viernes, 13 de abril de 2018

EL MIRÓN MISÁNTROPO



[Gay Talese, El motel del voyeur, Debolsillo, trad.: Damià Alou, 2018, págs. 232]

Mi voyeurismo ha contribuido enormemente a convertirme en un pesimista, y detesto ese condicionamiento de mi alma…Si nuestra sociedad tuviera la oportunidad de ser voyeur por un día, abordaría la vida de manera muy distinta a como lo hace ahora.

-Gerald Foos, Diario del voyeur-


Es posible que la realidad supere a la ficción, como suelen decir todos los que sostienen un sospechoso interés en que una categoría prevalezca sobre la otra, como si las ficciones que nos contamos y contamos a los demás no tuvieran influencia sobre el escenario de la realidad en que nos desenvolvemos a diario. Es posible, por tanto, que en algunos casos las ficciones que construyen la realidad se muestren mucho más sugestivas que las ficciones que hallamos en los libros, las películas o la televisión. Unas son ficciones en sentido estricto y las otras, las del arte y el lenguaje, son metaficciones, ficciones sobre la condición de ficción de todo cuanto rodea a la vida humana en cualquiera de sus expresiones o manifestaciones.
El problema es que la realidad suele ocultarse tras una pantalla de secretos y tabúes que solo la ficción puede penetrar a conciencia. La figura singular del voyeur, protagonista de este extraordinario libro del gran escritor y periodista Gay Talese, adquiere aquí una importancia trascendental. Un voyeur, es decir, un sujeto dominado por la pulsión escópica a quien interesa menos, como revelan las últimas páginas del libro, la respetabilidad hipócrita que la verdad desnuda. Esta crudeza real escandaliza al ojo intachable del puritano, siempre vigilante para prohibir o perseguir cualquier signo de goce, pero espolea a un observador de aguda inteligencia y sensibilidad como Talese. Con una complicación suplementaria nada baladí para el ojo del censor, sea este el del periodista escrupuloso o el del lector mojigato: si Talese, en esta morbosa historia, actúa en todo momento como el voyeur del voyeur (o voyeur al cuadrado), qué papel nos correspondería en el juego vicioso a nosotros sus lectores efectivos.
Estas reflexiones convierten en espuria la polémica suscitada por la aparición americana del libro, con las acusaciones de fabulación esgrimidas contra Gerald Foos, el voyeur dueño del motel Manor House, que llegaron a generar dudas en Talese sobre si rubricar o no una perversión tan sensacionalista con su prestigioso nombre. Es cierto que Gerald Foos, dada la confusión y la narración difusa de sus “diarios”, escritos en su mayor parte en tercera persona, podría haberse llamado Gerald Fuzzy y no hubiera pasado nada, pero cuando Talese recibió la carta inicial de este personaje carismático y lo visitó por primera vez en 1980 para corroborar que todo lo contado por escrito era cierto, debió de experimentar en todo el cuerpo y no solo en el cerebro la comezón insaciable que en los mejores novelistas suscita siempre una historia original.
No es frecuente que el propietario de un motel confiese que ha instalado en el techo de numerosas habitaciones de su establecimiento unas rejillas especiales desde las que espía a placer las actividades sexuales de sus clientes. Y tampoco lo es que un voyeur vocacional de esta envergadura, fascinado por el objeto de su deseo hasta el delirio onanista (cf. escena de sexo interracial, pág. 92), mantenga unos “diarios” donde recoja un relato exhaustivo de las experiencias vividas durante años en el ejercicio de su pasión de espectador adicto, y, en paralelo, elabore unas tablas de clasificación de los actos ordenados por categorías y niveles de competencia de sus actores, pensando que esa taxonomía del sexo constituye también una tarea de relevancia científica, al estilo del informe Kinsey o los trabajos coetáneos de Masters & Johnson.
Foos no es un perverso patológico y sus inteligentes opiniones enriquecen a menudo la narración con un punto de vista libertino sobre la sexualidad masculina y femenina. En el último encuentro con Talese, Foos es un septuagenario obeso y desengañado y un voyeur retirado que solo alimenta la libido retiniana, junto con su segunda esposa, Anita, consumiendo porno en un televisor de ochenta pulgadas. En la entrevista final, Foos confiesa a Talese que, comparado con su voyeurismo falsamente inocente, el nuevo voyeurismo de las cámaras del Gran Hermano gubernamental le parece una obscena exhibición paranoica al servicio de la vigilancia impersonal y no del placer individual y el conocimiento. Y el viejo periodista asiente con simpatía ante ese signo de inteligencia situacional, entendiendo que el “Voyeur más grande del mundo”, como se autodenomina en un pasaje de los “diarios”, se siente doblemente desfasado en una cultura que prescinde de los vicios del ojo humano para inspeccionar sin tapujos la vida de los ciudadanos.
Cualquiera que tuviera la sensibilidad cómplice y el hambre de realidad de Talese, aun percibiendo desde el principio las mistificaciones de Foos, se dejaría arrastrar, como hace el lector, por el método peligroso del voyeur para desvelar las grandezas y miserias del instinto sexual y las prácticas asociadas. Como documento histórico, el libro es de un valor incalculable, como crónica periodística es magistral, sin discusión, y como examen de la naturaleza humana es de una lucidez implacable y cegadora. Gracias a todo esto, más allá del escándalo fariseo, el nombre del mirón misántropo Gerald Foos quizá pase a ocupar un papel de epígono crepuscular en la larga lista de pequeños y grandes nombres de la historia de la revolución sexual del siglo XX, ya narrada por Talese con profusión y sagacidad en su espléndido libro “La mujer de tu prójimo”.
Tras ganar en Francia el provocativo premio Sade en 2017, “El motel del voyeur” se reedita ahora en bolsillo en una versión revisada por el autor.


