martes, 13 de octubre de 2009

LA FLOR DEL MAL (1): HISTORIA DE UNA OBSESIÓN


Al principio, como siempre, hay un asesinato. O mejor, dos. Dos mujeres asesinadas con una década de diferencia y en la misma ciudad, Los Ángeles. Elizabeth Short (1924-1947) y Geneva Hilliker Ellroy (1915-1958). Una aparece descuartizada en un descampado, en la esquina entre la calle 39 y Norton Avenue, el 15 de enero de 1947. Y la otra estrangulada en El Monte, entre Kings Row y Tyler Avenue, el 22 de junio de 1958. Una era morena y la otra pelirroja. Ambas habían mantenido relaciones sexuales en los días previos a su asesinato. Una tenía 22 años y estaba soltera, aunque soñaba con casarse y tener hijos. La otra tenía 43 años, estaba casada con un hombre débil y fracasado al que engañaba todo el tiempo con otros hombres y tenía un hijo de 10 años, el futuro novelista James Ellroy, que acabaría dedicando un libro a cada una de ellas, las dos mujeres de su vida, asesinadas impunemente: en 1987, La dalia negra, una obra maestra grotesca y escalofriante del género negro, la novela donde Ellroy reconstruía con método febril las truculentas circunstancias del asesinato de Elizabeth Short, que le había fascinado desde la infancia como sucedáneo imaginario del asesinato de su propia madre, a quien dedicaba la novela (“una despedida de sangre”/ “un sangriento adiós”, según las traducciones) después de reconciliarse con ella a través de la ficción; en 1996, Mis rincones oscuros, la crónica negra de la muerte de su madre a partir de los datos recabados por un detective contratado por el propio Ellroy.

La doble cicatriz del ser

Al escribir La dalia negra, la conexión traumática entre ambos crímenes y ambas mujeres, como Ellroy ha confesado en el postfacio a una reedición americana reciente, se consumó de modo definitivo: “No podía llorar abiertamente por Jean. Podía llorar por Betty. Podía desviar la vergüenza de un apetito incestuoso hacia un objeto de deseo más seguro”. Jean Hilliker no era sólo para su hijo la mujer que lo maltrataba emocionalmente y le imponía el rigor religioso como norma de vida, a pesar de sus flagrantes adulterios. Ellroy vivía bajo su hechizo sensual: “La sorprendía en la cama con otros hombres. Vivía por esos destellos de desnudez. La admiraba y la deseaba y logré mi deseo con su muerte”. La siniestra sonrisa de Betty Short, como burla del horror y replica facial al tajo monstruoso que seccionaba su cadáver, sería el vínculo carnal de este doble asesinato tan decisivo en la vida y en la obra de “una de las imaginaciones más sangrientas de la literatura moderna”, como la califica Peter Wolfe.

Turbio y perturbador, como no podía ser menos, así es el mundo descrito en La dalia negra, una novela que pulsó, según Ellroy, “los aspectos más profundos de mi inconsciente”. Se trata quizá de la primera ficción policíaca donde los detectives actúan guiados por motivos personales inconfesables, se comportan como obsesos patológicos, rastrean las pistas como animales dotados del más refinado olfato sexual y persiguen a los culpables con pasión instintiva y salvaje. En suma, funcionan en la trama como dobles genuinos del escritor que ha reconocido “haber nacido para vivir y pensar de modo obsesivo”. En su juventud angelina, Ellroy vivió una vida desenfrenada y golfa de delincuente, voyeur y acosador compulsivo de mujeres, adicto al alcohol, a las drogas y a la violencia, hasta que su cerebro estuvo a punto de abrasarse y decidió dar un giro hacia una forma de vida más inteligente.

“Cherchez la femme” en Mulholland Drive

La así llamada “dalia negra” es un fantasma lúbrico compuesto de múltiples rostros y nombres humanos que se ocultan tras esa designación exótica: Bette, Betsy, Betty, Beth, Bett, Lizzie, Lizz, como la llamaban quienes padecieron alguna vez su malsana influencia (en la ficción, Madeleine Sprague, doble perverso de Betty, simula esta identidad mitológica como componente de su seducción). Según Steven Hodel, este alias de flor exuberante y lujuriosa alienó a la chica de su identidad real y la transfiguró en maléfica ficción popular: “Todo el mundo conocía su historia, pero nadie sabía quién era”. En la novela de Ellroy, todos los que llegaron a conocerla coinciden en destacar dos rasgos del temperamento de Betty: era una especie de camaleón humano, capaz de adaptarse a los deseos de quien estuviera con ella, y, además, poseía una enfermiza tendencia a la fabulación, esto es, a generar sobre ella incontables mentiras que terminaron engullendo la verdad de su historia. A raíz de su espantosa muerte, alcanzó el estrellato mediático y la celebridad estelar con que había soñado siempre.

