miércoles, 22 de febrero de 2023

LITERATURA TOTAL (1)


  [Cormac McCarthy, El pasajero, Random House, trad.: Luis Murillo Fort, 2022, págs. 620] 

[Lovecraft nació en Providence, Rhode Island, Estados Unidos. Cormac McCarthy también. Lovecraft consagró su literatura a demostrar el horror y la insignificancia de la existencia humana en el espaciotiempo del cosmos. McCarthy también. Lovecraft recibió la influencia de Schopenhauer. McCarthy también. Lovecraft se interesó en la ciencia como método para rebasar los límites cognitivos de la racionalidad humana y ofrecer una perspectiva inhumana, desde el otro lado del espejo, sobre la vida humana. McCarthy también. Lovecraft escribió ficciones fantásticas, maravillosas, oníricas y de terror. McCarthy tampoco. El específico literario de McCarthy se compone a partes iguales, al menos en las cumbres recientes que representan El pasajero y Stella Maris, novelas comunicantes, de realismo gótico sureño actualizado, con su carga lírica y metafísica, y metalenguaje filosófico y científico…] 

          Dieciséis años de silencio después de “La carretera” (2006) no se explican solo por la necesidad de tomarse un respiro tras describir el apocalipsis de una civilización. En esa novela anterior se vislumbraba la posibilidad de un reinicio para la especie, a pesar del pesimismo metafísico de fondo. Lo obvio en esa novela, como en “No es país para viejos” (2005), era la resignación fatídica de McCarthy a las hechuras de un mundo ininteligible para la cultura humanista y absurdo desde un punto de vista moral.

En este grandioso regreso al arte de la novela, McCarthy no demuestra que haya encontrado respuestas a las múltiples preguntas sobre la realidad que su literatura ha suscitado a lo largo de las décadas. Más bien al contrario. McCarthy ha dejado de formular preguntas retóricas, o expresar dudas e incertidumbres con elocuencia, y ha empezado a explorar el más allá del lenguaje y el conocimiento al que da acceso la ciencia y, en especial, la física cuántica y las matemáticas más avanzadas. Esta nueva complejidad del punto de vista y el diseño narrativo, emparentados con las pretensiones teóricas y el estilo de Hermann Broch, quizá explique que el resultado venga por partida doble: un díptico novelesco, dos novelas comunicantes, la versión masculina y la versión femenina, por así decir, de la misma historia de amor entre una pareja de hermanos que encarnarían las dos vertientes del espíritu humano. Eso es lo que son, en el fondo, “El pasajero” y “Stella Maris”, publicadas en Estados Unidos en libros independientes y en España en un volumen único.

 “El pasajero” incorpora destellos de la personalidad extraordinaria de Alicia Western, protagonista de la segunda novela y hermana del protagonista de la primera, Bobby Western, que siente por ella un amor que no es de este mundo, lugar donde es imposible que ese amor culpable se realice con plenitud, incluso bajo la máscara de la transgresión, por más que sea compartido por ambos hermanos a la sombra del padre muerto. La estructura de la novela invita a considerarla mucho más que una trama narrativa trufada de episodios inconexos y diálogos jugosos sobre lo divino y lo humano. Los diez capítulos que la forman permiten entenderla como una composición musical y un razonamiento filosófico de un rigor matemático incuestionable para celebrar el fracaso ontológico y la grandeza paradójica de la vida humana.

La novela se abre con un fragmento enigmático sobre el hallazgo en un paisaje nevado del cadáver de una joven suicida, luego se descubrirá que la muerta es Alicia, y cada capítulo, excepto el último, viene presidido por secciones en cursiva donde se describen las visiones grotescas que pueblan la mente esquizofrénica de Alicia, con el protagonismo estelar de un monstruoso personaje llamado “El Chico”, líder de la banda de súcubos mentales que la asedian, como ella dice, para mantenerla ocupada e impedirle descubrir la verdad.

En la parte de Bobby se nos cuenta, forzando la línea narrativa hasta desdibujarla, cómo este personaje de mente prodigiosa se las arregla para sobrevivir a la gravitación de la extraña figura paterna, un físico implicado en los experimentos atómicos que desembocaron en los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, y al amor prohibido hacia su genial hermana. Años después de la muerte de esta, Bobby trabaja como buzo profesional, enfrentándose al abismo y la oscuridad sin fondo, y en una de sus faenas submarinas en la costa de New Orleans, nada más comenzar la novela, descubre un pequeño avión sumergido con los pasajeros y la tripulación muertos en el interior. Las evidencias de la catástrofe despiertan sus sospechas y, sin embargo, McCarthy demuestra su ingenio narrativo al rehuir las trampas convencionales de la novela policial de género conspiranoico (o de enredados thrillers mafiosos como No es país para viejos o El consejero) para transformar esta anécdota intrigante en un puro pretexto, un punto de ruptura a partir del cual Bobby emprende la línea de fuga que lo alejará para siempre del territorio de una América en decadencia casi total. 


