lunes, 15 de marzo de 2010

EL PRESENTE ES EL FUTURO



“Un artefacto producido en masa por una cultura que imitaba vagamente lo que en su tiempo fue la cultura de otra”.

W. G.

Para empezar a leer esta novela[1] conviene olvidarse en parte de lo que fue el ciberpunk y de que William Gibson es el mítico autor de Neuromante y de seis novelas más que, con sus altibajos de energía, han diseñado un retrato alegórico de alta resolución digital de nuestra convulsa época. El ciberpunk se ha vuelto adulto y, en cierto modo, adulterado. Y Gibson, el gran autor del grupo, ha escrito esta ficción sobre el presente que lo aproxima tanto a la historicidad evanescente del último Pynchon (“Había fantasmas en los árboles de la Guerra Civil, pasada Filadelfia”) como a la lucidez política de DeLillo (“Estados Unidos había desarrollado el síndrome de Estocolmo hacia su propio gobierno después del 11-S”).

Se trata de una novela contenedor, una novela donde cabe todo lo específico de la experiencia contemporánea, desde la música pop y las artes más ligadas a la tecnología hasta las redes de vigilancia y espionaje y los sistemas de rastreo global. El formato novelesco permite a Gibson actuar como un narrador DJ, capaz de recopilar y almacenar ingentes cantidades de información sobre cuestiones que, de otro modo, sería imposible mezclar en un mismo espacio. Y éste, precisamente, el espacio, la percepción geopolítica del espacio, la circulación entre el espacio local y el global, el modo en que la globalización ha conferido una trascendencia nueva a cada punto discreto de una realidad que ahora se concibe como una red interconectada, es la idea que engloba, evitando su dispersión, todas las peripecias de la enrevesada trama.

En el centro de ésta se encuentra, como obsesivo objeto de búsqueda, un errático contenedor de color turquesa, desaparecido en los Mares de China, poblados de piratas nativos e incontrolables operaciones de la CIA, y su intrigante contenido. Varias agencias y organizaciones se disputan su localización, constituyendo diversas subtramas paralelas que acaban convergiendo, imantadas por la presencia del contenedor espectral, en el puerto de Vancouver, y se organizan en torno a tres personajes principales: Hollis, una ex miembro de una banda de culto reconvertida en cronista de tendencias y contratada por una enigmática revista belga para investigar las creaciones de un artista excéntrico y un extraño genio de la informática; Tito, un traficante de información de origen cubano, con un pasado familiar comprometedor y una conexión instintiva con los dioses de la santería; y Milgrim, adicto a las drogas de síntesis y versado en sectas milenaristas europeas del pasado, que ha sido secuestrado por una red de espías con el fin de que descifre mensajes codificados en una lengua artificial (volapuk).

Una vez que se descubra, del modo menos previsible, qué valiosa carga, real y simbólica, se contiene en el interior de sus clausuradas paredes de acero, el contenedor cargado de un alto potencial simbólico (relacionado en parte con la guerra de Irak y en parte con los flujos globales del capitalismo) proseguirá su trayectoria “deslocalizada” por las rutas y las carreteras de una geografía imposible de cartografiar con cualquiera de los múltiples aparatos de localización y búsqueda que aparecen en la novela. De este modo irónico, Gibson logra dar una inteligente lección sobre metodología narrativa en nuestro tiempo. El despliegue de aparatos de localización que saturan la trama actúa como un recordatorio de que la antigua omnisciencia que hizo la grandeza de los novelistas decimonónicos recae hoy en dispositivos tecnológicos de una sofisticada exactitud.

Gibson es un brillante novelista de las superficies, alguien que sabe rastrear y localizar aspectos de la realidad contemporánea y hacer diagnósticos culturales que nadie más ve con la misma lucidez, en especial porque, como se dice en una de las explicaciones finales, para entender la deriva terminal del mundo posmoderno en que vivimos (con la abolición definitiva de la diferencia entre lo real y lo virtual como horizonte de sucesos) es necesario desarrollar una sensibilidad extrema a las grietas que se abren “en el tejido de las cosas”. Y es en estos fogonazos de inteligencia y poesía donde Gibson consigue brillar como muy pocos escritores contemporáneos. En efecto, como dice Steven Shaviro, los recursos de la prosa de Gibson en esta novela (y en Pattern Recognition, la anterior a ésta) representan su modo hiperestésico de percibir y registrar los signos de “un mundo posmoderno donde los flujos globalizados del dinero y la información, dirigido por tecnologías sofisticadas que apenas se distinguen de la magia, saturado por la publicidad y el consumo enloquecido, con tramas conspirativas subyacentes, y regulado por ubicuas redes de vigilancia”.

En los años ochenta, los años de novedad y expansión de la corriente ciberpunk, el teórico Fredric Jameson llamó la atención sobre la obra de Gibson y, en especial, sobre su lograda amalgama retrofuturista de tramas en las que dominaban los estilemas del thriller de espías o detectives con componentes tecnológicos y científicos de anticipación. Jameson acertó al percibir que la nueva narrativa ciberpunk iluminaba una novísima realidad transnacional, hecha de pugnas corporativas y “paranoia global”. La consumación estética de este planteamiento, sin embargo, se hizo patente en el momento en que Gibson, a raíz del 11-S, desplazó la trama de sus ficciones de un tiempo futuro indefinido a un presente reconocible por el lector. Este giro no tenía por objeto negar la dimensión de ciencia ficción de sus propuestas sino acrecentar la percepción de que la ficción y la ciencia formaban parte integrante de la realidad del siglo 21 y no era ya necesario enfatizar su condición narrativa de género aparte.

Por último, una curiosidad que quizá no lo sea tanto. Gibson, el padre del ciberespacio, nació en 1948. Ese mismo año Orwell publicó 1984 invirtiendo, como se sabe, los últimos dígitos para titular su novela sobre una distopía de signo totalitario. En 1984, el año del primer “Gran Hermano” globalizado y televisado, fue cuando Gibson publicó Neuromante, la novela que modificó nuestra comprensión del futuro, convirtiendo la ubicua pesadilla de Orwell en una fantasía desfasada. País de espías (Spook Country), una novela publicada a fines de la primera década del siglo 21, consta de 84 capítulos. Esto sólo quiere decir una cosa. Una cosa importante. El presente es el futuro. De eso trata, en suma, esta novela tan fascinante y compleja como el mundo que describe.
[1] William Gibson, País de espías, Ediciones Plata, Barcelona, 2009.

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