martes, 30 de noviembre de 2021

FELICIDAD

 

 [Aldous Huxley, Un mundo feliz, Debolsillo, trad.: Ramón Hernández, 2021, págs. 255] 

¿Qué es la felicidad? ¿En qué consiste? ¿Qué sería un mundo regido por el más alto ideal de la felicidad? En las páginas finales de esta memorable novela, de lectura obligatoria en el siglo XXI, aparece Mustafá Mond, uno de los líderes de este nuevo mundo enfocado a la felicidad, para explicarle al trío de disidentes que la protagonizan el fundamento esencial del mismo: “La felicidad es un patrón muy duro, especialmente la felicidad de los demás…siempre que las masas alcanzaban el poder político lo que importaba era más la felicidad que la verdad y la belleza”. Huxley comienza a escribir "Un mundo feliz" bajo los alarmantes signos del nazismo, pero también bajo los publicitarios anuncios de la radiante sociedad americana que se erigía en modelo alternativo a la colectivización comunista o fascista.

Es un error leer esta ingeniosa novela sobre un mundo futuro gobernado por élites eugenésicas, tecnologías vanguardistas y una racionalización totalitaria de la vida en sintonía con la intensificación de los placeres más refinados, comparándola con distopías políticas como “Nosotros” (Zamiatin) o “1984” (Orwell). La portentosa inteligencia de Huxley, literaria, filosófica y científica a partes iguales, y su formidable intuición histórica, le permitieron culminar el género utópico bajo los rasgos de una sátira del mundo moderno. Es la modernidad, su ideario y sus energías, sus mecanismos de organización sistemática de la realidad y su ideología o mitología complementaria, lo que Huxley estaría cuestionando con todo lo que hay en ella de fascinante novedad cultural y siniestra prefiguración de un porvenir deshumanizado.

El mundo feliz imaginado por Huxley es personificado por Lenina Crowne, una alta empleada de la factoría de producción de seres humanos, que sintetiza en sus atributos de belleza y atractivo, moda vestimentaria, cuidado corporal, promiscuidad sexual y optimismo mundano, los cambios que la cultura de las primeras décadas del siglo XX estaba decantando en la conducta y mentalidad de las mujeres. Mientras que los antagonistas del sistema, encarnados por Bernard Marx y Helmholtz Watson, representarían una variante tibia y gris de disidencia moral e intelectual, siempre a punto de claudicar ante los indudables encantos del mundo en que viven a disgusto, antes de verse exiliados en una isla remota para mentes privilegiadas incapaces de adaptarse a la vida colectiva. Por no hablar del “salvaje” John, ese ingenuo volteriano, procedente de una reserva india mexicana, que no consigue aceptar la vitalidad desinhibida del mundo novísimo y acaba viviendo en un faro como un sociópata y suicidándose hostigado por el morbo de periodistas y curiosos.

La abolición de la pareja reproductora y la familia nuclear freudiana, junto con la producción científica de seres humanos longevos, como en una factoría de automóviles Ford, gran deidad del tiempo futuro, divididos en castas en función de su utilidad social y laboral y nombrados con las letras del alfabeto griego (Alpha, Beta, Gamma, Épsilon, etc.), son algunos de los componentes de ese mundo revolucionario en el que la promiscuidad sexual es la ley. Pero Huxley, además, emplea la ficción para extremar tecnologías que ya despuntaban entonces como promesas futuristas: el cine sensorial, donde el espectador comparte experiencias nerviosas con los actores de la pantalla; la televisión planetaria; la navegación aérea por el cielo urbano, como en “Metrópolis” (Lang); el control de la farmacología (el “soma”) sobre los estados anímicos de la población; etc.

Más que un régimen político interesado en la represión u opresión de sus súbditos, “Un mundo feliz” anticipa el hedonismo banal de la sociedad de consumo y el espectáculo de masas que surgirían en Occidente tras la segunda guerra mundial. El absoluto acierto de Huxley, más allá de las profecías realizadas o no, consistiría, como dice Adam Roberts, en haber sabido describir una distopía como una utopía materialista. Es por ello un texto de inquietante ambigüedad.

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