[Philip K. Dick, La
invasión divina, Minotauro, trad.: Albert Solé, 2021, págs. 320]
La literatura no puede ser solo literatura. Si la
literatura no va más allá de sí misma, si no excede sus medios y sus fines, no
merece el tiempo que le consagramos. La literatura participa, en cierto modo,
de una búsqueda espiritual y aspira a una forma genuina de conocimiento que no
deben nada ni a la filosofía ni a las religiones oficiales ni a las creencias
folclóricas. La iluminación profana de la literatura adopta múltiples rostros,
perspectivas plurales, desde Dante y Rabelais hasta Borges, Lezama Lima,
Hermann Broch o Raymond Abellio, ese gran novelista gnóstico y esotérico tan
escasamente conocido hoy como imprescindible. Pero también formatos menos
canónicos, como el terror (Lovecraft o Ligotti) y la ciencia ficción. En esta
facción más popular de la gnosis literaria, uno de los líderes supremos es
Philip K. Dick.
La invasión divina, reeditada ahora, es la
segunda entrega de la “Trilogía Valis”, donde Dick se planteó revisar en clave
de ficción científica las cuestiones trascendentales de la historia, la
política y la espiritualidad humanas. Así como Nietzsche sucumbió a la locura
para consumar el sino de su filosofía, Dick llevó al extremo la experiencia
mental de la contracultura (paranoia política, videncia lisérgica,
espiritualidad oriental) para poder alcanzar un nivel de comprensión de la
realidad como el demostrado en esta trilogía decisiva escrita en sus años
finales. Todo comienza del modo más trivial, después de una década de vida
inestable y cierta fatiga respecto de las posibilidades de la ficción. La
sensación de que escribir no sirve para nada y de que por más que el escritor
se empeñe en atacarlos los poderes que mantienen este mundo bajo su control
siguen intactos.
El 19 de febrero de 1974, tras la extracción de la
muela del juicio, Dick padece una neuralgia aguda. Su mujer Tessa llama a una
farmacia que sirve a domicilio solicitando un analgésico. Al abrir la puerta,
Dick se encuentra con que la chica que le trae el fármaco lenitivo lleva al
cuello el colgante de un pez metálico. Dick le pregunta por el motivo del
accesorio y ella le contesta que es el símbolo de los primeros cristianos. En
ese momento crucial, sus veintidós años de escritor de ficciones con mundos
alternativos, tiempos dislocados, viajes entre distintos planos y dimensiones
de la realidad, conspiraciones virtuales, juegos interplanetarios y demás temas
de su literatura imaginativa cristalizan en una revelación privada. No está
viviendo en la siniestra América de Nixon sino en la Roma de Nerón. La historia
se detuvo alrededor del año 70 a. C. y persiste, desde entonces, la misma
dictadura disimulada (el “Imperio”, como lo denomina Dick en las notas de
la Exégesis) que impone su dominio totalitario sobre la realidad a
través de artificiosos mecanismos de ilusión cognitiva que engañan a los humanos.
A partir de ese día, un ente llamado Tomás, como
el doble gnóstico de Jesucristo, le habla desde el hemisferio derecho del
cerebro y recibe por radio misteriosos mensajes personales. Uno de esos
mensajes encriptados, por cierto, le permitirá salvar la vida de su hijo,
adivinando el mal inguinal que la amenazaba. El 8 de agosto de ese mismo año,
fecha en que Nixon dimite por el escándalo “Watergate”, todo cesa de repente. La voz de Tomás desaparece y los
crípticos mensajes también. Dick entiende que es tiempo de ponerse a escribir
ficciones que revelen la existencia de un vasto sistema de inteligencia viva
(VALIS) que sirve, como generador de falsas realidades, espejismos y
trampantojos, para preservar el engaño metafísico de que el mundo visible es
real y no un holograma espectacular.
La invasión divina es, de todas las
novelas del ciclo, la más filosófica y teológica. No en vano Dick estudió el
judaísmo y la cábala judía a través de la ontología de Heidegger, paradoja
ideológica, justo antes de ponerse a escribirla en marzo de 1980. En su trama,
Dick escenifica la segunda venida del Mesías a una tierra tenebrosa y opresiva
gobernada por un régimen policial producto de una confabulación política entre
la iglesia cristiano-islámica y el partido comunista. Yahvé, exiliado en un
planeta remoto, vuelve a encarnarse en una virgen enfermiza (Rybys) y a
encomendarle su cuidado a un padre putativo (Herb) y a un avatar afroamericano
del profeta Elías. Nada ocurre, sin embargo, conforme a los rigurosos planes de
la Providencia y el Mesías extraterrestre recibirá, para vencer al mal, una
educación mística de signo solar guiado por Zina, una heterodoxa María Magdalena
(la Shekhina de los cabalistas, o el costado femenino de Dios). El nuevo
evangelio del amor terrestre escrito por un visionario pop.
Como señala Adam Roberts, esta parábola
especulativa “funciona mejor que VALIS
porque es capaz de dramatizar lo ordinario de su premisa mesiánica, un sentido
dramáticamente convincente de la precariedad y contingencia divinas” (The History of Science Fiction, p. 355).
Posdata: A la trilogía inicial (Valis, La
invasión divina y La transmigración de Timothy Archer) podrían
sumarse otras novelas póstumas (en especial la sorprendente Radio Libre
Albemut) para ampliar el ciclo fundamental de las “novelas
religiosas”, como las denomina, con desprecio inexplicable, un fan de Dick de
la talla intelectual de Fredric Jameson. Por ceguera ideológica, Jameson ha
sido incapaz de comprender la coherencia temática del corpus dickiano hasta
el final y cómo estas novelas tardías no lo degradan, como piensa
Jameson, sino que lo consuman, llevándolo hasta la construcción de una
nueva mitología cósmica para la era tecnológico-publicitaria del capitalismo
triunfante. A fin de realizar este ambicioso proyecto de transvaloración moral
era necesario, entre otras muchas cosas, tomar en préstamo paródico, como ya
hiciera Nietzsche antes que Dick, el lenguaje, las ideas y las imágenes y
metáforas de todas las ortodoxias y heterodoxias monoteístas de la historia.