A 135 años de su nacimiento y 56 de su muerte, el 30 de julio de 1965, Tanizaki es el escritor que mejor expresó en su obra la esquizofrenia japonesa respecto de la cultura occidental. Mucho más que Mishima, desde luego, quien transformó esas relaciones ambiguas con las culturas del sol poniente en una pasión sadomasoquista demasiado enfermiza, con su muerte como culminación truculenta.
Menos impetuoso y mucho más inteligente, Tanizaki
osciló durante toda su vida de un polo conservador a otro más moderno en sus
vínculos con la cultura europea y americana de su tiempo. Antes de la madurez,
según muestra su novela El
amor de un idiota (Chijin no Ai;
1928), la fascinación por las modas y las costumbres occidentales, incluyendo
el cine, la música y las formas de vestir, fue absoluta como expresión iconoclasta
de modernidad y progreso. Una vez instalado en la madurez, se produjo un
curioso viraje hacia las tradiciones nacionales que lo llevarían a considerar
la presencia occidental como hostil a las cualidades históricas y la esencia
específicamente japonesa, con independencia de las comodidades materiales y
avances técnicos que la occidentalización aportaba. Ese regreso sintomático a
formas ancestrales incluía una veneración sin trabas por todo lo añejo y un
rechazo hacia la degradación contemporánea de los ritos, los objetos y los
estilos genuinos.
Ya en su vejez, tras los estragos de la segunda
guerra mundial, daría un nuevo giro en su aprecio por la cultura occidental,
entendiendo por tal todo lo moderno e importado, y cierto menosprecio por los
valores tradicionales. Las razones del cambio fueron, sobre todo, eróticas.
Para el viejo erotómano Tanizaki la moda occidental en el vestir y el desvestir
de las mujeres jóvenes las hacía mucho más atractivas y vivaces que las pesadas
etiquetas y códigos nipones. Así lo expresa en su última novela, esa comedia
sarcástica titulada Diario
de un viejo loco (Fūten rōjin nikki; 1962), donde acertó a burlarse, en nombre del deseo, de la religión
budista y las convenciones familiares.
Al leer este hermoso Elogio de la sombra (1933) es necesario contextualizarlo en la
época intermedia de su vida, cuando el cuarentón Tanizaki comienza a
experimentar cierto desengaño con las luces incandescentes y el frenesí de la
modernidad y a sentir cierta nostalgia por maneras de vivir más serenas y
naturales, apartadas de los grandes centros urbanos (como Tokio, escenario
promiscuo de la corrupción de costumbres en curso). Esa misma condición vetusta
admiraba Tanizaki en Osaka: la preservación del ritmo y los ritos de antaño.
Desde el refinamiento sensorial y la sutil ironía,
Elogio de la sombra es un alegato
tardío en favor de una idea de la vida en vías de desaparición, una cultura que
pasa por la discreción, la modestia y la oscuridad (“lo bello no es una
sustancia en sí sino tan solo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros”).
Esa belleza sombría se oculta, como un signo antiguo, en el negro de los
lacados, la luz difusa de velas y candelabros, la blancura de los rostros de
las mujeres resplandeciendo en la penumbra de los dormitorios, los pliegues de
los kimonos que envuelven sus adustas anatomías, los tejados de grandes aleros
que aplacan la luz solar, los retretes expuestos a las contingencias naturales,
de modo que el que evacua sus intestinos pueda escuchar al mismo tiempo la
música de las gotas de la lluvia chocando contra las tejas o el canto solitario
de un pájaro. [En un arranque de humor, Tanizaki llega a atribuir a la
tradición del haiku una conexión con esos instantes cenitales de la experiencia
en que mientras el cuerpo realiza pasivamente su trabajo fisiológico la sensibilidad del poeta se exacerba percibiendo todos los signos de una
naturaleza armoniosa.]
Este célebre ensayo es producto de un momento de crisis espiritual y existencial, en que Tanizaki se propone someter su literatura a una purga estética fundada en tradiciones autóctonas: “Me gustaría ampliar el alero de ese edificio llamado “literatura”, oscurecer sus paredes, hundir en la sombra lo que resulta demasiado visible y despojar su interior de cualquier adorno superfluo”.
Me ha recordado las reflexiones que va desgranando Sakaguchi a lo largo de su manga dedicado a Ikkyu, pero también la condición fronteriza antes y ahora, de artistas como Isamu Noguchi o Hiroshi Sugimoto, que entran y salen, según etapa o trabajo en concreto, de una cultura a otra con relativa facilidad. La reciente muerte de Roberto Calasso refresca, en parte, esta conversación sobre lo fugaz y lo permanente, los ritos y los deberes, las celebraciones y sus alegrías. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias, Carlos, por tu atinado comentario. Me alegra la afinidad en estas y otras materias, como sabes. La muerte de Calasso deja huérfana, en efecto, una idea de la cultura que muere con él y que tan bien se agencia con lo oriental. Un abrazo.
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