miércoles, 3 de mayo de 2017

HAMLET NONATO


[Ian McEwan, Cáscara de nuez, Anagrama, trad.: Jaime Zulaika, 2017, págs. 217]

La literatura británica actual vive un momento sorprendente. Entre las viejas glorias agotadas y las fieras aún por clasificar, emerge una innovadora fauna de escritores de mediana edad que se encuentran entre los más creativos de la literatura europea del momento. Pienso, desde luego, en las grandiosas fabulaciones de David Mitchell, la refinada polifonía multicultural de Zadie Smith, las vastas cartografías posmodernas de John Lanchester, la ficción híbrida de Tom McCarthy, el imaginativo historicismo lesbiano de Sarah Waters y la hilarante sátira kunderiana de Adam Thirlwell, pero también en las ingeniosas gamberradas de Stewart Home y Lars Iyer.


Cuando un novelista se divierte, todos los lectores deberían aplaudir. Y cuando el novelista, además, se divierte jugando a placer con una obra fundamental del canon literario occidental, los lectores deberían vitorear su nombre. Este es el caso de esta estupenda novela de McEwan, un jugador de élite en el competitivo mercado internacional de la literatura.
McEwan se apropia de “Hamlet”, el texto shakespiriano más sobrecargado de lecturas y connotaciones, para transformarlo en una comedia grotesca narrada por un feto infectado de verborrea y logomaquia, como su modelo teatral. McEwan manipula al muñeco que asiste a la peripecia novelesca desde una posición de privilegio biológico como un ventrílocuo con artes aprendidas del maravilloso mago de Avon.
No es el primer feto narrador de la historia de la literatura, aunque sí el primero que toma en cuenta las teorías más avanzadas sobre genética y neurociencia. Conviene recordar que el heterodoxo español Antonio Enríquez Gómez publicó en 1644 un libro satírico titulado “El siglo pitagórico”, donde la voz narrativa transmigraba al cuerpo en gestación de Don Gregorio Guadaña para relatar su vida con perspectiva picaresca. Y en 1992, Carlos Fuentes publicó “Cristóbal Nonato”, una de las novelas más inventivas del siglo XX, donde el feto omnisciente era capaz de abarcar todos los tiempos de la historia mexicana y de sus aventureros padres antes de nacer y sumirse en la amnesia absoluta.
El año Shakespeare amenazaba con ser una conmemoración soporífera, plagada de vacuidad y tópicos, y McEwan se sacó de la chistera del ingenio esta perversión de “Hamlet”. Un “Hamlet” pensado para la era del caos, como querría Bloom: una novela inteligente refinada por la ironía, la misantropía y el humor negro y nutrida por el conocimiento íntimo de la profunda sordidez de la condición humana.
Ya no creemos en dioses ni reyes y la vida se ha sumido, mediando la televisión y las redes sociales, en el reino de la vulgaridad. En ese mundo de triunfante mediocridad, como declara el feto narrador, quizá no merezca la pena nacer salvo para vengar la muerte del padre, un atolondrado poeta londinense con psoriasis, una vez que conoces los pormenores criminales en que se funda la realidad. El severo juicio contra el mundo escenificado por la libérrima voz del feto no perdona a nada ni a nadie: ni a su madre, Trudy, a pesar de la atracción que siente hacia esa veinteañera frívola y sexy, ni al necio nacionalismo de su país (la estupidez del Brexit recibe también su merecido).
El brillante ejercicio de estilo del artefacto, una lección práctica sobre el arte de la ficción y una celebración plena de la literatura, le permite a McEwan liberar variantes impensadas en su característica voz de escritor que han de ser apreciadas como él mismo y su criatura fetal aprecian los sabores del vino francés que riega las venas de la madre asesina y de la novela que los contiene a todos como un útero universal.
Por si fuera poco, el soliloquio del nonato y su sterniana licencia digresiva proponen un flirteo con la metaficción que, sin llegar a la complejidad de “Expiación”, su novela más ambiciosa, sirve para vincular con optimismo irónico el nacimiento del narrador intrauterino con la traumática historia del siglo XXI y conjurar el espectro de la destrucción virtual del mundo.
Y en el trasfondo de todo, la insignificancia cósmica soportando con ironía devastadora el entramado filosófico de la novela: “¿Por qué no, si toda la literatura, todo el arte, todo el esfuerzo humano, no es más que una mota en el universo de las cosas posibles?”. 

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