Posdata: Este es el texto de la reseña (La danza de la muerte) que escribí en junio de 2007 sobre No es país para viejos (Mondadori, trad.: Luis Murillo Fort, 2006): 

Ahora que los hermanos Coen han adaptado esta espléndida novela, es una buena ocasión para fijar algunas nociones sobre la literatura de Cormac McCarthy (1933), un autor fundamental no demasiado conocido todavía en nuestro país. La obra maestra absoluta de McCarthy, y una de las grandes novelas norteamericanas del siglo XX, es Meridiano de sangre (1985), un “western” apocalíptico donde McCarthy restituye a la crónica verbal de la conquista del espacio americano la violencia bíblica y shakesperiana que correspondía desde siempre a esa gesta sanguinaria.

En esta novela hiperviolenta, la penúltima de las suyas, se cuenta una historia bastante simple que parecería competir, en lo formal, con las tramas de la novela policiaca de última generación (Elmore Leonard o James Ellroy, entre otros) y, sin embargo, se atiene a los protocolos morales del relato bíblico, como sus precursores Melville y Faulkner, con un “fruto prohibido” (dos millones y medio de dólares) como objeto de tentación para una ingenua pareja (Llewelyn Moss, veterano de Vietnam y cazador aficionado, y su jovencísima mujer, Carla Jean, involucrada sin pretenderlo en la masacre en curso).

Moss encuentra el maletín millonario en el desierto tejano entre los restos de una carnicería autodestructiva protagonizada por dos bandas rivales de narcotraficantes. El dinero, agente corruptor universal, va a alterar su vida para siempre y la de los que le rodean. Más bien, lo que les queda de vida a todos. Pues la aciaga apropiación desata una persecución mortal en la que participan los sicarios de los dueños del dinero y la droga, ocultos en sus rascacielos y oficinas corporativas, pero también el ángel exterminador de la novela, Anton Chigurh, un asesino implacable que parece salido directamente del infierno o, en su defecto, de una pesadilla puritana. El “profeta viviente de la destrucción”, como lo califica su antagonista, el sheriff Bell, un apesadumbrado agente del bien que se comporta como un inútil en el combate contra el mal, y es finalmente derrotado por éste, aunque la derrota sólo suponga retirarse de la profesión y salvar así el pellejo, no habiendo podido frenar la matanza.

Como casi todas sus novelas, “No es país para viejos” se ambienta en el sudoeste americano, pero en ésta, otra de sus cumbres artísticas, McCarthy ha prescindido de una de sus armas más efectivas, la descripción poética del paisaje y la naturaleza que envuelven con su belleza inhumana y salvaje la existencia de sus protagonistas; y ha potenciado, en cambio, la acción y el diálogo, construyendo una narración elíptica que describe con meticulosa obsesión cada gesto o movimiento de los personajes, o cada intercambio expresivo entre ellos, con objeto de centrarla al modo cinematográfico en lo esencial de unas vidas que se cruzan por azar en una danza de destrucción y muerte.

No obstante, el efecto final del recurso a este despojamiento estilístico y a esta sustracción narrativa consiste en favorecer una lectura parabólica de la historia. Una fábula funesta, desarrollada en trece capítulos, sobre la impotencia de la ley en el mundo, la debilidad ontológica del bien, la omnipresencia de la violencia, la corrupción y la destrucción, y el triunfo permanente del mal. No pocos críticos han señalado en esta novela un posible retorno a los presupuestos gnósticos de Meridiano de sangre. De hecho, en la voz del sheriff Bell, expuesta en los monólogos desmoralizados que encabezan cada capítulo, cabe identificar algunos rasgos del ideario de McCarthy, una suerte de resignación fatídica ante la degradación del mundo, de pesimismo desengañado sobre la condición humana, de cansancio metafísico ante la naturaleza maligna del universo.

En todo caso, en las últimas páginas de esta novela terminal se anuncia la inminencia del apocalipsis que la siguiente novela de su autor (“La carretera”, ganadora del premio Pulitzer 2007, se publicará en septiembre en español) aborda literalmente como fin de los tiempos y nuevo comienzo en medio de la devastación más terrible. Como si el mundo narrativo de McCarthy, tras agotar el catálogo del horror y el absurdo de la historia, necesitara regresar al origen. Diseñar otro Génesis para la especie. 

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