POSDATA DOBLE: 1. Hay un magnífico relato de Edogawa Rampo que recuerda poderosamente a la anécdota del caso Foos contada por Talese como si fuera una novela experimental. Se trata de “The Stalker in the Attic” (1925; cito el título inglés y la fecha de publicación según los recoge The Edogawa Rampo Reader; Kurodahan Press, 2008), aunque aquí el giro es más criminal que sexual, pero la amarga misantropía del protagonista es similar. En la estupenda versión cinematográfica de Noboru Tanaka (Watcher in the Attic; 1976), donde se injerta en la trama la truculenta historia de otro relato memorable de Rampo (“The Human Chair”; 1925), prima el alto contenido erótico sobre la trama policial. Al fin y al cabo, es una película pinku, clasificada por su famosa productora (la compañía Nikkatsu) en su ardiente colección de Roman Porno. 2. La todopoderosa Netflix ha arruinado, con su anodino documental, la posibilidad de una adaptación de El motel del voyeur producida por Spielberg y dirigida por un director con tanta sensibilidad para lo mórbido como Sam Mendes, en el estilo de su debut American Beauty. De todos modos, por paradójico que parezca, el único director capaz de dar altura estética a las rigurosas taxonomías sexuales y las tórridas escenas de voyeurismo del libro de Talese sería el gran Peter Greenaway de los ochenta y noventa. O si acaso, el Brian de Palma más explosivo y vulgar de la misma época. Nos estamos quedando antiguos, no tenemos creadores de ficción audiovisual a la altura de los retos y desafíos del presente, o los tenemos maniatados por presupuestos insuficientes, taquillas hostiles, circulación limitada y difusión escasa, subvenciones vergonzosas y proyectos rechazados por productores medrosos. La cultura espectacular lo devora todo como un agujero negro y vamos a remolque con la lengua fuera, exhaustos y sin ideas propias. El hecho de que Netflix prefiriera la no ficción a la ficción para abordar el asunto, lavándose así las manos en el escándalo y la polémica, ya me parece significativo (continuará)

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