Thomas de Quincey (1785-1859) es uno de los
prosistas más originales de la literatura inglesa del siglo XIX. Joven bohemio,
amigo de poetas románticos como Coleridge y Wordsworth, avanzado posromántico y
precursor del estilo y la estética de Borges, como dice Harold Bloom, es autor
de unas cuantas biografías excéntricas, como este extraño retrato del filósofo
Kant, parodias históricas, libros de rara erudición sobre temas esotéricos y
escabrosos, o ensayos sobre el asesinato teñidos de humor negro (Del
asesinato considerado como una de las bellas artes; 1827).
Pero De Quincey escribió, sobre todo, una imperecedera
obra maestra del estilo como las Confesiones de un opiómano inglés,
en su doble versión: la original, de 1821, de escritura más etérea y
deslumbrante, donde relata su adicción temprana y perseverante al opio como
modo de calmar el infinito dolor de estar vivo y acceder, como buen romántico,
a estados mentales de lucidez visionaria; y la revisión definitiva, de 1856, en
la que, además de reescribir la primera versión abundando en sus mismas ideas
con estilo tan sentencioso como barroco, añadía un suplemento memorable.
En este texto inconcluso (Suspiria de Profundis), De
Quincey evocaba con prosa poética su infancia feliz rodeado de una madre viuda y
tres hermanas, la terrible muerte de estas y la visión siniestra, inducida por
el opio y la desdicha, de las tres diosas de la desgracia humana: “Mater
Lachrymarum”, “Mater Suspiriorum” y “Mater Tenebrarum”. Este trío de matriarcas
infernales fascinaría a Baudelaire, traductor magnífico de De Quincey (Les paradis artificiels), y luego
al cineasta Dario Argento (Suspiria, Inferno, La Terza madre), entre otros.
Este opúsculo sobre Kant (de 1827) demuestra el malicioso talento de De Quincey para el plagio literario y el fisgoneo biográfico. De Quincey organiza en torno a la figura admirada del filósofo especulativo más importante de la historia un palimpsesto narrativo extraído de los numerosos testimonios disponibles de amigos que trataron al maestro de Königsberg (Wasianski, pero también Jachmann, Rink o Borowski) como respuesta a la extrañeza esencial que la personalidad y el pensamiento de Kant suscitaban en él y en sus lectores ingleses.
De Quincey revisa con brevedad la vida anterior
de Kant, donde echa en falta la saludable influencia femenina, pero se ceba con
singular irreverencia en los días que precedieron a su muerte, dando cuenta puntual
de los pormenores intelectuales y fisiológicos de su naufragio. Es posible leer
el deleite de De Quincey en las irónicas notas al pie en que comenta los datos proporcionados
por sus fuentes, como el bien que le haría el opio al afligido filósofo de la
Razón Pura y la Razón Práctica hasta perder el Juicio que había convertido en una
de las facultades trascendentales de la inteligencia humana. Cada lapsus
verbal, cada distracción, cada caída de la cabeza en el sopor y el sueño, cada pleonasmo
senil, cada achaque agónico, son narrados por De Quincey como si registrara los
síntomas de la descomposición de un sistema filosófico y no solo el hundimiento
de un pensador eminente como Kant, aquejado de graves males que dañaban su cerebro
y estómago.
No es solo la degeneración de Kant el asunto fundamental
del relato de De Quincey. Con Kant, De Quincey lo sabe, es toda una idea de la
cultura y el pensamiento la que perece. El ideario de la Ilustración. Con lo
que De Quincey, al final, con su especial sensibilidad para las mutaciones
históricas, estaría plasmando la emergencia alegórica del romanticismo. La
muerte gagá de Kant, como el filósofo había previsto y Goethe encarnó en
plenitud, representaría así el genuino esplendor del Genio romántico.
Me ha hecho pensar en La mort de Louis XIV, de Albert Serra con Jean.Pierre Léaud. Un saludo.
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