como hasta ahora, con todos los problemas que eso acarrea, sino un androide democráticamente elegido. Un simulacro freak.