martes, 18 de diciembre de 2018

CUENTO FILOSÓFICO


[Voltaire, Cándido, Blackie Books, ilustraciones: Quentin Blake, trad.: Carlos Pujol, 2018, págs. 211]

            Antes de nada, una pregunta pertinente. ¿Qué hay en una novela dieciochesca que la hace tan atractiva? ¿Qué espíritu la alienta que se preserva siglos después? No es una pregunta baladí. El siglo XVIII es un período literario admirable (incluso en la lejana China, donde brilla con luz prodigiosa el "Sueño en el aposento rojo" de Cao Xueqin). El romanticismo y el realismo echaron encima de la novela una pesadez insoportable que hemos tardado mucho en aligerar, sin eliminarla nunca del todo. De ahí la fascinación con la narrativa de una época donde el humor y la seriedad, la frivolidad y la gravedad, la picardía erótica y la lucidez moral, la diversión y la filosofía, compartían las páginas de una novela sin estorbarse. Pensemos en Fielding, Diderot, Swift, Sade, Sterne y Laclos. O lo que es lo mismo: en “Tom Jones”, “Santiago el fatalista”, “Los viajes de Gulliver”, “Historia de Julieta”, “Tristram Shandy” o “Las relaciones peligrosas”. Solo con estas obras maestras tendríamos suficiente para comprender las virtudes estéticas e intelectuales de aquel siglo luminoso por el que muchos escritores (Barth, Pynchon, Kundera, Cabrera Infante, Cunqueiro, entre otros) sintieron en pleno siglo XX una añoranza artística.
“Cándido” (1759) pertenece a este canon selecto de novelas irónicas, escépticas y antiidealistas que  engendra el “Quijote”. El viejo rabelesiano Voltaire escribió “Cándido” en tres días, agitado por una fiebre creativa álgida, y esa velocidad de vértigo que impuso a la escritura del artefacto, como señaló Italo Calvino, es una de sus cualidades más perdurables. Una trama narrativa que comienza en Westfalia y acaba en Estambul, pero que a lo largo de su acelerada historia viaja por territorios reales de Portugal, España, América del Sur, Francia, Inglaterra, Italia o Turquía, entre otros, y fantásticos como la utopía de Eldorado, se propone cartografiar un mapa cognitivo de su tiempo. Representar una imagen del mundo coetáneo empleando, como coordenadas, los horrores y absurdos, las injusticias, la violencia, las desgracias y sufrimientos, la maldad y la estupidez humanas, en suma. Es, por tanto, un mapa terrestre hecho con valores ilustrados.
En los años setenta, Calvino sostenía que la intención filosófica del relato era menos importante que el virtuosismo de su composición. Hoy, sin dejar de admirar la ingeniosa técnica con la que Voltaire logra encadenar a ritmo endiablado los múltiples episodios de la trama, los encuentros y desencuentros, situaciones equívocas, discusiones bizantinas y peripecias grotescas donde siempre se impone una versión disparatada o ridícula de la realidad, lo que nos seduce es el poder de totalización narrativa, su capacidad para sintetizar una visión global del mundo en una ficción tan sincopada como caprichosa. El motor explosivo de la acción novelesca es un debate entre filosofías antagónicas, el optimismo metafísico y el maniqueísmo gnóstico: o el mundo es el mejor de los mundos posibles, como sostenía Leibniz, o el mundo es así, maligno y destructivo, porque no puede ser de otro modo. Ambas visiones se personifican en sendos filósofos que tutelan el alma cándida del protagonista durante el cómico periplo: el Doctor Pangloss, optimista vocacional, y el sabio Martín, pesimista ontológico.
Como cervantino excelso, Voltaire permite que estas perspectivas adversas tengan voz en la polifonía de la novela y se enfrenten entre sí, o con creencias religiosas como el cristianismo y el islam, con objeto de evidenciar su inutilidad manifiesta. Cuando al final Cándido parece haber aprendido que la mejor actitud en el peor de los mundos posibles consiste en ocuparse de sus propios asuntos y despreocuparse del mundo (“hay que cultivar su jardín”), no debemos creer que esa es la moraleja cínica de la novela, su conclusión pragmática. Al contrario. El racionalista Voltaire se burla de la necesidad humana de juzgar la vida con categorías dogmáticas. Es tiempo de recuperar el espíritu risueño de Voltaire.

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