martes, 19 de abril de 2011

UNA MÍSTICA DE IZQUIERDAS


Michel Onfray, como he dicho en más de una ocasión, es lo mejor que le ha pasado no sólo a la filosofía, discurso en trance de marginación social y fosilización académica, sino, sobre todo, al pensamiento, en el sentido más radical y libre de la expresión. Este nuevo libro traducido ahora (Política del rebelde, Anagrama, 2011), paradójicamente, no es nuevo. Fue publicado en 1997 y contiene, como indica el subtítulo, un explosivo “tratado de resistencia e insumisión” a los principios del neoliberalismo y el mercado triunfantes tras la caída del Muro de Berlín y la posterior propagación de una versión monosémica y unilateral de la historia, el poder, la cultura y la economía. Lo irónico es que este revolucionario “panfleto” tenga aún mayor vigencia y pertinencia en este período maquiavélico de implantación del capitalismo más despótico enmascarada de crisis financiera mundial. Ventajas del pensamiento intempestivo: cuanto menos complaciente el diagnóstico de los males, menos plegado al ideario servil que reclaman las instancias políticas dominantes, más se prolongan en el tiempo sus aciertos intelectuales y críticas implacables.


Este libro insurgente comienza con una confesión autobiográfica sobre el descubrimiento del horror del mundo industrial centrada en su experiencia en una lechería donde las reses y los trabajadores parecerían intercambiar sus cualidades bestiales y prosigue, con una lógica aplastante, con un análisis desolador de la experiencia infernal de los campos de concentración nazis tal como la relataron algunos de sus supervivientes más notorios como Primo Levi y, en especial, el resistente Robert Antelme. Onfray se mostraría afín aquí a las reflexiones de Giorgio Agamben sobre el “homo sacer” y la “nuda vida” si no fuera porque su visión radicalmente materialista le lleva a conclusiones imposibles de concebir para el discípulo italiano de Benjamin y Heidegger. Para Onfray, la vivencia atroz de los campos, más allá del horror y la muerte, representa una ocasión excepcional para afirmar, en condiciones extremas, la vida del cuerpo (“la verdad de un ser es su propio cuerpo”) y el peso ontológico de la individualidad (“lo que los seres humanos tienen en común”) en todo su potencial de resistencia frente al poder totalitario que sólo aspira a negarlos y destruirlos. En la terrible radicalidad de esa prueba vital es donde observa Onfray un motivo fundamental de su designio ético, válido en cualquier otra circunstancia: “la permanencia de la esencia humana contra el artificio de la ideología”.


Partiendo de este postulado básico, Onfray pretende crear las condiciones de posibilidad y los fundamentos (éticos y estéticos) de una “mística de izquierdas”, revitalizando para ello el ideario de los utopistas, anarquistas, sindicalistas y socialistas primigenios como Fourier, Blanqui, Proudhon o Sorel, entre otros muchos menos conocidos, con el fin de elaborar, como dice en uno de los apéndices, "una filosofía hedonista, libertina y libertaria que permita la formulación de un nietzscheanismo de izquierda para nuestra época, posterior a la muerte de Dios". Con semejante programa, Onfray estaría, sin declararlo, dando una lección a la izquierda multicultural (americana, sobre todo, pero también europea) que ha excluido a Nietzsche de su discurso. Esta izquierda académica, tan devota del credo de la corrección política, sólo acepta al “Anti-Cristo” Nietzsche como socio temporal si su pensamiento aparece filtrado por mediadores incuestionables como Foucault o Deleuze. Por el contrario, Onfray, genuino continuador del pensamiento francés de filiación nietzscheana (Foucault y Deleuze, desde luego, pero también Bataille, Klossowski y Lyotard), propone conjugar con inteligencia a Marx y a Nietzsche en este proceso de refundación de un proyecto de izquierda para el siglo 21 que no pase por los partidos e idearios oficiales (verdaderas iglesias y sectas ideológicas orientadas sólo a la conquista del poder), ni, una vez alcanzado el dominio político sobre la sociedad, por la claudicación conformista e interesada a los pies de los amos del negocio.


Pero Onfray no sería Onfray si se detuviera ahí, en el mero campo de la política y la ética, sin proponer una visión integral de las fuerzas de la insumisión y la resistencia en mundos donde la politización se oculta para mejor servir a los intereses creados del mercado y sus agencias de control como la cultura y el arte (“uno de los raros dominios en los que el individuo puede teóricamente dar testimonio de su plena dimensión”). En estos incisivos capítulos finales, expone Onfray la doble necesidad de generar una “cultura crítica” y una “estética generalizada” en oposición frontal a la banalidad y la estupidez seductora del consumo y el espectáculo. El creador tanto como el pensador deben constituirse en figura de expresión de libertad individual (de ahí la apelación reiterada a los libertinos y los libertarios) y, sobre todo, encarnar el rechazo activo a los modos culturales y artísticos más gregarios promovidos por el poder institucional y mediático, siempre propenso a la difusión social del espíritu de seriedad: “el libertario restaura las virtudes de lo desviado, la ironía, el humor, el cinismo, que se expresan mediante modalidades subversivas del lenguaje y los gestos, los conceptos y las acciones”.


Un libro inagotable. Una cantera de pensamiento libre.

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