Se
cumplieron en febrero cuarenta años de la muerte de Julio Cortázar y hoy se
cumplen ciento diez años de su nacimiento y, más allá de lo banal de las
efemérides, lo cierto es que sus cuentos, la parte de su obra que se cifra en
textos que reinventan el género del cuento y lo transforman en relato, siguen
fascinándonos e intrigándonos como la primera vez. No es fácil explicar esta
persistencia en el efecto de sorpresa y turbación que suscita la lectura de un
relato logrado de Cortázar. En las mil doscientas páginas que acogen la
producción completa de sus ficciones breves abundan las piezas maestras y
también las tentativas primerizas o fallidas, pero en todas ellas se percibe la
mano del maestro fabulador, el toque singular de su escritura emparejado a una
visión del mundo y la vida no menos singular.
Pero hoy no nos sorprende de
Cortázar solo la calidad de sus relatos, encarnación profunda de la ficción
entendida como correlato de la vida moderna, sino la cantidad. Más de un
centenar de relatos escritos por Cortázar, variando los modos de dicción y
ficción, para declinar los entresijos reales e irreales de la existencia humana
en el siglo XX. Por ser un gran cronista de la irrealidad moderna, Michael Wood
lo consideró, en una reseña para el New York Times, “uno de los mejores
cuentistas del siglo” en cualquier lengua o tradición.
Cortázar fue un autor concienzudo y no se
precipitó a publicar de un modo vanidoso los trabajos de su ingenio creativo.
De esta forma, aunque los especialistas puedan celebrar con razón la
recuperación de numerosos relatos inéditos que el autor no se atrevió a
publicar por timidez o por un sentido de la excelencia literaria demasiado
exigente, hay que reconocer que las colecciones publicadas en vida dan bastante
sustento a los lectores cómplices. La fórmula de un relato logrado de Cortázar
parte siempre de una situación cotidiana y hasta convencional que se ve
perturbada gradualmente por la irrupción de un fenómeno fantástico o una
experiencia inclasificable, mental o real, la diferencia es irrelevante, que la
altera o la transforma de manera definitiva, con narradores que son siempre
partícipes afectivos de la historia contada, o del modo subjetivo de dar cuenta
del desarrollo inquietante de la misma. Nada mejor para explicar la importancia
de los relatos de Cortázar que destacar aquellos que fueron marcando, durante
cuatro décadas, la evolución del poder de su autor para provocar(se) exorcismos
narrativos de sus demonios íntimos hasta el agotamiento final del juego.
En el primer volumen de sus Cuentos completos, se recoge el libro (Bestiario)
que puso a Cortázar en el mapa hispano de las ficciones más innovadoras de su
tiempo. Si se piensa que Borges fue el asombrado primer lector de “Casa
tomada”, como editor de la revista donde se publicó en 1951 por primera vez
este relato inaugural, se puede calibrar la originalidad de este cuento moderno
de fantasmas que renueva la tradición de Henry James. En este mismo libro
aparecen algunas de las muestras más brillantes del estilo ya maduro de
Cortázar: “Carta a una señorita de París”, con los conejos blancos que brotan
de la boca del protagonista como pulsión destructiva del pulcro apartamento
parisino en que se aloja, “Circe”, promiscuidad con cucarachas y represión
sexual femenina, “Lejana”, sobre el intercambio de papeles entre una actriz de
renombre y su doble mendiga, o el fabuloso relato que da título al conjunto,
donde el tigre que merodea por la casa y los niños que juegan con hormigas en
el terrario confirman el diagnóstico freudiano sobre la familia burguesa.
El libro Las armas secretas incluye dos de
los relatos más reconocidos de Cortázar. “Las babas del diablo”, célebre porque
Antonioni lo adaptó con enormes licencias en su notoria película “Blow-Up”,
sobre un fotógrafo que se enfrenta a los límites de su técnica o su arte en
relación con los espejismos de la mente y la realidad, y “El perseguidor”,
memorable homenaje de Cortázar a su gran pasión musical, el jazz, y a la personalidad
transgresora de creadores irrepetibles como Charlie Parker.
Final del juego es un libro de relatos
que se sitúa en la encrucijada de la obra cortazariana: la primera edición es
de 1956 e incluía nueve cuentos, y la segunda, integrada por dieciocho cuentos,
de 1964, justo después del estallido literario de Rayuela. Nadie que quiera
comprender los secretos más turbios de la literatura y la imaginación debería
perderse “Axolotl”, sobre la fascinación de un personaje con los enigmáticos
animales que habitan en un acuario parisino, y “La noche boca arriba”, en el
que la vivencia de un accidente de moto se transforma, mediante procedimientos
fantásticos, en la recuperación de una experiencia sacrificial en la América
precolombina. En la segunda edición añadió, entre otros, “Continuidad de los
parques”, texto fundacional de una visión crítica del conformismo del mundo y
la literatura.
Los años sesenta son los años del esplendor
novelístico de Cortázar y hasta 1966 no publica su nueva colección, Todos
los fuegos, el fuego, ocho cuentos magníficos entre los que se cuentan
algunos de los más asombrosos y desconcertantes de toda su producción y los más
comprometidos con el impulso revolucionario: “La autopista del sur”, sobre un
atasco en una autopista que se transforma en utopía posible o imposible; “La
isla al mediodía”, sobre un azafato aéreo que sueña con una vida paradisíaca en
una isla griega; “Instrucciones para John Howell”, una alegoría opresiva y angustiosa
sobre el teatro y las conspiraciones del poder político tras el escenario de la
realidad; o el fascinante relato que da título al conjunto, donde se combina
una experiencia amorosa contemporánea con una extraña reminiscencia sobre un
circo romano, con gladiadores y reciarios, conectadas al final por un incendio
fatídico.
Ya en los setenta, Octaedro y Alguien
que anda por ahí agudizan las fases del compromiso político de Cortázar
con los procesos revolucionarios de su tiempo, pero aún producen muestras
memorables de su talento en los que sus recursos para lo fantástico se aplican
a contextos cada vez más problemáticos, e incluyen ejemplos magistrales como
“Apocalipsis en Solentiname”, reinvención del uso narrativo de la fotografía
para revelar el horror y la injusticia social, o “Reunión con un círculo rojo”,
un cuento de vampiros moderno que admite una interpretación política.
En los años ochenta, Cortázar recupera el brío
creativo y publica dos colecciones dignas de su obra anterior. Queremos
tanto a Glenda recopila algunos de sus relatos más ambiciosos, como el
que le da título, sobre la fascinación fanática y peligrosa por la estrella de
cine, prefiguración del fandom contemporáneo;
“Clone”, un relato polifónico sobre la música de Gesualdo y la cultura del
feminicidio; o “Anillo de Moebius”, de construcción tan compleja como el
anterior, sobre la violencia sexual y el amor (im)posible entre hombres y
mujeres. Su último libro, Deshoras, incluye “Botella al mar”,
un paradójico epílogo a “Queremos tanto a Glenda” en el que la realidad
desmiente y confirma al mismo tiempo a la ficción, y “Satarsa”, uno de sus más
extraños y perturbadores relatos, sobre cazadores de ratas gigantes y
palíndromos narrativos y existenciales.