lunes, 8 de mayo de 2023

UNA VIDA DIVINA (PHILIPPE SOLLERS)


         Con ocasión de la muerte de Philippe Sollers recupero este ensayo, incluido en un libro futuro titulado Batallas de amor, y que aspira a retratar a Sollers a partir de la imagen singular que producen sus Memorias, publicadas en francés en 2007. Entre Sollers y yo ha habido, a lo largo del tiempo, tantas afinidades como diferencias. Cuando en enero de 2014 se publicó Karnaval en francés, novela en la que aparecía como uno de los personajes del documental ficticio que escinde el libro en dos mitades asimétricas, me criticó amablemente en una columna de prensa por no entender el verdadero sentido de la palabra “libertino”. Yo creo que no me perdonaba, en el fondo, que le hiciera decir en la novela que había compartido orgías con DSK, violador consumado y falso libertino. En este texto digo todo lo que pienso de bueno sobre él, más allá del bien y del mal, como quería el maestro… 

[Philippe Sollers, Una verdadera novela. Memorias, Mauro Armiño (trad.), Páginas de Espuma, Madrid, 2008, págs. 430] 

La primera condición para escribir unas buenas Memorias es haber tenido una vida incomparable. Una vida digna de ser vivida, una y otra vez, en la experiencia y en el recuerdo. No es el caso de muchos memorialistas, simples cronistas de la rutina y la nimiedad, pero sí de Philippe Sollers (1936-2023), cuya vida, digan lo que digan sus enemigos, es más que memorable y merece repetirse al infinito, como él mismo propugna, siguiendo la estela del círculo vicioso, el eterno retorno nietzscheano. (Por otra parte, conviene recordar que L´Infini es el nombre de la revista que Sollers fundó y dirigió en Gallimard desde 1982, llamada así en homenaje al libro erótico destruido y luego recuperado de Louis Aragon (La Défense de l’infini; 1923-1927/1997), y que sucedió a la desaparición de Tel Quel.)

Sollers siempre ha escrito novelas donde la fuerte presencia de lo autobiográfico marcaba sus peripecias con el sello de la subjetividad de su autor. Era hasta cierto punto lógico que al escribir sus memorias quisiera atribuirles, con notable ironía, la condición de novela, aunque los acontecimientos de la vida de Sollers no necesiten ser contados recurriendo a las categorías de la ficción, incluso en un contexto cultural donde el exceso de autoficciones y ficciones biográficas apenas si encubre la homogeneización de los modos de vida y la ramplonería del concepto de ficción vigente.

En este sentido, Sollers tiene la gran ventaja de partir de la biografía de un sujeto de nombre seudónimo (su verdadero apellido es Joyaux), es decir, de una plataforma narrativa ya definida por la ficción del yo. Quizá sea ésa la mayor limitación de su literatura, pero también es ahí donde se fundaría su grandeza. Una de las grandes originalidades de este libro radica en su atrevimiento. No podía ser menos si tenemos en cuenta que para justificar la existencia del mismo Sollers se remonta hasta el Big Bang: “Me concederéis que insistir en escribir unas Memorias en estas condiciones”, refiriéndose a las asombrosas características del cosmos descrito por los científicos, “responde a lo novelesco integral” (ibid., p. 297). Quizá por esto también se trata de un libro escrito con una discreción y una sutileza, una elegancia y un refinamiento singulares.

Es un placer leer a Sollers cuando escribe sobre los temas que más le apasionan: el siglo dieciocho francés, con su corte de libertinos y libertinas, sus fiestas galantes y sus fulgores carnales; las aventuras literarias del siglo XX, en las que ha participado como adalid, miembro destacado de la vanguardia europea; la gran literatura y la gran pintura de la historia europea; su complicidad con grandes figuras como el semiólogo Roland Barthes y el psicoanalista Jacques Lacan, sus ciudades (Venecia, París o Nueva York) o sus escritores de elección (Voltaire, Baudelaire, Rimbaud, Sade, Céline, Proust, entre otros). También fascinan los fogonazos de su incisiva inteligencia al comentar la política del siglo pasado y del presente, con opiniones de una lucidez aplastante. A Sollers lo odia mucha gente, en la extrema derecha y en la extrema izquierda, en el centro con tendencia diestra y en el centro con tendencia siniestra. No puede pensar mal alguien que molesta a todas las facciones del espectro con su insobornable independencia y autonomía de juicio. Y es que Sollers, que cometió algunos errores estratégicos en el pasado (¿un burgués maoísta y revolucionario? Pecados de juventud, como suele decirse) es un superviviente de las guerras ideológicas del pasado y, por tanto, un inmejorable observador de la farsa institucionalizada del presente (a la que su amigo y maestro Guy Debord denominó la “sociedad del espectáculo” y Sollers, sin quitarle la razón, prefiere llamar “desmundo” al “Espectáculo”; ibid., p. 300).

