Todos los que piensan que Hollywood es una subsede del infierno encontrarán en esta novela[i] argumentos sobrados para cerrar los ojos y dormirse con toda tranquilidad. Todos los que piensan que Hollywood es, por el contrario, una franquicia del paraíso instalada en un suburbio imaginario de una ciudad real hallarán en esta novela motivos suficientes para permanecer insomnes, atentos a la próxima novedad cinematográfica aparecida en las pantallas ubicuas.
Para todos los que piensan, en cambio, que Hollywood no es otra cosa que una alegoría cifrada del mundo contemporáneo, un condensado de sus siniestras redes y ritos de poder, valores dominantes, mitos banales y mecanismos económicos, la aparición de esta espléndida novela de Ellis no puede sino constituir un acontecimiento. Sobre todo porque el escáner íntimo que nos proporciona del cerebro artificial que controla esa máquina superproductora de ideología mayoritaria es tan devastador como sarcástico. Es hora, por tanto, de deshacerse de todo lo que creíamos haber aprendido leyendo Hollywood Babilonia del cineasta Kenneth Anger, hijo resentido del Hollywood mítico. Suites imperiales logra trasladar al presente todos los hallazgos de la Dalia Negra de Ellroy o el Mulholland Drive de Lynch para que su visión se parezca más a un fotomontaje sulfúreo de instantáneas nocturnas de la meca del cine industrial que a una tarjeta postal turística, llena de palmeras de plástico, rascacielos de cristal y paisajes urbanos radiantes.
Para un observador atento, sin embargo, el origen paradójico de Suites imperiales se sitúa en un lugar indefinido entre la ficción y la realidad: entre una novela y dos películas, o, más exactamente, entre la ficción de Menos que cero, célebre primera novela de Ellis, y su adocenada versión fílmica (como se dice aquí de ella: “la película solo era una mentira adornada”), y la realidad de una segunda película basada en su único libro de relatos (The Informers/Los confidentes). El narrador y protagonista de Suites imperiales es el mismo Clay (“el chico que nunca entendió cómo funcionaba nada”) que relataba, veinticinco años antes, el final de la adolescencia de un grupo de pijos angelinos y sus amorales rituales de autoafirmación de clase. Con la excusa de participar como productor en el casting de una película en la que es también el guionista, Clay regresa ahora a Los Ángeles tras una turbulenta estancia neoyorquina para enfrentarse a sus fantasmas vitales y, sobre todo, a un mundo sobrecargado de años, estragos y vicios.
En esta perversa secuela, Clay vuelve también para ajustar las cuentas al autor de la novela iniciática de sus desengaños juveniles y proporcionar, de paso, una lúcida reflexión sobre ésta: “había voceado nuestros fracasos secretos al mundo entero, escenificando la indiferencia juvenil, el nihilismo deslumbrante, infundiendo glamour al horror de todo ello”. Es irónico que un comentario de Clay juzgue ese rasgo crítico de Menos que cero como “sorprendentemente conservador pese a su aparente inmoralidad”. A estas alturas, Ellis pretendería transmitir así, a través de su manipulable marioneta narrativa, su resistencia a asumir sin ambigüedad el papel de moralista contemporáneo que algunos críticos se empeñan aún en atribuirle.
Esa fórmula infalible (glamour + horror) es la más perfecta descripción de la mercancía literaria de marca “Ellis” y vale lo mismo para este dúo de novelas que para su magistral trilogía anterior (American Psycho, Glamourama y Lunar Park). En este caso, el glamour de la historia lo pone, en primer lugar, una bella actriz principiante llamada Rain Turner que, pese a su incompetencia artística, llega a obsesionar a Clay hasta la locura. Y además las fiestas interminables donde ese mundo de lujo y voluptuosidad se exhibe en su plenitud, con actores y actrices de una mórbida delgadez que se prostituyen sin problemas a la espera de que sus carreras arranquen de una vez, productores voraces, camellos ambiciosos, mafiosos inversores, directores ególatras y guionistas despreciables. De hecho, el psicodrama de sus relaciones fatales con la rubia Rain acaba para Clay, como en un remake imprevisto de Le Mépris de Godard, con una sentencia cruel que le revela la verdad de su carencia de poder y su insignificancia en el mecanismo hollywoodiense y la imposibilidad de su amor: “Porque tú solo eres el escritor”.
Como ya pasaba en Lunar Park, el horror de la historia procede tanto de ese descubrimiento traumático que reduce a menos que cero la importancia social del narrador como de la conspiración paranoica que lo prefigura, con sus tramas criminales, persecuciones automovilísticas, mensajes amenazantes y vigilancia doméstica, como un escenario mental patológico. Con todo, los asesinatos y los secuestros y las torturas abundan en ese mundo sofisticado donde, como sabemos, la violencia extrema es el negocio y el espectáculo por otros medios.
A cualquiera que, antes o después de leer Suites imperiales, haya visto la cinta inédita The informers, donde Ellis era el guionista que adaptaba su homónima serie de relatos y actuaba además de productor ejecutivo, no se le escaparán las relaciones perturbadoras entre la realidad y la ficción. Suites imperiales no existiría quizá si Ellis no hubiera escrito y producido con anterioridad esa película parcialmente fallida. Cabe sospechar incluso que detrás del espejismo de belleza de la actriz imaginaria Rain Turner (inequívoco homenaje nominal a la femme fatale Kathleen Turner de Fuego en el cuerpo) se oculte la vertiginosa sima real de la fascinante Amber Heard (ver foto), fan declarada de Ellis.
En este bucle de la ficción consigo misma y con la realidad inmediata, enlazando su primera novela con las experiencias cinematográficas más recientes e intensas de la vida de su autor, vuelve Ellis a ratificar su condición de gran novelista de nuestro mediagénico tiempo.