En cualquier caso, las versiones contradictorias y los rumores sobre su vida han seguido multiplicándose tanto como las posibles soluciones al infame asesinato. La más cruda la expone Steven Nickel: “Durante un tiempo trabaja como chica de compañía con un estilo de vida brillante. Algunos de sus clientes son productores de Hollywood que le prometen papeles en películas, pero no tarda mucho en degenerar y convertirse en una prostituta callejera enganchada al alcohol y las drogas, fotografiándose desnuda y viviendo ocasionalmente con una amante lesbiana”.

Sin embargo, una de las teorías policiales más escabrosas refiere una malformación genital de Betty, precisamente, como estigma secreto de su anatomía y móvil misógino del crimen. El asesino se vengaría así de la morbidez de la carne femenina, troceando el cuerpo impenetrable de manera espectacular y presentándolo ante el ojo público en una grotesca pose que acentuara el efecto de maniquí perverso o muñeca rota.

El cadáver exquisito

El asesinato de Elizabeth Short, como el de Laura Palmer, su hermana de sangre en Twin Peaks, es una herida abierta por la que supura toda la podredumbre del sueño americano. Cada año se publican nuevas contribuciones a este caso mítico (“una mezcla de Poe y Freud”, según Jack Webb) que sigue funcionando como detonante psíquico innegable. Todas revelan un deseo sensacionalista de poseer la verdad y un designio inconsciente de incorporar el crimen a las fantasías, fantasmas o traumas privados de sus autores.

En El vengador de La dalia negra, un ex policía de Los Ángeles, Steven Hodel, imputa a su propio padre, el médico George Hodel, del sádico crimen y de otros similares cometidos en la misma época. Como prueba adicional, Hodel aporta la relación personal entre su padre y el artista Man Ray, cuyas fotografías eróticas de mujeres seccionadas habrían prefigurado la postura macabra en que fue hallado el cadáver de Betty. Adelantándose a Hodel, Janice Knowlton (Papá fue el asesino de La dalia negra) ya había acusado del crimen a su malvado progenitor, George Knowlton, que la violaba y maltrataba con frecuencia y era un conocido profesional del estupro que abastecía de niños a notorios pederastas de la elite angelina.

En El cadáver exquisito, la monografía más reciente, sus autores (Mark Nelson y Sarah Bayliss) reducen al absurdo sin pretenderlo la tesis de Hodel al argumentar que detrás de este abominable asesinato estaría el gusto esotérico por la estética surrealista de moda entonces en los círculos sociales más exclusivos de Hollywood. Así mismo, Mary Pacios (Sombras de la infancia), una supuesta amiga infantil de Betty, no se avergüenza de incriminar al cineasta Orson Welles, fundándose en la morbosa atracción de éste por la anatomía femenina desmembrada. Estas fantasiosas interpretaciones delatan, como siempre, la manía filistea americana de acusar al artista o al esteta, cuya sensibilidad diferente lo abocaría infaliblemente al crimen considerado como una de las bellas artes.

En Seccionada, en cambio, John Gilmore esclarece con cierta verosimilitud la inculpación de Jake Wilson, delincuente alcoholizado y psicópata potencial pero, sobre todo, eterno aspirante a actor como Betty Short. Por último, la investigación más rigurosa y convincente hasta la fecha es la que conduce a Donald Wolfe (Los archivos de La dalia negra) a descartar una por una las versiones anteriores (excepto la de Gilmore, parcialmente confirmada) y acusar del asesinato, con pruebas contundentes, al famoso gángster Bugsy Siegel, sicario mafioso al servicio del magnate de la prensa Norman Chandler, quien habría dejado embarazada a Betty y querría librarse de ella cuando se negó a abortar.

América confidencial

A contracorriente de toda hipótesis convencional, Ellroy urde en su novela sobre el caso una hipnótica trama de círculos concéntricos donde las relaciones tortuosas entre los sexos y la corrupción generalizada, ya sea inmobiliaria, familiar, policial, cinematográfica, política o social, hallarían en el cadáver mutilado y desfigurado de Elizabeth Short no sólo un centro vertiginoso y una tenebrosa metáfora, sino un pretexto sensacional para ilustrar la gran tesis incriminatoria que Ellroy sostiene desde hace años contra su país. La pérdida de la inocencia de América en algún momento de su historia es una mentira institucionalizada, un infundio nacional en nombre del que se siguen cometiendo toda suerte de crímenes. No existe tal inocencia ni ha existido nunca. Para Ellroy, América es, desde el principio, radicalmente culpable de cuantos crímenes se la acusa.

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