Sin embargo, el territorio exclusivo donde da más placer aventurarse con este Casanova del siglo de la X doble (“la vida paralela, la vida verdaderamente libre, el amor libre, tienen su dios singular. Sequere deum, dice la divisa de Casanova”; ibid., p. 121) es cuando escribe, con gran desparpajo y sensibilidad, sobre su gran debilidad y su gran fuerza, las mujeres. De las mujeres más importantes de su vida, según las épocas: su madre Marcelle y su tía Laure (“Deseé vivamente a mi madre y a mi tía”; ibid., p. 29), la joven vasca refugiada, Eugénie, con la que descubrió el amor físico y la ternura de los marginados. Y luego la novelista belga Dominique Rolin, su gran amor juvenil, y la prestigiosa escritora y psicoanalista Julia Kristeva, su esposa y compañera de viaje de tantas aventuras intelectuales. Sin identificarlas, como no podía ser de otro modo en un escritor discreto como él, también escribe anécdotas confidenciales sobre otras mujeres con las que ha vivido intensos amoríos, romances episódicos que marcan las páginas de sus novelas con una estela sexual y sentimental inigualable entre los contemporáneos (“He reunido muchas complicidades femeninas en mis aventuras. Aparecen contadas en mis novelas, de forma más o menos traspuesta”; ibid., p. 127).

Admirable escritor este Sollers. Después de liderar la última vanguardia literaria de que se tenga noticia, el grupo Tel Quel, durante los años sesenta y setenta, y de haber capitaneado la gran renovación europea del género con experimentos que, sin embargo, nunca estuvieron a la altura de los presupuestos teóricos y filosóficos con que se quiso arroparlos, su novelística dio un salto cuántico a partir de Mujeres (1983), donde abandona el corsé abstracto que comprimía su talento y da rienda suelta a una visión tan penetrante como cáustica del mundo contemporáneo. A partir de esta novela magistral, que se ganó la admiración de Philip Roth, Sollers comenzó a practicar una concepción narrativa relativamente más accesible en cuanto a formatos y estilo, pero en la que seguía inoculando el mismo discurso intransigente de los ensayos y artículos que prodigaba también con metódica puntualidad (“El Arte sin el Sexo no es el Arte, pero el Sexo sin el Arte no es el Sexo”; ibid., p. 195). Y es que Sollers, además de un novelista provocativo e innovador, es una de las grandes cabezas pensantes de la tradición francesa que se remonta a Rabelais y Montaigne y, pasando por los ilustrados más ilustres, Voltaire y Diderot, se va diluyendo en el siglo XX hasta hacerse irreconocible. Une vie divine (2006), consagrada a la figura de ese intempestivo supremo que fue Nietzsche, otro gran libertador moral como Sade, es tal vez la novela europea más original de la primera década del nuevo siglo, al atreverse a mantener en el foco de la ficción a un Nietzsche ventrílocuo que habla como Sollers, y viceversa, y vive instalado en París entre modelos hermosas y mundanas y la necedad espectacular. Como declara Sollers en estas Memorias; “para mí, el gran liberador e inspirador habrá sido, y sigue siendo, Nietzsche” (ibid., p. 313).

El propósito último de este libro es nietzscheano y responde a la necesidad íntima de Sollers de “verificar si he tenido razón viviendo como he vivido”. O como escribió con anterioridad: “ha sonado la campana del Tiempo, y ese es el momento natural de preguntarse si uno ha vivido como tenía que hacerlo, y si, eterno retorno, le gustaría revivir de la misma forma para siempre” (ibid., p. 303). En Venecia, bajo la influencia de Venus, Sollers recibe una respuesta afirmativa. Como viera Nietzsche, mentor supremo, y reitera Sollers, la vida solo merece ser vivida si uno llega a desear que cada instante de la misma se repita siempre sin cesar. El eterno retorno de Philippe Sollers se cifra en un deseo de revivirlo todo, esta máxima voluntad de poder realizada a través de la “reanudación”: así se llama el capítulo que sirve de apoteosis o (auto)endiosamiento a Sollers y precede, no por casualidad, al capítulo sobre Nietzsche (ibid., pp. 303-311). Esta reanudación perpetua es enunciada en todas y cada una de las páginas de estas Memorias irrepetibles como una expresión afirmativa de sí mismo: “Quiero llevar luego al mismo tiempo una vida amorosa, una vida depravada, y una vida de literatura de vanguardia” (ibid., p. 307).

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